José María Agüera Lorente •  Opinión •  25/07/2018

Doscientos años de Frankenstein y cincuenta de 2001

«¿Acaso te requerí yo, Hacedor, para que de mi arcilla moldearas un hombre, te pedí que me sacaras de la oscuridad?» (John Milton, El paraíso perdido)

«La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso.» (F. W. Nietzsche: Así habló Zaratustra)

«El silencio eterno de los espacios infinitos me aterra, ¡cuántos reinos nos ignoran!.» (Blaise Pascal: Pensamientos)

Este año se cumple el doscientos aniversario de la publicación por primera vez de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, y medio siglo del estreno de la película 2001: una odisea del espacio. Estos dos aniversarios redondos y coincidentes de dos obras maestras para muchos, y para casi todos inspiradoras, ofrecen un buen motivo para reflexionar acerca de todo el trascendental significado que ambas dos contienen y que se ramifica en multitud de cuestiones a cada cual más sugerente y profunda. Tanto el texto literario como el filme son el resultado del trabajo de dos genios que brotaron en contextos muy diferentes, dos seres sin duda singulares y de rara sensibilidad, que, a pesar de haber alumbrado sus creaciones en momentos muy distintos de sus respectivas vidas, están unidos a través de ellas; no desde luego de una manera pretendida mas tampoco casual. Porque a la novela de 1818 y a la película de 1968 las inspiraron el mismo aliento filosófico surgido de la inquietud fundamental del ser humano por tratar de atisbar el brumoso horizonte de su destino. 

No hay más que reparar, sin ir más lejos, en sus títulos para que se evidencie el vínculo. En la novela aparece en su poco aireado segundo título («el moderno Prometeo») la referencia al titán de la mitología griega, a la que también nos remite el título del filme a través de la alusión a  la obra eterna de Homero. Que lo esencial no cambia ya fue establecido precisamente por los pensadores de aquel mundo que, aun fenecido en la noche de los tiempos, nos dejó su indeleble impronta. De lo que se trata esencialmente en esas historias es de medir la condición humana con la divina a través de ese rasgo nuestro que es el ingenio; el ingenio de Prometeo (nombre que atendiendo a su etimología significa «el que piensa con anticipación», no se olvide), y el de Ulises (en griego, Odiseo), el artífice del famoso caballo de madera con el que los griegos por fin acabaron victoriosos con la interminable guerra de Troya. Prometeo y Odiseo no son personajes ficticios sin más –como tampoco son meros cuentos fantásticos Frankenstein y 2001–. En ellos hay una vocación consciente y reflexiva de trascender la mera narración hacia un universo simbólico de significado sempiterno por esencial. Por eso se decide la presencia en el título de esos nombres míticos que representan arquetipos al modo en que Carl Gustav Jung los entendió, y que hunden sus raíces en las inquietudes primordiales del ser humano, aunque no tengan siempre y en todas las culturas la sofisticada elaboración que han alcanzado en otras.

