Francisco Tomás González Cabañas •  Opinión •  23/03/2018

El pago a Caronte o la prueba, atávica, de la corruptibilidad democrática

El barquero, al que había que pagar (con un óbolo materializado en moneda) para ser conducido, una vez muerto, al Hades, cobra una repercusión tardía, merced a que es producto del fenómeno democrático griego. La aristocracia, tenía a Hypnos o a Thanatos, no necesitaban demostrar, mediante una moneda en el rostro, que algo más tenían que comprar, una vez terminado sus días en la tierra. Dante populariza a Caronte, que, resultante mitológico de lo democrático, hubo de instalar que más allá de la vida, se necesitaba, al menos un bien (la moneda) para llegar al responso final. Producto de la cultura medieval, el autor de la divina comedia, en pleno contexto de lo que se conocería como ventas de indulgencias o “simonía”, hace gala de su genialidad al dar visibilidad a Caronte, quién bien podría ser el representante fidedigno, de nuestra democracia occidental actual, del empresario de turno, corruptor como corruptible, el Odebrecht en América, el Scarano del Vaticano o cualquier apellido en las diversas aldeas de occidente que quedaron y quedan como emblemas de la relación, tanto irresoluta como inabordable entre política, poder, corrupción y democracia.

Caronte, poseía conceptualmente la misión de guía. Se trataba de un “Psicopompo”, término que proviene del griego psychopompós, que se compone de psyche “alma”, y pompós “el que conduce o guía”. Un ser que custodia el viaje de las almas que abandonan el mundo de los vivos.

En la mayoría de las culturas estudiadas, este rol siempre tuvo una significación como una significancia, rutilante.

Desde los chamanes o conocedores de los secretos del más allá, hasta los actuales analistas que ordenan nuestro inconsciente, o nos sugieren como ordenarlo, siempre esta relación, como todas en donde se entrecruzan posiciones desemejantes, se definen por la propia tensión de poder en la que se desenvuelven.

Para que estas no finalizaran violentamente (la raíz de la violencia es que tiene escasa posibilidad de intercambio o de traducción,  termina más pronto o más rápido), surge el dominio de lo político, en cuanto a una temporalidad, nueva, diferente, como armónica y apacible.

Tras diversas formas o manifestaciones a los que se abocó en su transitar público, el humano, la democracia se constituyó como la representante de lo más justo y ecuánime de la política, que a su vez, era la forma más elegante  de resolver las tensiones de poder.

El precio a cobrarse debía ser tanto alto, como a su vez, oculto o solapado. La democracia debía ser, o parecer, para la gran mayoría, en la medida exacta que sólo prometiera esto, como para no cumplirlo, generando un nuevo circuito de tensión, en esta instancia de lo “democrático”.

Repasemos. Así como la democracia, surgió como resultante de lo político, que a su vez, era un subproducto del poder (del chamán que decía tener relación con el más allá, con la divinidad, del gobernante que decía que debía estar en tal sitial, por la razón que fuere, que en última como primera instancia, siempre la sostenía mediante el dominio o predominio de la fuerza) para que las tensiones, lógicas y naturales, no terminaran tan rápido (es decir tan violentamente), el antídoto o la institucionalidad de la era democrática en la que estamos suscriptos, padece de un juego de tensiones, con sus propios categoriales.

“De Tocqueville decía que la aristocracia hacía una cadena de todos los miembros de la comunidad, desde el rey hasta el campesino; la democracia rompe la cadena y separa todos sus eslabones”. (Bell, D. “Las contradicciones culturales del capitalismo”. Alianza Editorial, Madrid, 1996. Pág. 104)

Dado que la democracia propone como telos, como finalidad, un imposible, da rienda suelta a una conceptualización histérica. Todos sabemos que no cumplirá nada de lo que promete, pero en tal pacto tácito, jugamos, tanto víctimas como victimarios, a desentendernos de esta falta de concreción. Haciendo uso de la libertad, sometiéndola al temor, nos conformamos con la esperanza, que alguna vez, será mejor, o que al menos no sea tan desfavorable, finalmente, en tiempos de crisis, nos terminamos de convencer que en algún tiempo, se vivió peor.

Pero la democracia necesita un guía, un barquero, que vincule el mundo de los vivos con el de los muertos, o en la escenografía democrática, a la que refiere, el campo de los representados con el olimpo de los representantes. No es tan lineal sin embargo, algunas posiciones están invertidas o contra-reflejadas, veamos:

El campo de los representados, de los ciudadanos de a pie, es la vida mundanal, el infierno o la muerte misma, el lugar o destino, es sin duda alguna el olimpo, donde los representantes, viven tal como la democracia promete; con la posibilidad de tener, y sin preocupación acerca de cómo, sino de simplemente, tener la libertad de elegir todo lo que se pueda acumular, sin culpa, ni pecado, ni elemento cuestionador. Se debe cruzar la laguna Estigia o el Aqueronte, para ello, necesitamos vérnosla con nuestro Caronte democrático, que es ni más ni menos que la figura del “transa” del “lobysta”, de quién nos exige, que acordemos, que le paguemos, para que no alerte a los demás de que se trata el juego o la tensión a resolver, asimismo, acuerda, sobretodo, con los que habitan el Olimpo, para que tal lugar no se llene.

El Caronte democrático, es el elemento corruptor que ordena que en “topus uranus”, en el mejor lugar posible para vivir, no se democratice la llegada a tal sitio (de lo contrario dejaría de ser cómodo como atractivo y por ende placentero) pero para ello, debe alentar a que esto sea posible, generar esperanza en el mundo de los comunes, y cada tanto consagrar a uno de estos, llevándolo al olimpo. Asimismo, para fortalecer el circuito, el Caronte democrático, trae de tal olimpo, a alguno que otro, a una especie de isla, llamada justicia, en donde supuestamente es condenado, o bajado, para que en ambos mundos se crea que existe una suerte de equilibrio. 

El Caronte democrático, actúa mediante el cobro, solapado, dado que necesita que se concrete, mediante el bien material específico y determinado (por lo general siempre son valijas o bolsos rebosantes de billetes) todo aquello que la democracia (histérica) jamás cumplirá. Algo se tiene que cumplir y es esto mismo, la escasa (y que perversa como funcionalmente, se promete como amplia y múltiple) movilidad entre los mundos separados y distantes.

Los mundos, abismales, agonales, a los que dialéctica como seductoramente, la democracia evita que se distingan y que cada tanto une, vincula, a través de los llamados actos de corrupción, que en el fondo no son más ni menos que las poco frecuentes veces, que se convierte en realidad el intercambio de habitantes entre mundos tan equidistantes, como ferozmente opuestos y controversiales.

La corrupción, no es una deformación o desviación de un sistema político determinado (la democracia), ni tampoco un mal o un síntoma cultural. La corrupción es el reflejo de la laguna Estigia o el río Aqueronte, en donde no podemos ver nuestra propia imagen corrompida, pero sí la del otro, tal como sucede con el deseo de estar en el lugar en el que no estamos y de allí la necesidad de un guía, de un barquero, al que, naturalmente, debemos pagar y del que sólo pretende de nosotros, eso mismo, que le paguemos. La democracia cumple cuando cobra, es decir se traduce como hecho y promete cuando no lo hará, al simbolizarse como expectativa y como posibilidad, siempre como posibilidad, de que las cosas sucedan, por más que solo sucedan, corrupción o Caronte democrático, mediante.

Por Francisco Tomás González Cabañas.-

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