Armando B. Ginés •  Opinión •  25/04/2017

La cara oculta y salvaje del sistema capitalista

Ni Trump ni Le Pen son antisistema, a pesar de que el neoliberalismo en sus dos advocaciones actuales, conservador de derechas y socialdemócrata como alter ego complementario del statu quo, quieran venderlos así para crear un todo revuelto con las izquierdas radicales que buscan un sitio electoral más allá del socialismo y el comunismo del sigo XX.

Antisistema y populismo son etiquetas intercambiables ahora mismo para crear ex profeso estados de miedo y ansiedad ante los desmanes de las políticas llevadas a cabo en los últimos años que han quebrado el estado del bienestar nacido tras la segunda guerra mundial.

Trump y Le Pen son productos genuinos del capitalismo, las soluciones extremistas y salvajes, al menos en la retórica, del sistema basado en el mercado y la explotación del trabajo con fines exclusivos de ganancia empresarial.

Todos los fascismos habidos y por haber, militaristas u orgánicos, son disciplinas políticas de las elites cuando el deterioro social y la lucha de clases, ahora se dice en términos eufemísticos los de arriba contra los de abajo, alcanzan una cota que necesita medidas restrictivas de la libertad individual y de mayor control ideológico y policial para contrarrestar los focos de rebeldía política de las capas populares.

Parafraseando a Von Clausewitz, el fascismo y las dictaduras militares vienen a ser el régimen capitalista actuando por otros medios cuando la democracia no sirve a los intereses de las elites y de los mercados internacionales. Cuando los votos hacen emerger el poder soberano de las clases trabajadoras, el establishment casta, trama, clase propietaria) tiene que reaccionar para mantener sus privilegios, tomando decisiones defensivas para mantener a buen recaudo sus patrimonios particulares.

En la aparente pax democrática, las elites subliman la inexistente igualdad formal a través de políticas tributarias injustas, ingeniería financiera exquisita, paraísos fiscales y el sacrosanto beneficio empresarial vinculado directamente con salarios a la baja. Esas son sus armas reales, junto a un consumismo desaforado alentado en las clases medias adornado con un estatus de bello modelo de emulación, para considerar el parlamentarismo y las elecciones como vías aceptables de un régimen que no ponga en cuestión las bases del orden jerárquico establecido.

En contextos de crisis como el actual, provocada por los partidos tradicionales que han detentado el poder político y las manijas ideológicas de las sociedades occidentales, tanto las derechas como las socialdemocracias venidas a menos, las clases trabajadoras se han depauperado de manera creciente, incluso llegando el deterioro a las mal llamadas clases medias. El reajuste capitalista no es nuevo: hay ciclos especiales en que es preciso, tras un desarrollismo ficticio de los salarios y el consumo privado, concentrar capitales y empezar de nuevo el proceso de expansión de los mercados.

En sus cotas más bajas, en derechos sociales y capacidad de compra, las clases trabajadoras se sumen en la desesperación, una especie psicológica de ignorancia e impotencia muy fácil de instrumentalizar por los discursos populistas, patrioteros, machistas y xenófobos de la ultraderecha. Ese rol de salvadores del mundo siempre recae en alternativas de corte fascista o similar que buscan captar las emociones primarias de la gente sumida en un existencialismo de buscarse la vida a costa de lo que sea, compitiendo ferozmente contra chivos expiatorios degradados a la condición de maldades absolutas: extranjeros, feministas, terroristas…

Las izquierdas radicales serían la otra opción política genuina de las capas más empobrecidas por el neoliberalismo contemporáneo, pero se enfrentan a una realidad sin memoria histórica y sin raíces políticas en la autoconciencia colectiva, teniendo que competir en el mismo feudo con palabras de lectura inmediata vertidas por el nacionalismo de la derecha extrema, en definitiva, soluciones de digestión inmediata, como la comida basura, que acrecienta la autoestima de mayorías traicionadas por las elites acunadas en las derechas clásicas y la socialdemocracia de salón.

Precisamente, esas izquierdas de nuevo cuño, más allá de su heterogeneidad académica y debilidad doctrinal, intentan conectar con sus bases populares mediante discursos exentos de complejidad, sabiendo que las elaboraciones teóricas excesivamente profundas producen rechazo en tan vasto colectivo de sensibilidades difusas y sin conciencia de clase o de nexos fuertes que les caractericen como grupo o sujeto con intereses propios.

La historia se repite en ambientes dispares porque lo esencial permanece fiel a sus arquetipos culturales antiguos: la explotación laboral es parecida con otros nombres y situaciones distintas. Ganarse la vida continúa siendo un riesgo impredecible y una aventura personal y anónima.

Por eso echan raíces las apuestas de tipo fascista, para enfrentarse a la posibilidad de una izquierda unida, coherente y consecuente que empatice con intereses de clase o grupo muy definidos, minando sus cosechas en simpatía y sufragios en los feudos de pobreza y necesidad social más acuciante. Estamos ante una estrategia bien diseñada, y vieja en su trayectoria histórica, que utilizan las elites en momentos cruciales donde las acepciones de derechas y sus contrapartes de izquierdas descafeinadas, cotizan a la deriva en los graneros electorales de la gente sometida a las inclemencias de neoliberalismo desaforado.

Todos los nacionalismos y extremismos de derechas son sistema, alternativas en tiempos de crisis que juegan un rol ambivalente: anular desde sus orígenes opciones de izquierda rebelde y radical y, caso de no conseguir sus objetivos, tomar los mandos de la nave capitalista para crear dictaduras de ensalzamiento patriótico hasta someter a la inmensa mayoría en épocas de crisis aguda. Una vez superadas se reinstaura el concierto afinado a dos bandas entre las elites dominantes de derechas y sus acólitos de la izquierda divina con tintes ligeramente progresistas.

El fascismo es la cara oculta del capitalismo, la tercera vía que permanece latente a la espera de saltar a la yugular del pueblo llano cuando la izquierda pueda acariciar un atisbo siquiera de poder auténtico. No son antisistema: sirven al beneficio empresarial y los mercados multinacionales como martillo brutal cuando la democracia no concuerda con los intereses de las elites patronales. Así ha sido hasta la fecha: Alemania, Italia, España, Argentina, Chile… Los hitos en África y Asia son recurrentes. Y, las excepciones, contadas.

Por las razones apuntadas las derechas de toda la vida y las izquierdas de gesto moderado tienden a confundir al electorado diciendo que todos los populismos son de idéntica naturaleza destructiva. Asimismo alientan soterradamente a la ultraderecha para inventar de la nada miedos y odios compulsivos ante una amenaza de pérdida de libertades y caos social inminente.

Ese doble discurso les postula como referente bueno o como el mal menor necesario y útil ante un futuro de incertidumbre general. Tal trampa, de momento, está siendo efectiva: no hay nueva izquierda a la vista con vitola de conquistar mayorías cualificadas que hagan vislumbrar un porvenir distinto al régimen capitalista. Grecia y Portugal lo están intentando, pero el FMI vigila sus movimientos con lupa. Cuba no se sabe adonde irá y Venezuela sufre un acoso sistemático del imperio del dinero que pone en duda sus logros sociales conseguidos contra viento y marea y contradicciones evidentes.

Ojo con el fascismo: siempre será la última solución de urgencia de las elites trasnacionales.


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