Francisco González Tejera •  Opinión •  17/11/2016

Diego y la luna de sangre

Dentro de la caja de tomates el niño Diego González no había empezado a caminar con cinco años, su madre Lola García le daba los plátanos maduros que tiraban a la basura en la hacienda de los Molina, tenía esperanza de que pudiera andar, de que no se quedara pequeño, que alcanzara una altura al menos parecida a los demás chiquillos de Tamaraceite. Temía que cuando empezará a salir a la calle se burlaran de su discapacidad, de no ser como los demás.
 
La miseria arrasaba las vidas de las humildes familias del pueblo de San Lorenzo en las medianías de Gran Canaria, trabajos de sol a sol cobrando cantidades ínfimas de dinero, abusos de los terratenientes, un derecho de pernada encubierto bajo amenaza de despido, inexistencia de seguridad social, nula asistencia sanitaria, altos índices de mortalidad infantil, un mundo de tristeza cuya única salida parecía ser la llegada de la República, la esperanza de una sociedad destruida y esclavizada por la criminal oligarquía isleña.
 
Desde el humilde espacio de la cajita los perros se acercaban a lamer cariñosamente las manos de Diego, lo miraban con instinto protector al ver que sus piernas no respondían, su desnutrición similar a la de los canes callejeros, el hambre generada por una monarquía corrupta que hacía estragos en la colonia de ultramar, muchas familias habían embarcado para Cuba y Argentina, Pancho y Lola habían decidido quedarse, luchar por lo que consideraban suyo, contra aquella represión ancestral que venía de los tiempos del genocidio indígena.
 
No lo sabían, pero en los próximos años se avecinaban tiempos terribles, en la otra esquina de un verano terrible venía el terror viajando entre nubes negras, Diego vería morir a su hermano Braulio que todavía no había nacido, sería sacado de su cuna con cuatro meses y arrojado contra la pared por los miembros de la “Brigada del amanecer”, sus ojos brillantes de niño hambriento serían testigos directos del asesinato fascista, los meses del campo de concentración cuando iba a ver a su padre, el fatídico día de la noticia del fusilamiento de su padre.
 
La cajita de tomates fue un universo invisible, un sueño perdido, aquel balcón de la muerte, mirador de la injusticia.

Ochenta años después sigue esperando por recuperar los huesos de su padre, todos le niegan la exhumación de la fosa común del cementerio de Las Palmas, en su casi desmemoria ve como los mismos criminales siguen ejerciendo el corrupto poder, tapando el genocidio, pisoteando los derechos ancestrales de la inminente luna llena, roja de sangre.

 
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Diego González García (Foto: Carlos Reyes Lima)

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