Laury Leite* •  Opinión •  12/10/2017

Con piedras de las ruinas

Con piedras de las ruinas ¿vamos a hacer
otra ciudad, otro país, otra vida?
De otra manera seguirá el derrumbe.

José Emilio Pacheco

2014

Hace unos años visité a mi mamá en la Ciudad de México. Una tarde lluviosa de primavera, después de comer en la casa de mi tía en la Colonia del Valle, surgió en la conversación el tema del terremoto del 19 de septiembre de 1985. Recurriendo a fotos, documentos y videos, mi tía nos contó a mi sobrina de ocho años y a mí la historia de una ciudad que se había desmoronado y había vuelto a emerger desde los escombros. Aquel día comprendí, recuerdo, que lo que mi tía hacía con su relato era darle forma al caos. Y el caos cabía dentro de unas fotos y unas cuantas palabras: corrupción, colapso, escombros, cascajo, ruinas. Después de mostrarnos algunas fotos por internet, mi tía subió a su cuarto y bajó con un largo rollo de papel mecanografiado. En el 85, mis papás y yo vivíamos en La Habana, Cuba, y desde la oficina de mi papá, logramos estar en contacto con nuestros familiares en México a través de la máquina Télex que mi tío tenía en su oficina de la Ciudad de México. En ese rollo de papel amarillo y avejentado que mi tía sujetaba entre las manos, había quedado fijo en el tiempo el horror que siguió a las horas y días siguientes al terremoto. Había algo familiar y ajeno en el relato de mi tía. Eran historias de destrucción y construcción, de solidaridad y corrupción, que había escuchado varias veces, pero que cada vez que volvían a ser narradas renacían en mi memoria con una fuerza renovada y me arrastraban a un vacío sofocante. Por un lado, estaba la cantidad descomunal de gente que había perdido la vida atrapada entre las piedras, los edificios derrumbados que dejaban en evidencia la corrupción, así como nuestra fragilidad ante las catástrofes naturales; y, por otro lado, empezaba a crecer en mí el miedo a que un terremoto sacudiera la tierra en cualquier momento y acabara otra vez con la ciudad. Mi sobrina nos miraba desde la distancia. Tenía una expresión que parecía pedir que le diéramos un vuelco a la historia y le dijéramos que todo era mentira, o que nunca iba a volver a pasar. Pero nadie dijo nada. Mi sobrina salió de la sala, mi tía fue detrás de ella con una expresión afectuosa y al poco tiempo volvieron las dos, tomadas de la mano. Cuando las vi acercarse a la sala, lo que me sorprendió fue el modo en que la historia colectiva se transmite de generación en generación. Se transmite a través del lenguaje, de las imágenes, pero también a través de los gestos, de los silencios. Tal vez esa tarde mi sobrina aprendiera una de las enseñanzas más duras que la vida le puede deparar a un niño, la dura lección de que hay fenómenos frente a los que nadie nos puede proteger. Y quizá también aprendiera lo que significa la solidaridad, la unión, la comunidad. Cuando todo se destruye, lo único que nos queda es estar juntos, pese a todo, pese a las ruinas. No he hablado con mi sobrina desde que ocurrió el último terremoto en la Ciudad de México, pero ahora me pregunto si a ella, como a mí, cuando surgieron ante sus ojos las imágenes de edificios desmoronándose, el paisaje cubierto de escombros y la ciudad destruida otra vez, se le cruzó por la mente el viejo rollo de papel mecanografiado y la conversación con mi tía sobre el terremoto del 85. El 19 de septiembre de 2017, la cruel simetría de la historia, en un reflejo siniestro del tiempo, una especie de duplicidad macabra del calendario, nos empujaba a pronunciar 32 años después del terremoto del 85, las mismas palabras con que mi tía había articulado su relato unos años atrás: corrupción, colapso, escombros, cascajo, ruinas.

