Diego Jiménez •  Opinión •  04/05/2018

Médicos y medicinas de Cuba Vs misiles bonitos

La guerra que devasta Siria, que según la ONU ha destruido el 90% del país y ciudades como Alepo, hoy un montón de escombros, es una consecuencia directa, y a su vez una continuación, de la desmembración de Irak y Libia, hoy Estados fallidos como consecuencia del juego de intereses cruzados de carácter geoestratégico por parte de las grandes potencias, fundamentalmente EE UU y Rusia, que dilucidan en estos escenarios de Oriente Próximo su rivalidad sin llegar al enfrentamiento directo. Estamos, pues, en lo que muchos analistas, a la vista de la multitud de conflictos bélicos que se libran en esa zona del mundo y en el continente africano, consideran una tercera guerra mundial solapada.

Empecemos con la guerra de Siria. La simplificación que de la misma se viene haciendo frecuentemente, achacando la responsabilidad directa a la maldad intrínseca del régimen de Bachar Al Asad, no se sostiene. Aunque bien es cierto que el conflicto tuvo su punto de arranque en la ‘primavera árabe siria’, allá por el 2011, en la guerra que asola este país, otrora estable, próspero y de los más aperturistas del mundo árabe, se dan cita, como en un partido de fútbol, dos equipos: en el de EE UU (con sus aliados europeos de la OTAN) juegan claramente Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Egipto, con Israel cerca, ‘viéndolas venir’, pero para el que su preocupación máxima sigue siendo aplastar a los palestinos.

En el de Rusia, como es sabido, se alinean Al Asad, Irán, Irak y Hezbolá. Otros actores en la zona son los kurdos, que han venido luchando contra el ISIS pero que, a su vez, han sido atacados por Turquía. Este país se mueve entre dos bandos: potencial aliado de Occidente, por su pertenencia a la OTAN y por su carácter de Estado ‘gendarme’ encargado de controlar el flujo de refugiados sirios, ha venido beneficiándose, hasta ahora, del petróleo de contrabando que venía extrayéndose de los campos controlados por el Estado Islámico en Siria y NW de Irak. El cinismo en estado puro.

Hay, además, en este conflicto, actuaciones que rozan la paranoia, como el indisimulado apoyo que ha venido prestando el wahabismo saudí, de raíz suní, a los yihadistas combatientes en territorio sirio, autores, no lo olvidemos, de los salvajes atentados en suelo europeo, y la asistencia sanitaria de hospitales israelíes a combatientes fundamentalistas cercanos a la frontera de Siria con el Líbano.

Por si el avispero sirio no fuera suficiente, otro conflicto de la zona, el del Yemen, la convierten en un polvorín. Y como en el caso sirio, chocan los intereses cruzados de Arabia Saudí e Irán, pues los saudíes y sus aliados consideran vital la victoria en Yemen para contrarrestar la creciente influencia iraní. El frente de guerra apenas se ha movido unos cien kilómetros en estos últimos años, y las tropas gubernamentales yemeníes están expuestas a los ataques de los rebeldes huthíes, que cuentan con el apoyo de las monarquías petroleras del Golfo, mientras la población agoniza entre enfermedades y falta de alimentos.

Las consecuencias de estos conflictos son aterradoras. En Yemen, el número de personas que pasa hambre ha aumentado un 68% y alcanza casi los dieciocho millones, pues los alimentos que llegan son cada vez más caros. En Siria, y según cifras de Telesur, han fallecido ya 400.000 personas, contándose con once millones de desplazadas, seis millones internamente y cinco millones de refugiadas en otros países, siendo las mujeres y niños/as las principales víctimas.

En este contexto bélico, la responsabilidad occidental es evidente. Pero dejemos de lado, por ahora, a Trump, un estadista de cuya capacidad mental hay que dudar cada día. Hablemos de España. La ONG Oxfam nos alerta de que entre 2015 y 2017 nuestro país ha autorizado 202 licencias de exportación de armas a Arabia Saudí, Bahréin, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Jordania, Kuwait, Marruecos y Qatar, miembros de la coalición que bombardea el Yemen. Por otro lado, está la reciente visita a España de Mohammed bin Salman, heredero saudí, que firmó con el Gobierno un total de cinco acuerdos, entre ellos el que da cobertura a la compra de cinco corbetas a fabricar en los astilleros públicos de Navantia de Ferrol y Cádiz por un importe de 2.000 millones de euros. Acuerdo al que acompaña otro por el que la Armada española se encargará de formar e instruir a setecientos marinos saudíes.

Y como reflexión final, el ‘regalo’ con el que Trump, Theresa May y Macron obsequiaron al pueblo sirio: esos ‘misiles bonitos’ e inteligentes que contribuyeron a aumentar la evidente devastación del país. Dejando de lado la autoría del ataque con armas químicas, y si éstas (como ya ocurriera con las armas de destrucción masiva de Sadam Husein) existen o no y están en poder de Al Asad o de los grupos rebeldes, lo cierto es que la perversión y manipulación del lenguaje, y más cuando se está tratando de temas bélicos, hacen que el horror se constituya en un mal menor justificable. Sobre todo, cuando éste parte de Occidente.

Empero, nada se dice de que el denostado, por dictatorial, Gobierno cubano ha establecido relaciones de cooperación con el Gobierno sirio para la provisión de medicinas y ayuda personal. Desde 2016, y sobre todo desde los últimos ataques con misiles, esa ayuda se ha concretado en lo siguiente: 2.000 médicos cubanos, 1.680 enfermeras/os, 35 técnicos de laboratorio, 2.000 toneladas de medicamentos y más de 25.000 dosis de vacunas, pues más de once millones de personas precisan hoy de ayuda humanitaria. Pero, tras la reciente elección de Miguel Díaz-Canel como presidente de Cuba, se seguirá tildando de dictadura el régimen de ese país. Una dictadura que provee ayuda humanitaria. Eso se omite interesadamente. Porque nos quieren convencer de que la democracia se defiende mejor con bombas.


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