En efecto, la autora de la primera de las obras que nos ocupan, Mary Shelley –que empieza a escribir su novela en junio de 1816 ¡a la edad de dieciocho años!– plasma en la figura de Víctor Frankenstein el afán por ir más allá de los límites de la naturaleza humana en una heroica gesta plena de insolencia. Su soberbia, que es otro rasgo del joven personaje, le impide que llegue a ser doctor, lo que es de remarcar dado que en el imaginario colectivo –y por culpa de las mil y una versiones que de este clásico se han fabricado– Frankenstein es el doctor Frankenstein. Así nos enfrentamos a una de las imágenes especulares que la adolescente autora nos ofrece de lo que define al espíritu humano, y que corresponde a una visión evidentemente romántica que tan bien representa el personaje de Fausto o el transhumano (Übermensch) –más conocido en castellano como «Superhombre»– de Nietzsche. Es, en definitiva, la idea del artífice que no se resigna a los límites que le impuso el Deus sive natura y que, desobediente, corre el riesgo que conlleva dejarse embriagar por la atracción del abismo en cuyo borde quizá se encuentre la experiencia de lo sublime. Aquí escojo un fragmento del texto de Mary Shelley que muestra ese ímpetu romántico de su personaje tras escuchar las palabras de un filósofo natural (así se llamaban todavía los científicos de la época): «y pronto mi mente fue ocupada por un único pensamiento, una única idea, un único propósito. Se ha logrado tanto –exclamó el alma de Frankenstein–; más, mucho más lejos llegaré yo; siguiendo las huellas de los pasos ya dados me convertiré en el pionero de una nueva senda, exploraré ignotos poderes, y revelaré para el mundo los más profundos misterios de la creación». Estas palabras muestran al protagonista de la historia como un sujeto que bien podía ser juzgado como irreverente por la Inglaterra culta previctoriana, cuya moral conservadora se hará vehementemente explícita al reaccionar a la publicación de El origen de las especies de Charles Darwin en 1859. Seguramente esto permite entender que Frankenstein se publicase anónimamente por primera vez en 1818, sobre todo teniendo en cuenta que su autora había tenido ocasión de constatar en la figura de su padre, William Godwin –para muchos el precursor del pensamiento anarquista–, hasta qué punto de agresividad podían llegar los ataques de los que querían conservar a toda costa las esencias de la moral religiosa tradicional y del statu quo, amenazado por los aires reformadores, cuando no revolucionarios, de la modernidad. El escritor Thomas de Quincey dio testimonio de ello en 1837: «a la mayoría de la gente el señor Godwin le hacía sentir el mismo rechazo y horror que un demonio, o un vampiro exangüe, o el monstruo creado por Frankenstein». Luego los conservadores apreciarán el libro en lo que tiene de advertencia sobre las peligrosas ínfulas de los que desean innovar a toda costa, émulos modernos de Prometeo que, al igual que el titán, tratan de robar el fuego a los dioses.

El conocimiento nunca es inocente. Ciertamente puede transformar el mundo, pero también puede perturbar el alma humana. En él siempre anida el pecado o la locura como un peligro cierto. Precisamente uno de los clichés que hemos heredado de la historia de Frankenstein y que es parte integrante de nuestro imaginario colectivo es el del científico loco, que de forma hilarante plasmó Mel Brooks en El Jovencito Frankenstein. En El mundo y sus demonios mi muy admirado Carl Sagan reconoce con cierta perplejidad la fascinación que ejerce el estereotipo del mad scientist en la gente a pesar de los indiscutibles beneficios que la ciencia ha proporcionado a la humanidad. Hay una creencia irracional en que lo natural, por sistema, es mejor que lo artificial, lo que indica la desconfianza que genera lo que es producto del artificio científico, y que se traduce en nuestra ambivalente relación con la tecnología. Para el divulgador  y científico norteamericano ya fallecido los peligros tecnológicos que la ciencia trae, su desafío implícito a la sabiduría tradicional, son razones que pueden explicar que haya gente que desconfíe de ella y la rechace; la figura del científico loco, que forma parte ciertamente de la cultura popular, es resultado de la caricatura de los personajes literarios como Fausto o el propio Frankenstein.

Hay en estos personajes, eminentemente románticos, un exceso heroico y sacrílego a un tiempo, la ὕβρις (hýbris) que decían los antiguos griegos; un término no específicamente mitológico que, no obstante, designa una idea que aparece a menudo en los mitos. Se suele traducir por desmesura, y más específicamente se puede entender como el orgullo que empuja a los hombres a querer emular a los dioses o incluso a rivalizar con ellos. Este concepto tendrá su versión judeocristiana en la soberbia, o sea, el pecado de orgullo. Por extensión, el término griego también puede significar la insolencia y el furor, consecuencia de ese mismo orgullo. Qué sugerente que la palabra «híbrido» tenga su etimología precisamente en hýbris, pues el ser híbrido nace con el pecado original de la violencia ejercida sobre la naturaleza para engendrarlo, de una unión contra natura de dos o varios elementos diferentes que no están concebidos inicialmente para unirse. El híbrido trae la mácula innata de la hýbris de su creador, que se erige en transgresor de las leyes naturales, es decir, divinas.

La criatura de Frankenstein, fronteriza y crepuscular, es materialización de esa hýbris, muestra paradigmática del monstruo, criatura siempre singular y trágica por desafiar el orden de las cosas, condenada a una permanente soledad. Hay en ella, asimismo, un componente de desmesura, en la que hunden sus raíces tanto la locura como el genio. Es el precio a pagar por la transgresión que conlleva la soberbia de Prometeo, pecado que nos deja en herencia a la estirpe humana y que determina que nuestro conocimiento sea en potencia locura.

