Luis Toledo Sande •  Opinión •  20/03/2018

Venezuela y Cuba en la espiral histórica

Sin injusto olvido de otros acontecimientos y protagonistas en la historia de nuestra América, y sin sublimaciones innecesarias, se ha reconocido la continuidad entre dos proyectos básicos para la región: el fraguado desde Venezuela por Simón Bolívar para independizar el área continental dominada por la Corona española, y el que fundó José Martí, en gran parte desde el destierro, para liberar a Cuba del mismo poder colonial.

La continuidad rebasó el espacio y el tiempo en que pudieran situarse sus propósitos si se valorasen estrechamente. Ni Bolívar se limitó a pensaren los pueblos por cuya independencia luchaba, ni Martí se ciñó a Cuba. Y si Bolívar intuyó el peligro que venía de los Estados Unidos —parecían “destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad”, escribió en carta del 5 de agosto de 1829—, Martí vivió años decisivos en lo que el día antes de morir llamó “entrañas del monstruo”, y la necesidad de enfrentar aquel peligro devino guía para sus ideas y su acción.

A la línea—ascendente en sentido histórico— que unió a Bolívar y a Martí, se añadiría, con sus particularidades, el abrazo de la herencia martiana por Fidel Castro. Este halló en el Martí de inspiración bolivariana al autor intelectual de los hechos que el 26 de julio de 1953 desataron una nueva etapa revolucionaria, que abrió para Cuba el camino de la brega emprendida desde el triunfo de la lucha armada en enero de 1959.

Además de lo que representan en sí mismos, los procesos históricos rozados en los anteriores párrafos aportan luz sobre una de las motivaciones de los presentes apuntes: el afán del pueblo cubano por vislumbrar quién sería el continuador de Fidel Castro. En el modo de hacerlo influyeron circunstancias varias, como la inmediatez, capaz de dificultar el logro de una visión de conjunto y largo alcance, lo que no ocurre al valorar a Bolívar y a Martí desde hoy. En lo referente a Fidel vivo pudiera influir además la propensión a confundir su significación plena con responsabilidades concretas que desempeñaba. Así, al hablar de su continuidad cabía pensar en quién ocuparía los cargos que él, con su irrepetible peso histórico, ocupaba.

Los años en que la enfermedad lo alejó de esos cargos no alcanzaron a borrar tal impresión. Costaba pensar una Cuba sin él. No obstante, la continuidad más profunda esperable para una figura de su relieve podía no darse al ocurrir su tránsito o cesar sus funciones establecidas, sino en el futuro —algo difícil de asumir para un pueblo urgido de reajustes y soluciones a corto plazo—, y hasta en otras latitudes. Pero aceptar esas eventualidades podía remitir a deseos diametralmente opuestos: de un lado, mantener en pie una Revolución consustanciada con su líder; del otro, verla desaparecer con él.

Resignados o rabiosos, procurando revertir la realidad contra la cual se han estrellado uno a uno sus planes, los portadores del segundo deseo han seguido cargando con la frustración. Por su parte, la Revolución sigue en pie, defendida por el pueblo que, en su fidelidad histórica, en el afán de mantener viva la obra que su guía iluminó, acaso más que pensar en la necesidad de una dirección colectiva —fortalecida a nivel institucional y en la que cada quien cumpla su deber cabalmente, con eficiencia y solidez ética—, tenía en mente, sobre todo, al leal Comandante con quien se había acostumbrado a vivir.

Mientras tanto, en su carácter de líder que desbordaba a Cubano hizo falta un lapso como el que medió entre Bolívar y Martí, o entre Martí y Fidel, para que este, aún en plena actividad, viera aparecer su continuador a nivel continental: surgió Hugo Chávez en la patria chica de Bolívar. Ocurría en progresión histórica, lo que suele tener más peso que las características individuales, aunque estas sean relevantes, y hasta decisivas.

La continuidad se expresó no solo ni básicamente en que el propio Chávez proclamase que su padre ideológico y político era Fidel, y declarase su deseo de que este lo viera como a un hijo, lo que también fue ostensible. La relación se cimentó sobre el ejemplo que la Revolución Cubana ha sido para nuestra América, en grados que explican profundos cambios de signo en la región de 1959 para acá.

