José María Agüera Lorente •  Opinión •  22/03/2018

Explorando con Stephen Hawking los confines de la ciencia

«El espacio, la última frontera. Estos son los viajes de la nave espacial Enterprise (…) dedicada a la exploración de mundos desconocidos (…) hasta alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar…» (De la serie de televisión Star Trek)

Se atribuye al padre de la fisiología moderna, Claude Bernard, la frase «l’art c’est moi, la science c’est nous». En ella se recoge mediante elocuente síntesis la que sería la característica definitoria de la ciencia, a saber, la investigación científica es una tarea colectiva que tiene que serlo por exigencias epistémicas, ya que la clave de su éxito reside en ese método que constituye la referencia universal a la que cualquiera con las luces intelectuales suficientes y la pericia apropiada se puede acoger para aportar conocimiento o validar el de otros. No es el caso del arte que, sobre todo desde la revolución romántica, está asociado en sus éxitos a nombres propios. Dicho de otra manera: nadie más que René Magritte podría haber creado las imágenes surrealistas que él concibió; sin embargo, las verdades científicas, que es la obra que nos legan los investigadores, tarde o temprano se acabarán descubriendo. Incluso ocurre que hay verdades que han sido establecidas casi simultáneamente por distintas personas, como es el caso de la evolución y Charles Darwin y Alfred Russell Wallace. Y tiene sentido, pues la obra de arte –en principio– es expresión de un universo personal que no tiene por qué respetar las normas establecidas y puede hasta pretender subvertir la esencia del propio arte (piénsese en Marcel Duchamp). No es  el caso de la ciencia, en la que diríase que hay que seguir un protocolo, que es lo que acaba asegurando llegar a buen puerto en nuestra empresa de avance en el conocimiento. Los nombres propios poco o nada importan en esta tarea colectiva. El método importa, y sus logros.

No obstante, como en el arte es reconocido el genio de un Da Vinci o de un Picasso, en la ciencia son reconocidos como genios Isaac Newton y Albert Einstein. Lo que motiva que en este momento esté escribiendo estas líneas es precisamente la muerte de otro, Stephen Hawking, que falleció el pasado 14 de marzo. El caso es que otros científicos mueren todos los días, investigadores esforzados y disciplinados que trabajan igualmente para el progreso de la ciencia, pero cuyos trabajos no obtienen el reconocimiento de las obras de los nombres antes mencionados.

Creo que, al margen de rasgos más o menos mediáticos por resultar conmovedores para el común de la gente (el caso de Hawking) o ser poseedores de un cierto carisma (el caso de Einstein), hay un elemento que otorga a sus aportaciones un impacto de un considerable efecto para todos aquellos que tenemos una cierta querencia por el saber y, más en general, para todos los humanos en los que chisporrotea la curiosidad innata de nuestra especie. Me refiero a sus ideas.

Una idea lo puede cambiar todo. No sólo nuestra cosmovisión, sino también nuestra percepción de nosotros mismos. Hay científicos que nos regalan preciosas joyas de estas, que tienen que ver con ese fondo de cuestiones que tienen un interés más profundo para lo que Bertrand Russell llamaba «nuestra vida espiritual» en su ensayo Los problemas de la filosofía, y entre las cuales apuntaba estas pocas: «¿Tiene el Universo una unidad de plan o designio, o es una fortuita conjunción de átomos? ¿Es la conciencia una parte del Universo que da la esperanza de un crecimiento indefinido de la sabiduría, o es un accidente transitorio en un pequeño planeta en el cual la vida acabará por hacerse imposible? ¿El bien y el mal son de alguna importancia para el Universo, o solamente para el hombre?». En el mismo texto reconocía el filósofo que tales interrogantes «permanecerán insolubles para el entendimiento humano», pero continuaba: «salvo si su poder llega a ser de un orden totalmente diferente de lo que es hoy». 