Frankenstein, llevado por su irrefrenable ansia de penetrar en los arcanos de la naturaleza, y más concretamente en los principios de la vida, no reconoce los límites que los humanos no debemos traspasar. Mary Shelley, como la mayoría de los románticos, era una persona muy interesada por los grandes avances de la ciencia, y le conmovían al poner de manifiesto que el universo era más, y no menos, misterioso de lo que previamente se había supuesto. De hecho, los descubrimientos inmediatamente anteriores de Luigi Galvani sobre la naturaleza eléctrica del impulso nervioso seguramente estimularon la imaginación de la joven escritora a la hora de concebir el prodigio de alumbrar vida de manera artificial, que constituye el núcleo dramático de su obra. Y sabemos que esa cuestión fue objeto de las alucinantes conversaciones de las que disfrutó en aquellas veladas suizas con Lord Byron, Polidori y Percy Shelley.

Este interés por el conocimiento del mundo físico se encuentra asimismo en el arte de la época. El gran paisajista romántico John Constable, compatriota y prácticamente coetáneo de la autora, entendía la pintura como ciencia, como investigación de la leyes del la naturaleza; y se preguntaba: «¿por qué no considerar el paisajismo como rama de la filosofía natural, de la que los cuadros no son sino experimentos?». (Aprovecho para llamar la atención sobre el notable peso dramático que tiene en la novela que nos ocupa los paisajes; la variedad de ellos que –y no vamos a entrar en más detalles, porque nos alejaría del hilo temático que nos interesa seguir– son verdaderos potenciadores de los diversos estados anímicos por los que pasan Frankenstein y su criatura).

Era evidente para la sensibilidad romántica que la ciencia no iba a desentrañar los misterios del universo, sino que, muy al contrario, demostraría cuán insondables eran. Por eso, el crítico de arte norteamericano James Jackson Jarves sostuvo en su libro The art Idea (1864)  que, como la naturaleza es el «arte» de Dios, así la ciencia es esa divina filosofía que tiene en el arte una de sus formas. Entonces el saber de los hombres parecía respetar aún los tabúes religiosos; como el de la vida. Frente a una ilustración que parecía haber resucitado el espíritu insolente de Prometeo, dando una idea de hacia dónde apuntaba la razón cartesiana mediante el modelo antropológico ofrecido por Julien Offray de La Mettrie en su El hombre máquina, Mary Shelley recoge en su texto el reverencial respeto romántico por lo que se percibe como el producto de un milagroso equilibrio de elementos que la intrusión humana no puede sino desbaratar con consecuencias irremediablemente catastróficas; y en el caso del ser humano, el artificio nos remite siempre a nuestra naturaleza huidiza. Seguramente en todas estas ideas cabría reconocer algún antecedente genealógico del actual ecologismo en su versión menos científica y más mística.

La pregunta es, entonces, insoslayable, tanto como persistente, desde los orígenes de la consciencia de la condición humana: ¿hay cosas que no debiéramos saber? Cuando Roger Shattuck la plantea en su inquietante libro titulado Conocimiento prohibido, nos recuerda que todas las religiones occidentales, así como la mayoría de los credos orientales, responden afirmativamente; hay cosas que no podemos, que no debemos y que no nos hace falta conocer. En palabras de Shattuck: «Sondear con temeridad más allá de lo que Dios nos ha revelado y explorar cuestiones últimas sólo con la razón nos desviará de nuestra responsabilidad de vivir nuestras vidas de acuerdo con un código moral establecido». Es la vieja idea judeocristiana de que el saber es pecado, y que incurrir en él no puede tener otra consecuencia que ser expulsados del paraíso. Al menos, más allá de un cierto límite; y desde luego si toma la forma del conocimiento arrogante apuntado por Francis Bacon. No, si la ciencia se cultiva como medio de admirar la obra divina y someternos a ella. Pero la pasión por el conocimiento, definitoria de la filosofía, que es la que alienta toda investigación científica,  tiende a romper los diques de contención de ese planteamiento prudente. Es la hýbris prometeica, la desmesura de una soberbia muy del estilo varonil –sobre todo del de comienzos del XIX– que, ciertamente, la hija de quien fuera una de las primeras intelectuales feministas, la malograda Mary Wollestoncraft, denuncia en la novela que comentamos. En efecto, hay algo de violación perpetrada por Víctor Frankenstein a través del acto creador de su monstruo (así denominado por la escritora, amén de «desventurado» y «cadáver demoníaco»). Recordemos que, tras insuflarle vida, su «padre» se refugia en su dormitorio y sueña que abraza a Elizabeth, su hermanastra y verdadero amor; pero entonces la joven se transforma en el repugnante cadáver de su madre. Para Roger Shattuck sólo cabe una interpretación simbólica: «Frankenstein, queriendo lograr un milagro científico merecedor de admiración, descubre que ha violado a la propia Madre Naturaleza».

