Armando B. Ginés •  Opinión •  15/02/2017

Incertidumbre y verdad en tiempos de populismo

Vivimos en precario, a bordo de una realidad difusa y contradictoria, cogidos a un manojo de emociones y una razón tambaleante y tornadiza que hace su trabajo como puede.

Por el principio de incertidumbre del diminuto e inaccesible submundo más allá del átomo sabemos que de las partículas infinitesimales solo podemos conocer de manera parcial su esencia constitutiva, o posición o velocidad. Debemos elegir un parámetro. No hay otra solución para el ansia omnicomprensiva del entendimiento científico humano. El resto son inferencias, metáforas, hipótesis en el mejor de los casos.

Por tanto, el anhelo de comprender la realidad como un absoluto es tarea estéril. Hemos de conformarnos con aproximarnos a la realidad desde una perspectiva modesta y limitada.

Trasladada esa incertidumbre física al escenario social, las arenas movedizas son aún más cenagosas y escurridizas. El interés propio, el deseo individual y la ética personal adaptan y moldean la realidad para justificar nuestros actos morales y políticos. Creamos un hábitat lo más confortable posible para salir indemnes de nuestros silencios y de nuestras opiniones particulares.

Al no haber absoluto al que llamar en nuestra ayuda, todo es opinión más o menos razonable. Nos referimos a un absoluto completo e indeterminado, un suceso  total, perfecto, inatacable, una especie de luz que no pueda mitigarse o taparse con ninguna sombra o excusa humana.

Si bien todo es movimiento incesante y el aquí y ahora no es más que una convención para intentar fijar algunos momentos de la realidad y así poder decir algo de ella, en el terreno político y también ético deberían existir gradaciones conceptuales que nos permitieran entender la realidad de una manera más fiable, coherente y sistemática.

Los principios sintetizan un ideal tanto por defecto como por exceso. El ser humano no vive en ningún paraíso natural: su existir es cultura, construye su entorno en un tiempo histórico y real, la situación y el contexto.

Esa situación contextual es el ámbito económico, político, social e ideológico de lo cotidiano. Es su realidad, su hogar. Y es en ese marco donde lo absoluto y la verdad se deterioran al contacto con los vaivenes del acontecer rutinario.

La verdad y lo absoluto se transforman en mercancías, un acontecimiento que tasa los precios de cualquier cosa que pueda ser susceptible de uso o intercambio. Ambos conceptos sufren alzas y bajadas en la consideración social como cualquier otra mercadería. De ahí que sus valores nunca sean definitivos. Esa relatividad juega a favor de su inconsistencia y volatilidad: el precio marca su valía circunstancial. Y todo lo que tiene precio tiene la misma sustancia: nada, poca o mucha dependiendo de las veleidades de la oferta y la demanda puntual.

Tal vez ahí radique el mayor problema de las sociedades contemporáneas, en que todo tiende a tener un precio marcado. Todo es voluble y está sujeto a preferencias, inversiones y deseos. Todo es corruptible y ostenta fecha de caducidad. Incluso la verdad y lo absoluto.

Solo las religiones tienen llave de acceso libre a los dos conceptos señalados, pero siempre nos remiten a un lugar exótico y extravital o a una introspección intimista mediante el rezo y las liturgias del nirvana psicológico. Escapismo de la realidad en toda regla.

Aunque sea empresa difícil y altamente dudosa establecer una clasificación acabada y prescriptiva de lo bueno y de lo malo de un modo riguroso o dogmático, es tarea ineludible intentar realizarnos preguntas comprometidas e impertinentes para liberar lo absoluto y la verdad racionales de sus ataduras al mercado de los valores ideológicos y bursátiles.

¿Dónde puede residir esa configuración verdadera de lo absoluto? ¿En el placer o en el sufrimiento? ¿En la lucha a muerte por la subsistencia contra todos o en la cooperación mutua? ¿En el conocimiento compartido o en las patentes exclusivas de los emporios multinacionales?

¿Qué es más absoluto: alcanzar la órbita de Plutón o dar de comer al hambriento? ¿Ofrecer techo a una persona desahuciada o cumplir la ley a toda costa? ¿Un grito emocional nacionalista o una política de desarrollo basada en la equidad internacional?

Las respuestas a esas preguntas (el repertorio es amplísimo) requieren mojarse política y moralmente hasta la médula. Y no se trata de quedarse anclados en el principio de incertidumbre como refugio cálido para autojustificarnos y aplacar nuestras conciencias individuales y el inconsciente colectivo.

Dudar y reflexionar son instantes necesarios, pero no para detenerse en el quietismo abstracto de la discusión interminable. Hay absolutos urgentes que solicitan una acción inmediata. Existen verdades insoslayables, verdades incardinadas en la persona que sufre, en el dolor evitable, en la estructura de dominación global capitalista.

Este relato lo dominan con maestría los populismos viscerales de la reacción, convirtiendo en verdades absolutas prejuicios y miedos de las masas sometidas a la realidad injusta del egoísmo institucionalizado como valor supremo de la vida en común.

Las batallas venideras precisarán de muchas ideas con fuerza filosófica, de rescatar lo absoluto y la verdad de las poderosas garras de las emociones irracionales del mercado. Cuando la verdad y lo absoluto dejen de ser mercancías seremos capaces de ver la realidad que hoy está velada por los exabruptos voceados sin medida ni cortapisas por los energúmenos del populismo.

Transformar el sufrimiento y el dolor en algo pasajero, relativo e intercambiable es huir de la realidad que nos contiene, banalizar el mal y hacerlo más asumible por todos. Cada vez que acostumbramos nuestra ética a la visión estética del mal perdemos algo de nuestra dignidad humana.

No naturalicemos la costumbre y la incertidumbre hasta sus últimas consecuencias. El ser humano es cultura. En él reside la capacidad para crear mundos alternativos. Nada está sellado definitivamente ni en una fórmula matemática ni en una norma divina. El fatalismo siempre es partidario del orden establecido, pero jamás existiría progreso sobreviviendo dentro de la seguridad inestable y sumisa de las tradiciones. Salgamos a buscar lo absoluto aunque jamás lo hallemos en estado puro. Lo impuro es la única verdad absoluta. Puro movimiento, pero conscientes de ello.


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