Seguramente aquí reside la clave a la hora de establecer hasta dónde llegan los límites del conocimiento, en el poder del entendimiento humano. Frente al estéril escepticismo radical, en el otro extremo se encuentra el más entusiasta optimismo que de manera paradigmática representa el filósofo (científico) René Descartes, absolutamente embargado en su pensamiento por el poderosísimo encanto de las matemáticas. Evoquemos sus palabras  de la segunda parte del Discurso del método: «Las largas cadenas simples y fáciles, por medio de las cuales generalmente los geómetras llegan a alcanzar las demostraciones más difíciles, me habían proporcionado la ocasión de imaginar que todas las cosas que pueden ser objeto del conocimiento de los hombres se entrelazan de igual forma y que, absteniéndose de admitir como verdadera alguna que no lo sea y guardando siempre el orden necesario para deducir unas de otras, no puede haber algunas tan alejadas de nuestro conocimiento que no podamos, finalmente, conocer ni tan ocultas que no podamos llegar a descubrir». Creo que estas palabras, escritas ya hace casi cuatro siglos, siguen siendo la más rotunda declaración de un postulado que contiene un doble supuesto al que no se puede renunciar si se quiere hacer ciencia; y es que existe una realidad y se la puede conocer.

¿Podía Descartes atisbar en su época el punto que actualmente ha alcanzado nuestra ciencia? El difunto Stephen Hawking es la prueba de ese poder del entendimiento que, mediante la alquimia de sus ideas, es capaz de romper la jaula existencial del espacio y el tiempo en la que, en principio, está confinada la especie humana, pero de la que escapan aquellos que –como el físico británico– han convertido sus mentes en prodigiosas naves capaces de superar las fronteras de dimensiones ignotas. Su deducción a partir de la teoría general de la relatividad de Einstein de la existencia de agujeros negros supone todo un prodigioso viaje cósmico como a Carl Sagan le gustaba decir. En un reciente libro titulado Einstein para perplejos los físicos teóricos José Edelstein y Andrés Gomberoff subrayan ese poder del entendimiento. Reconocen que el paisaje cósmico, conforme hemos expandido sus contornos, se ha venido configurando a partir de observaciones crecientemente indirectas y con un peso significativamente mayor del pensamiento abstracto. Señalan el siglo XIX como el punto de inflexión a partir del cual se esbozan los primeros modelos en los que el entendimiento ha de aventurarse  más allá de lo directamente observable, como los de la realidad atómica y la del campo electromagnético. El pasado siglo supone el ingreso de forma irreversible en la exploración de la dimensión de la naturaleza que nos devuelve al replanteamiento de cuestiones de las del repertorio clásico de la metafísica. Reproduzco las palabras de la pareja de físicos americanos: «El siglo XX trajo consigo abundantes casos de realidades cada vez más lejanas a nuestra intuición y a nuestros sentidos. Einstein mismo sumó a este imaginario, entre otras cosas, la deducción teórica de la partícula de luz, a la que luego seguirían un sinnúmero de exóticas partículas subatómicas. También surgió el relato de la cosmología, contándonos la historia de un universo que nació hace casi trece mil ochocientos millones de años. La única forma de hacernos una imagen fidedigna de aquello que ocurrió y, presumiblemente, no volverá a repetirse es a través del ejercicio riguroso de la deducción y el razonamiento». Ya hace veinte años el también difunto Jesús Mosterín hacía las veces de notario de esta evidencia  en un artículo muy atinadamente titulado Física y metafísica, donde decía: «mientras los filósofos han arriado sus velas especulativas, los físicos teóricos y cosmólogos han tomado el relevo de la especulación con renovado entusiasmo y notable sofisticación matemática. La frontera entre física y metafísica ya no marca los confines de la ciencia, sino que discurre por medio del territorio científico mismo. Sólo en el mundo ficticio de la matemática pura florecen las verdades seguras y eternas. En el mundo real de la ciencia empírica, todo es inseguro, provisional y revisable. Como decía Einstein, los teoremas matemáticos sólo son seguros en la medida en que no se refieren a la realidad». Fascinante paradoja.

