Ilka Oliva Corado •  Opinión •  29/08/2017

El día que supe que no era pobre

Eran los primeros días de la década del noventa y Ciudad Peronia comenzaba a llenarse de champas, de gente que llegaba de otros arrabales y del occidente del país a invadir el sector al que ahora se le conoce como El Mirador. Aquellos eran montarrales, calles de talpetate y un mercado al aire libre, un tierrero donde los vendedores tiraban costales y cajas de cartón para que sirviera de mesa para poner sus ventas.
 
Una parada de buses con dos o tres ruleteros, una gran planada a la orilla del basurero del barranco del mercado, a la que con el tiempo convirtieron a punta de pelotazos en el campo de fútbol del arrabal. Ciudad Peronia era el rostro vivo de la miseria y el olvido. Colindaba con la aldea La Selva y el Calvario, más arriba al pie de las montañas verde botella se instaló una base militar, soldados en su mayoría del occidente del país, que apenas hablaban español, niños juguetones a los que nunca les tuvimos miedo. Niños a los que con los años les íbamos a vender helados, pupusas de chicharrón, atoles y choco bananos y nos pagaban a fin de mes.
 
Para esos años comenzamos a vender helados en el mercado, en las escuelas, en las aldeas, en el destacamento, en donde fuera. Apenas teníamos para comer, tortilla con sal y caldo de frijoles toda la semana, los frijoles no se tocaban porque había que hervirlos y echarles agua para el siguiente día.
 
Los días de suerte, mi papá llegaba con un poco de dinero extra y me iba con él a La Terminal a comprar vísceras de vaca, el caldo de patas era el manjar de aquellos años. Pero eran rarezas, sucedía de cuando en cuando.
 
Nuestra casa era un cajón de block, con un cancel de tela dividíamos nuestro cuarto de la cocina. En una cama de metal que tenía un pata coja, dormíamos los 4 hijos de la Lila y el Guayo, para las 3 de la madrugada cuando nos levantábamos a hacer el oficio de la casa y a preparar la venta, ya nos habían mojado las sábanas y la ropa de orines los cumes. Las puertas y las ventanas las cubríamos con pedazos de cartón.
 
El suelo era de talpetate donde caminaban cabras, gallinas, patos, perros, ahí mismo gateaban los cumes. Una mesa de pino y una estufa de mesa de tres hornillas eran todo lo que teníamos en la cocina. Dos o tres trastos. Afuera un medio tonel servía de polletón, donde mi mamá echaba las tortillas y nos comenzaba a enseñar a tortear. Que cuando nos salían las tortillas en forma caites (decía mi Nanoj) las sacaba del comal a medio cocer y las volvía a echar en la masa para que las volviéramos a hacer hasta que salieran como ella quería. Como tortillas y como todo nuestra cara (decía mi Nanoj).
 
Los cumes recién nacidos parecían pollitos pelucos, blancos como la leche, nos íbamos a la aldea a las cuatro de la mañana a comprarles un litro de leche de vaca, recién ordeñada, solo para ellos, no alcanzaba para nadie más.
 
Una tarde llegó un bus con gente que decía que llegaba por parte del gobierno y que teníamos que ir a una casa en la calle Usumacinta a registrarnos para que nos dieran comida, productos de la canasta básica. Nosotras sin avisarle a mi Nanoj, agarramos camino para el lugar y nos inscribimos, dijimos cuántos miembros habíamos en la familia y de qué trabaja mi papá, la comida la daban racionada dependiendo los miembros de la familia y si trabajan los papás o solo uno.
 
Aquella tarde llegamos a la casa emocionadas, con una bolsa de maíz amarillo, una lata de jamón, una lata de queso amarillo y una bolsa de leche en polvo, cuando mi mamá nos vio llegar con nuestras once ovejas, nos preguntó de dónde habíamos sacado todo eso, le explicamos emocionadas; y mi mamá enfureció tanto que al típico estilo de Jutiapa, agarró el palo de la escoba y nos gritó: ¡Hijas de la gran puta, ustedes no son pobres, no tienen necesidad, tienen trabajo, hay gente que de verdad lo necesita! ¡Ya se me van a devolver esa comida si no quieren que las muela a palos!
 
Sin tiempo para reaccionar zampamos la carrera de regreso y en un santiamén ya estábamos en el lugar devolviendo la comida. Aquella ración nos la iban a dar una vez al mes, pero ahí mismo hicimos que nos borraran de la lista. Eran colas y colas de gente que recién invadía, esperando que les dieran los alimentos.
 
Aquella tarde, yo supe que la carencia en la que vivíamos no era pobreza, era solo escasez, que había gente viviendo en la miseria, gente realmente necesitada de aquellas bolsas de alimentos.
 
Y lo aprendí de niña, mi Nanoj me lo enseñó con el palo de la escoba en la mano. Me enseñó a ver a mi alrededor. Nunca lo he olvidado.
 
 
 
Ilka Oliva Corado. @ilkaolivacorado contacto@cronicasdeunainquilina.com

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