¿Acaso –cabe preguntarse– el idealismo del científico encierra necesariamente la soberbia de quien se cree más listo que los demás, y acaba por impulsar el poder de una tecnología con alma demoníaca? Algo de esto parecía temer Mary Shelley, que en su libro The last man publicado en 1826, se pronunció a través de Verney, su autobiográfico personaje, como sigue: «¡Esto –pensé– es el poder! No tener unos miembros fuertes, o ser duro de corazón, feroz y osado; sino ser amable, compasivo y tierno». Atributos estos últimos indiscutiblemente característicos de la femineidad. En esta actitud, que se podría considerar débil, se coloca la autora tal como lo confiesa en las páginas de su diario, respecto del proyecto ilustrado en su versión más radical, que en gran medida conduce a la reacción romántica: «(…) verdaderamente deseo el bien y la ilustración (enlightenment) para mis semejantes (…) pero no soy partidaria de los extremos violentos que inevitablemente conllevan una reacción perjudicial»; y añade que no quiere tener nada que ver con los radicales («the Radicals») por considerarlos «violentos sin ningún sentido de la justicia, egoístas hasta el extremo, charlatanes sin conocimiento, rudos, envidiosos e insolentes». Ahí es nada.

Ya se sabe que el final de Frankenstein es trágico, pero es el que corresponde al héroe romántico, nunca exento de un ingrediente de patetismo. El escenario donde tiene lugar está a la altura, como mandan los cánones estéticos románticos; acontece en los yermos parajes árticos. Aquí, en su agonía, se despide con este postrer discurso: «¡Adiós Walton! Busca la felicidad y el sosiego y huye de la ambición, aun de la ambición en apariencia inocente de distinguirte en la ciencia y en los descubrimientos. Mas, ¿por qué digo esto? En mi caso estas esperanzas se han malogrado, pero otro podría triunfar». De esta forma, con esta expresión de arrepentimiento que se trunca en lamento por el fracaso, diríase que Mary Shelley reconoce que hay un Victor Frankenstein potencial en cada uno de nosotros, que la hýbris creadora de monstruos es componente esencial de la especie humana, la cual en su devenir evolutivo siempre oscilará entre la demencia y la sabiduría.

Como la novela de Mary Shelley, la película de Stanley Kubrick encierra una ambición creativa portentosa. Seguramente por eso ambas tienen ese vínculo genealógico con el mito clásico –griego, para más señas– al que ya hice referencia al comienzo. Del director de 2001 dijo el productivo George Lucas en 1977, cuando estrenó la ahora omnipresente Star Wars: «Ha hecho la película definitiva de ciencia ficción. Va a ser muy difícil hacer una mejor, incluso yo mismo». Aparte de apreciaciones que podríamos hacer sobre la autoestima como creador de quien declara algo así, resulta chocante su referencia a la ciencia ficción, género en el que parece incluir su propia saga cinematográfica, que de ciencia ficción tiene más bien poco. Este género, ya sea en su versión literaria o audiovisual, tiene como seña de identidad el protagonismo temático de la ciencia. No es el caso de La guerra de las galaxias, que casi tiene más ingredientes de tragedia shakespeariana con tintes políticos y pseudomísticos que de otra cosa. Digamos que esta serie de películas, ya desmadrada por su capacidad de generar beneficios económicos, en términos filosóficos es como esos libros de autoayuda que uno se encuentra en las tiendas de los aeropuertos; mientras que el clásico de Kubrick es la plasmación audiovisual de un sesudo tratado de metafísica.  No hay más que reparar en la representación del espacio cósmico que nos ofrecen las efectistas –por estar plagadas de efectos especiales– películas de La guerra de las galaxias y el que nos presenta 2001. El primero es un espacio empachado de planetas y cuerpos estelares de lo más variopinto y abigarrado en el que apenas hay distancias y el silencio queda proscrito en una incesante algarabía de estruendosas explosiones de naves estelares y disparos láser que se imponen inverosímilmente a las leyes de la física que dictan el comportamiento del sonido en el vacío. Nada que ver con el inconmensurable espacio, un inhóspito escenario de densa y profunda negrura en el que reina un omnipresente silencio congruente con el realismo que dicta la verdadera ciencia, sobriamente trasladado a la pantalla por un director que se ve tiene vocación de respetarlo frente al que no se corta al sustituirlo por un rutilante espectáculo de feria.