Qué satisfacción para el bueno de Descartes –un verdadero sabio tres en uno: matemático, físico y metafísico (o simplemente filósofo)–, que tuvo bien claro que a donde no llegaba la experiencia –siempre limitada en su capacidad de comprensión– podían llegar las ideas, las abstracciones de nuestra mente, que para ser de aplicación científica tenían que ser convenientemente matematizadas; dicho por él en la cuarta parte de su Discurso del método: «ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos podrían asegurarnos cosa alguna si nuestro entendimiento no interviniese».

Maravilla que el universo sea inteligible para nuestra mente, algo producto de la actividad de un órgano –el encéfalo– surgido de la evolución, un proceso sometido a la ley de la selección natural carente de propósito consciente; un órgano cuya función principal es contribuir a la supervivencia del organismo del que forma parte, algo tan práctico –y hay quien diría tan prosaico– y apegado al mundo de las cosas tangibles. Este prodigio es el que el premio Nobel Eugene Paul Wigner reconocía  precisamente en «la irracional efectividad de las matemáticas» cuando acontece que –como fue el caso de los trabajos de Stephen Hawking– las conclusiones a las que llegan la más geniales mentes aplicando reglas sencillas a un conjunto de abstracciones resultan ser válidas cuando se aplican a los objetos originales del mundo real. Y si –como pensaba Jesús Mosterín–  cuando con nuestro cerebro pensamos en el universo éste se piensa a sí mismo, entonces qué alto nivel de autoconciencia alcanzó en la mente del genial físico británico.

Ahora bien, la cuestión es si creando teorías físicas cada vez más refinadas (más sofisticadas en términos matemáticos) no llegará un día en que tropecemos necesariamente con los límites absolutos del tipo de conocimiento que representan. Un científico como Stephen Hawking es en lo intelectual como un atleta de la talla de Usain Bolt en lo físico. Lo que representan ambas figuras comparten una raíz común en lo esencial, a saber, el ansia humana por escapar a las limitaciones del espacio y el tiempo; ya sea con el cuerpo o con la mente se trata en puridad de eso. Y por eso justamente son figuras heroicas, cada una a su manera. Ahora bien, la cuestión es si creando teorías físicas cada vez más refinadas (más sofisticadas en términos matemáticos) no llegará un día en que tropecemos necesariamente con los límites absolutos del tipo de conocimiento que representan. A fin de cuentas, es imposible correr los cien metros lisos en menos de 0 segundos. Entonces, ¿cuáles pueden ser los límites absolutos de las teorías científicas? He aquí otra de esas preguntas de las que conforman el repertorio de las cuestiones filosóficas trascendentales a las que Russell se refería en su ensayo citado. Desde luego, ninguna teoría es la realidad, al igual que la pipa que pintó Magritte no es ninguna pipa de verdad; ignorarlo es un craso error, y supondría la reducción de la ciencia a un ejercicio retórico y autocomplaciente.

Condenado irremisiblemente durante décadas a estar sujeto a una robótica silla de ruedas que lo convirtió en una suerte de cíborg nuestro insigne científico no dejó de explorar los confines del cosmos en todas las dimensiones imaginables e inimaginables (sólo matematizables) del espacio y el tiempo, enfrentándose al que quizá sea el gran desafío de la actual física, la unificación de la teoría de la relatividad general, que rige epistémicamente para el megacosmos, y la teoría cuántica, desconcertante constructo endiabladamente abstracto mediante el que se atisban las complejas entrañas de la materia. Pero al tiempo que con su pensamiento rompía con la jaula espaciotemporal de la humana existencia también exploraba los confines de su mente; igual que esos antiguos alquimistas que, entre alambiques trataban de dar con los arcanos de la naturaleza logrando también la transmutación de su propio ser. «Mi objetivo es simple –declaró en cierta ocasión–. Es un completo conocimiento del universo, por qué es como es y por qué existe». Seguramente porque no se planteó que pudiera haber límites absolutos para las teorías científicas Stephen Hawking alcanzó a vivir tantos años, a pesar de su ineluctable enfermedad y, paradójicamente, contra todo científico pronóstico.

catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual


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