Los Estados Unidos no tardaron en imponer que Cuba fuera condenada por la OEA —contra lo cual se irguió el canciller de Perú, Raúl Porras Barrenechea, al desacatar con su voto personal las instrucciones explícitas de su gobierno, que lo desautorizó y forzó su renuncia, tras lo cual sobrevino la muerte del digno diplomático—, y finalmente expulsada de esa organización continental. En eso tuvo el imperio la complicidad de los gobiernos del área, salvo el del México heredero de Lázaro Cárdenas.

El aislamiento de Cuba por la OEA no caló en los pueblos, que no le dieron la espalda al país hermano; pero lo reforzó el gobierno estadounidense, que económicamente la bloquea desde entonces y ha orquestado y financiado contra ella otras agresiones. Tal fue el entorno de la invasión por playa Girón, el fomento de bandas armadas en distintas zonas del país, diversos actos terroristas y una guerra mediática y cultural que no cesa.

A la insurgencia revolucionaria en el continente —nacida de la realidad de este, no exportada por Cuba— el imperio opuso una falaz Alianza para el Progreso y un Plan Cóndor que dio pábulo a dictaduras militares. Pero hacia finales del siglo XX se dieron apreciables indicios de cambio en el área, frente a los cuales los Estados Unidos acudirían a “golpes blandos” y a la “guerra de baja intensidad”. Pese a todo, varios gobiernos se unieron para enfrentar las maniobras del ALCA y generar entre ellos verdaderas alianzas: el ALBA y el Mercosur, y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe, sin presencia estadounidense.

El ejemplo de la Revolución Cubana, heredera de Martí, es inseparable de esas ansias de emancipación. Él testimonió e impugnó tempranamente la emergencia del imperialismo en los Estados Unidos. Al mismo tiempo, mientras daba pasos en la organización de la guerra para liberar a Cuba, llamó a toda nuestra América a marchar “en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes”, para que pudiera salvarse de las maniobras económicas y políticas del país que intentaba dominarla y aplicar en ella un nuevo “sistema de colonización”.

También al servicio de nuestra América vio Martí la guerra dirigida a liberar a Cuba del yugo español: la asumía como un paso para impedir que los Estados Unidos se apoderasen de las Antillas y cayeran, “con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”, lo que les abriría el camino hacia el predominio mundial. Así lo expresó, o ratificó, en la carta que el 18 de mayo de 1895, víspera de su muerte en combate, escribió al amigo mexicano Manuel Mercado. De distintos modos lo había dicho en otros textos, como la carta al amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal, en la que sostuvo que, contra los planes estadounidenses, era necesario acelerar y fijar “el equilibrio del mundo”, y salvar “el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa”.

Sus ideas —fundamento de la Revolución Cubana— y la herencia bolivariana que las nutrió dieron especiales pruebas de estar vivas cuando las tomaron como programa de acción los gobiernos de nuestra América que, afincados en la historia de sus pueblos, y leales a estos, desafiaron los designios de los Estados Unidos y, fundando alianzas propias al margen de ese país, buscaron revertir el aislamiento de Cuba. Ese es el camino en que cínica y oportunistamente intentó montarse un astuto césar afanado en edulcorar la imagen del imperio representado por él, neutralizar la influencia de Cuba con el anuncio de una nueva táctica hacia ella, y ganar terreno en la región, donde la potencia norteña llegó a tener un aislamiento impensable años antes.

Sin olvidar lo hecho por distintas islas del Caribe, es justo reconocer que, como países continentales protagonistas en el cambio político de la región —enumerados en orden alfabético—, sobresalieron Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, Uruguay y Venezuela. El ostensible papel aglutinador de este último se ha reconocido, y le ha costado la rabiosa ojeriza de su oligarquía intestina y, sobre todo, del imperio que la mangonea. Ser objeto de esa rabia es un hecho que honra a la Venezuela de Bolívar y a la Cuba de Martí, y refuerza la hermandad entre ellas.

