Armando B. Ginés •  Opinión •  13/04/2017

Ordenar, señalar, contar: el lenguaje secuestrado

Una teoría muy extendida indica que el lenguaje humano nació en modo imperativo: haz esto. Un emisor investido de autoridad dictaba una orden que era cumplida a rajatabla por un receptor en posición subalterna. Desde luego que la teoría es discutible, pero sirve para dar cobertura ideológica a las sociedades jerarquizadas, donde una clase dominante atesora la capacidad de mandar, elaborar conceptos complejos, explotar el trabajo ajeno y determinar la estructura política, social y económica de las comunidades de convivencia.

Pero el lenguaje parece que da más de sí, viniendo a sustituir al dedo que señalaba los alrededores cotidianos imprescindibles que se querían comunicar al prójimo. El dominio del entorno inmediato mediante palabras simples, desde onomatopeyas a neologismos, creaba un cinturón de seguridad a las actividades comunes y simples de la supervivencia diaria. El entorno vital modificaba el lenguaje, creando una cultura vernácula que incidía y transformaba el medio ambiente humano.

La mujer y el hombre antiguos tomaron conciencia de sí mismos con el lenguaje, herramienta que les permitió abstraerse de la naturaleza e inventarse mundos paralelos: salieron del presente inmediato abriendo puertas a la historia y al porvenir, a la reflexión y a la utopía. No todo era ya existencialismo de urgencia. Mediante el lenguaje enriqueció su intelecto y sus emociones se hicieron más sutiles, transformando la lucha por el sustento en una suerte de arte de la vida que con el paso del tiempo sentó las bases del pensamiento científico.

Un tercer elemento intrínseco del lenguaje sería su cualidad para contar o narrar y dejar constancia histórica de sus mitos, pensamientos y experiencias particulares. El relato trasciende el tiempo y el espacio permitiendo transmitir una forma de ser peculiar, una manera espiritual de entender el misterio de la vida y un modo material y práctico de crear universos simbólicos ricos que unieran lo real y lo imaginario en un cuerpo que dotara de sentido a la existencia.

Esos tres niveles del lenguaje siguen operando en la actualidad, si bien a través de trasformaciones o distorsiones muy sibilinas de sus esencias originales.

El imperativo estructura nuestras sociedades posmodernas, aunque ahora el emisor de la orden sea un conjunto de normas sin rostro conocido. La orden se ha deshumanizado, diluyéndose la responsabilidad ejecutiva en un conjunto ideológico anónimo. Se sabe que hay que obedecer para mantenerse en una normalidad nebulosa. Somos conscientes de que obedecemos de manera instintiva: si nadie nos mira o rehuye o denuncia nuestra actitud con gestos de sorpresa o reproche, todo va bien y el emisor gran hermano se siente satisfecho en su poltrona fuera de la realidad tangible.

Hoy, las órdenes se han estandarizado y despersonalizado, interiorizando cada cual ese imperativo desleído y en apariencia neutral que nos indica qué debemos hacer en cada momento. Nada conocemos del emisor, de su presunta autoridad, de sus intereses, de sus capacidades, de su historia. De algún modo, el binomio emisor-receptor se ha roto. La ausencia de responsabilidad se ha evaporado. La crisis es latente, provocando un malestar donde la jerarquía no tiene nombre y el receptor obedece sin rechistar ni posibilidad de expresar su oposición crítica ante ninguna instancia carnal. El Otro se ha esfumado, a nadie se puede culpabilizar de las situaciones creadas. El receptor es una isla desconectada de la realidad: su entorno vital es un Yo a la deriva, un sí mismo sumido en la neurosis de la duda permanente y el presente sin expectativas.

