Pedro Antonio Curto •  Opinión •  17/09/2017

Pi y Margall, la lucidez olvidada

Pi y Margall, la lucidez olvidada

Hace 144 años  un tipo lucido, culto, vanguardista, honrado, integro, coherente… llegó donde no suelen llegar personas así: jefe del estado español. Fue Francisco Pi y Margall, presidente de la I República durante 34 días. En su breve mandato planteó una organización territorial que tiene su lógica: un pacto entre los ciudadanos de las diversas comunidades como base del estado-nación.  Se trataba de un complejo federalismo que bebía entre otras fuentes del socialismo utópico, pues Pi había sido traductor y entusiasta de la obra de Proudhom. Pero ante todo era un profundo conocedor y estudioso del tema nacional  y de los problemas de la organización territorial española. Sus planteamientos se alejaban de conceptos como “patrias indivisibles”, “unidad de destino en lo universal”, o “unidades garantizadas por el ejercito”, que han venido recorriendo la historia española con poca fortuna y más bien con autoritarismo e intolerancia. Para Pi y Margall la sociedad ha de fundarse “en el consentimiento expreso, determinado y permanente de cada uno de los individuos.” Su llegada a la presidencia  republicana no se dio en las mejores circunstancias, la I República era débil, con enemigos poderosos, un país muy atrasado, sus propuestas federalistas mal entendidas hasta por sus propios partidarios que las exacerbaban, y minoritaria dentro del propio republicanismo. Terminaría dimitiendo por oponerse a reprimir  las rebeliones cantonalistas; algo que no suele ocurrir en un país que hasta la fecha, el poder es la caja mágica a la que casi todos se agarran con escasez de ética y principios. Y es que Pi y Margall no fue un político al uso hispano, ni aún hoy en día. Así por ejemplo hizo una autocritica de la efímera I República y de su propia presidencia de gobierno en su escrito, “La República de 1873”. Como se suele decir fue un hombre adelantado a su época e incomprendido sobre todo para el ejercicio gubernamental. Lo paradójico es que hoy, tal como están las cosas, seguiría siendo un adelantado para la época y un incomprendido.

Pero la presidencia republicana sólo fue una parte en la vida de un hombre curtido tanto en la acción como en el pensamiento, en especial sobre la cuestión nacional. En “Las nacionalidades”, su gran obra, desarrolla un federalismo de base, quizás algo idealista, pero que mostraba la comprensión  de que la cuestión territorial no podía abordarse desde un gran estado, posiciones unitaristas, que una y otra vez han fracasado.  Cómo él mismo escribió a modo de declaración: “Confieso que no estoy mucho por las grandes naciones y menos por las unitarias.” También frente a la cuestión del poder fue inconformista, pues estaba a favor de reducirlo a su “mínima expresión posible”, dividiéndolo y subdividiéndolo hasta hacerle perder su carácter de instrumento de dominación política. Incluso en muchos aspectos sociales y económicos, existe en la praxis intelectual de Pi ingredientes que pondrían en cuestión el actual posmodernismo neoliberal. Y es que conoció unos momentos cruciales, los años entre 1812 y 1876 que las burguesías ilustradas (débiles e inseguras frente a los viejos poderes) trataron de desarrollar proyectos regeneracionistas que se terminaron estrellando contra la restauración borbónica y la constitución canovista. Al frente de un pequeño grupo, el Partido Republicano Federal, siguió manteniendo sus propuestas y siendo elegido diputado en varias ocasiones. Cuando sobrevino el desastre de 1898 con las perdidas coloniales, en medio de un patrioterismo desaforado (cómo se repiten cíclicamente algunas cosas), la voz de Pi y Margall resonó clara: libre autodeterminación de los pueblos, no a las aventuras coloniales.

Francisco Pi y Margall fue, como se diría en versos de Machado, un hombre de torpe aliño indumentario, lo cual le valió criticas y burlas de una élite rancia y clasista. Sin embargo, son sus planteamientos los que más vigencia tienen. Fue, con Azaña, los dos escritores que han habitado los palacios gubernamentales, en los que no les fue demasiado bien; cultura y poder no suelen congeniar. Para Pi y Margall la cultura extendida a toda la sociedad, era una de las bases del progreso. En su obra “Las luchas de nuestros días”, unos largos diálogos filosóficos y políticos donde se muestra el combate dialéctico entre progreso y reacción, el personaje que representa lo primero, dice: “Cuando un pueblo ama todo sus derechos y se habitúa a buscar en ellos, al paso que su propia seguridad, la vida de sus propias ideas, no necesita la coacción para que marche ordenadamente al cumplimiento de sus destinos.”


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