2017

Cuando vi en la pantalla de mi celular las imágenes de mi ciudad en ruinas, con una mezcla de incredulidad y aturdimiento, no pude dejar de pensar que habíamos retrocedido en el tiempo. En una especie de aparición del pasado en el presente, de movimiento repetido de la historia, hubo un momento en que me dije que el terremoto del 2017 tenía que ser un simulacro del terremoto del 85. En el 85 mi mamá tenía 29 años y yo tenía un año. Ahora yo tengo 33 y experimento lo mismo que mi madre en el 85, el terremoto desde la distancia. Siempre tuve la impresión de que si hablábamos del terremoto del 85 a mi madre la atacaba un sentimiento de culpa por haber estado lejos de su ciudad en el momento en que había sobrevenido el desastre. Ahora me tocaba a mí pasar por una experiencia similar a la que vivió mi mamá desde Cuba. De golpe comprendí todo lo que había sentido: la impotencia que produce la distancia, la horrible sensación de ver por una pantalla cómo tu ciudad se está desmoronando y tú no puedes hacer nada. Y comprendí también la enorme gratitud que emerge al ver a la sociedad civil organizada, la solidaridad, la gente ayudándose entre sí, guardando silencio para escuchar si hay personas vivas debajo de los escombros, levantando piedras para rescatar a desconocidos. Todavía se me eriza la piel al recordar a tanta gente agrupada bajo el bien común. Salí a la calle, recuerdo, guiado por una necesidad de estar cerca de la gente, y me sorprendió advertir que en Toronto, la ciudad en la que vivo, la gente seguía su rutina como si no hubiera pasado nada. Por primera vez en mi vida sentí que la vida estaba pasando en otro lugar. Al seguir las noticias por internet, pensé en la eclosión de todo lo humano que se produce en una catástrofe de esa magnitud. Todo lo bueno y lo malo que albergamos queda concentrado en una imagen devastadora: la unión, la generosidad, el amor y también la rapiña, la corrupción, el dolor al que siempre estamos expuestos. Ese día mantuve un intercambio continuo de mensajes con mi familia y mis amigos por WhatsApp, y por primera vez en mi vida, también, sentí que la utopía tecnológica que se ha ido consumando a lo largo de estos años era un fenómeno inobjetablemente positivo. Recordé la lentitud del Télex, la incertidumbre de las personas que no podían recibir noticias de sus familiares y amigos durante días en el 85, y me alegré de vivir en una fase de la historia en que la mensajería instantánea está tan presente. Pese a Donald Trump, durante dos días volví a creer en un movimiento lineal del progreso. Mi convicción sin reparos en la utopía tecnológica se fue disminuyendo con el paso del tiempo, dado que, al cabo de los días, saltaron a la vista los problemas que también acarrea la mensajería instantánea: parte de la información que se multiplicaba en los teléfonos celulares y se propagaba a ritmo febril por el globo era falsa. Una prueba extrema de la irrealidad que se propagó en los días siguientes al terremoto fue el falso rescate de Frida Sofía, la niña del colegio Enrique Rebsámen, si bien es cierto que en otro gesto simétrico de la historia, lleno de ironía esta vez, se repetía el caso de Monchito, el niño que nunca existió, en el terremoto del 85. Más allá de la esfera irreal que dominó el paisaje virtual después del terremoto, la estela traumática que esta experiencia ha ido dejando tras su paso es real y va a ser muy difícil de revertir. Ahora empiezan a salir las historias de destrucción, de muerte, de corrupción, de gente que lo perdió todo menos la vida. Hay mucho por reconstruir. El camino es largo y apenas empieza. No nos queda más que esperar que la unión y la solidaridad que reunió a tanta gente los días después del terremoto continúe en los próximos años. No nos queda más que persistir, pese a las ruinas. Y quizá aceptar la evidencia de que solidaridad y la cooperación son necesarias para el bien común. Con piedras de las ruinas entre todos hicimos otra ciudad, otro país, otra vida. Esa sería una bonita historia para transmitirle a las generaciones siguientes.

*Laury Leite, escritor mexicano radicado en Canadá.


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