La crisis del lenguaje también se detecta en las vivencias cotidianas. Al salir al mundo diario, todo es una prescripción de mensajes que nos obligan a sumergirnos en un espacio preconcebido de emociones impuestas por la publicidad y la normalidad ideológica. El control de la realidad resulta evidente: a cada paso un mensaje, órdenes sutiles que mediante la sugestión y la repetición ahorman un mundo manufacturado donde solo hay que seguir las flechas y las prohibiciones para convertirse en un buen ciudadano. En apariencia, los trasiegos de las urbes modernas dan la sensación de caos o libertad absoluta; estamos ante un mar de voluntades guiadas por el impulso privado y el libre albedrío tan caro al neoliberalismo en boga.

Sin embargo, ese movimiento a millones de bandas muere en la obediencia ciega y subliminal del cumplimento de los objetivos sugeridos por los mensajes anónimos que vienen del gran hermano en la sombra. La meta de la supuesta libertad de acción es hacer coincidir la voluntad dirigida sibilinamente con la normalidad exigida por el emisor anónimo escondido en la maraña de órdenes encubiertas dentro de la ideología hegemónica y las normas subyacentes. Tal paradoja es invisible, formando una metáfora social adherida al ser del hombre y la mujer contemporáneos.

Narrar la experiencia propia se hace imposible en este escenario mediatizado por la anodina normalidad. Todos somos iguales en la precariedad. El lenguaje se ha pervertido de tal manera que ya no es efectivo ni útil para entendernos a nosotros mismos ni las relaciones complejas que nos enlazan con el Otro. Las diferencias sustanciales que marcaban las contradicciones en pugna (capital-trabajo, ciencia-mito y similares) han dado paso a una diversidad en la normalidad, donde cada cual exhibe su fatua idiosincrasia frente a otros colonizados por el mismo espíritu gregario. Exaltando los gestos diminutos y las diferencias accidentales creemos habitar sociedades plurales y libres. No atisbamos en este teatro de gritos inconexos que vivimos en comunidades donde las prohibiciones son santa y seña de nuestra vida cotidiana.

Está prohibido salirse del río de la normalidad. Prohibido bañarse en el pensamiento crítico. Prohibido inventar otros mundos. Prohibido oponerse a la cultura dominante. Prohibido desvelar que detrás de tantas prohibiciones hay un Otro que marca la vida hasta en sus más pequeños significados. Se hay fracturado el diálogo real entre los emisores y receptores de órdenes.

Ni con nuestra conciencia podemos entablar un diálogo sincero y sin tapujos. En ese sentido, las sociedades posmodernas han infantilizado el lenguaje en la dirección de lo que se enseña en las escuelas bancarias: unos detentan el capital-saber para que el resto, el elemento pasivo y discente, salga de su crasa ignorancia. Un monólogo siniestro y sospechoso. Y eso que todo en la vida, desde la cuna, es diálogo. El monólogo es una quimera, una especie de locura mística para no socializar la realidad tal como es.

Solo nos queda, al parecer, una solución radical: convertirnos en bebés e iniciar una nueva andadura para restablecer el Otro ausente, el emisor que se esconde detrás de nuestra impotencia actual. Dicen que antes de dormir, los bebés entablan diálogos significativos consigo mismo, buscando al Otro como referencia para establecer un Yo saludable y veraz.

Ese presente que ahora se nos niega ha estado desde que venimos al mundo plagado de preguntas maternales. La figura de la madre, sostienen algunos estudios psicológicos, nos hace preguntas frecuentemente para sondear nuestros deseos y estados de ánimo. En definitiva, nos estimula para que objetivemos nuestra experiencia individual y la comuniquemos con autonomía a través de gestos y balbuceos propios, ensayos de acierto y error para crear nuestra singular independencia posterior como adultos.

Hoy y ahora, el mundo ya no nos hace preguntas. Nos dice lo que debemos hacer desde que amanecemos hasta que nos refugiamos en la oscuridad de la privacidad hogareña. Haz esto se ha convertido en el paradigma de nuestra época frente al qué te pasa, qué piensas, qué te duele, qué quieres de nuestra madre biológica o putativa.

En suma, nos han cambiado a la madre conocida por un padre dudoso, espectral, anónimo, imperativo. Quebrar ese círculo es tanto como quitar la careta del Otro que nos oprime. El sentido de los significados sería muy distinto.


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