Si en Venezuela,y con larga perspectiva latinoamericanista y antimperialista, Chávez se proclamó hijo histórico de Fidel, este disfrutó ver que, como nunca antes, se daba la continuidad necesaria para que nuestra América se librase de la coyunda imperial. La cordialidad entre ambos dirigentes se apreció en reuniones políticas, en su trato personal, visible hasta en un jocoso partido de pelota, y movía a recordar versos de “Musa traviesa”, poema del Ismaelillo martiano: “¡Hijo soy de mi hijo,/ Él me rehace”.

Esa relación estuvo, está y estará en el centro de los replanteamientos políticos de la región, a despecho de la saña y los rejuegos del imperio, y del servicio que le brindan quienes se someten a su yugo. Entre los plegados a la hoy reforzada ofensiva neoliberal, y a devaneos afines, se hallarán gobiernos que prolongarán regímenes de derecha, y también otros que se presten para descarrilar la digna marcha revolucionaria encabezada por los políticos antimperialistas que los precedieron en sus respectivos países.

En cuanto a Cuba—que mantiene su empeño socialista—, se reclamó y se logró su presencia en las Cumbres de las Américas, y hasta se abogó por su regreso a la OEA. Frente a esto último, sin dejar de agradecer los buenos gestos, la patria de Martí ha decidido dar sus batallas también en las nuevas formas de organización continental, y mantenerse fuera de la que en 1923 el político y diplomático argentino Manuel Ugarte, intelectual de fuste, llamó Ministerio de Colonias.

Cuba dejó de estar tan aislada como antes en la política regional: tuvo la creciente compañía de gobiernos que asumieron la defensa de sus pueblos y la fe de la unidad latinoamericana. Uno de los ejemplos rotundos y aleccionadores del apoyo brindado a Cuba, y del respeto que ella se ha ganado con su firmeza frente al imperio y en la defensa de su soberanía y su autodeterminación, y con su internacionalismo, lo dio Rafael Correa, el presidente que encarnó el afán de poner a Ecuador a la altura de los tiempos y fomentar allí la equidad social. En un momento dado, Correa reforzó con su voz la de Cuba, y contra maniobras cesáreas enfatizó que la patria de Martí y de Fidel no tenía por qué pedirle perdón a nadie, y aún menos al imperio criminal —sería poco decirle deshonesto— que tanto ha dañado a Cuba, y a la humanidad toda.

Calzadas por la descomunal falta de escrúpulos de la CIA, y por otros indicios, existen sospechas de que ella, tan embarcada en fallidos intentos de asesinar a Fidel, propició o agravó el cáncer que mató a Hugo Chávez. Los gobiernos leales a sus pueblos —y estos, luchando por ese propósito con todas las fuerzas que estén a su alcance o ellos sean capaces de crear—tienen el deber de impedir que la consumación del legado de ambos revolucionarios se vea entorpecido o pospuesto por una frustración aparente o temporal, pero larga, como la que sufrieron las contribuciones de Bolívar y de Martí.

La posición de Cuba la ha ratificado, en vísperas de elecciones generales en el país, el jefe de sus Consejos de Estado y de Ministros, Raúl Castro, al hablar en un reciente foro del ALBA que, celebrado en Caracas, fortaleció el apoyo a Venezuela contra las amenazas y los actos injerencistas del imperio y sus cómplices. La nación antillana —lo enfatizó su máximo representante—, quienquiera que sea su vocero en futuras reuniones similares, o en otras, mantendrá la posición que le ha ganado el respeto de los pueblos de nuestra América y del mundo, y sabe que solo cumpliendo y perfeccionando su realidad interior puede seguir haciendo fuera lo que se espera que haga, y ha hecho.

La sabia tenacidad con que el gobierno constitucional de Venezuela ha enfrentado desafíos promovidos y auspiciados por el imperio, muestra que también ese país está dispuesto a seguir luchando para mantener vivos—en él y en toda nuestra América— los logros alcanzados en la estela bolivariana y martiana, la que Fidel y Chávez abrazaron con una voluntad igual a la expresada por Martí en su carta póstuma: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento”. Colectivamente asumido, y bien defendido, el legado de esos líderes perdurará, como perduran los de Bolívar y Martí.
 

Fuente: Cubarte


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