Metafísica de la buena es la que respira la factura audiovisual de 2001: una odisea del espacio, es decir, de la que tiene sus raíces en el fértil suelo de las potencialidades filosóficas que ofrecen las más revolucionarias verdades científicas, las más sugestivas de las cuales pertenecen al ámbito de las cuestiones antropológica, cosmológica y de la esencia de la materia, a las que hay que añadir las que derivan de los progresos vertiginosos hechos en tiempo relativamente reciente en el territorio de las tecnologías de la computación y la inteligencia artificial (IA).

El amanecer del hombre, la primera parte del filme, es el reconocimiento cinematográfico del hecho evolutivo, de nuestro vínculo genealógico con las especies que nos precedieron en la génesis de la vida inteligente. Aquí hay dos secuencias a destacar a mi modo de ver: la primera de ellas es en la que aparece  el famoso monolito, un bloque ortoédrico negro de perfecta factura y gran altura que emite extrañas vibraciones acústicas, y que provoca cierta confusión y miedo en el grupo de primates que lo descubre. He aquí un objeto icónico que ha hecho correr ríos de tinta en un intento de desvelar su significado concreto en el argumento de la película; ¿es el vestigio de la intervención de entidades extraterrestres?, ¿es el mismo Dios creador?, ¿es «aquello» (lo que quiera que sea) que origina un gran progreso? Personalmente, me quedo con esta última sugerencia. Considero que su indefinición es congruente con la intención de Kubrick de articular un discurso audiovisual más abstracto que discursivo. En todo caso reconozco en el monolito el supuesto implícito de que la condición humana no es resultado sin más de una diferencia cuantitativa respecto de otras especies cercanas evolutivamente, sino que constituye un salto cualitativo, un no sé sabe muy bien qué, que hace al homo sapiens un ser singular más allá de lo que cabe en una mera diferencia de grado. Esta visión antropogénica se torna antropocósmica, es decir, el origen marca la diferencia que se refuerza mediante el apunte de un destino trascendente que ninguna otra especie puede compartir; el que nos convertirá en la conciencia a través de la cual el universo se pueda pensar a sí mismo.

Este es, pues, tema central en la película: la humanidad tiene un destino. No es la misma concepción teleológica de Teilhard de Chardin, en la que el ser humano no es protagonista, pero tampoco es la mecanicista de Jacques Monod según la cual el ser humano viene a ser un mero subproducto del azar. Si el viaje evolutivo humano es llamado odisea, hay una  Ítaca a la que se quiere llegar. 

La otra secuencia de la mencionada primera parte del filme señala el medio imprescindible del que se ha servido nuestra especie para lanzarse al infinito piélago del espacio y el tiempo, la tecnología. A ella hemos recurrido para enseñorearnos frente al azar o los dioses, para hacernos con las riendas de nuestro destino. Como Prometeo –figura mítica ya evocada en Frankenstein–, Odiseo (o Ulises) también es un personaje que en la mitología griega es exponente de la inteligencia que marca la diferencia a favor de los seres humanos. La tecnología es su materialización, producto también de ese afán tan nuestro por no dejarnos sorprender por la realidad, o sea, por lo imprevisto (porque es a través de lo imprevisto que la realidad nos demuestra su existencia, o sea, su resistencia). En la secuencia a la que nos referimos, el ancestral primate (Moon-watcher, según el relato inspirador de Arthur C. Clarke) lanza un hueso, que le ha servido de primitiva herramienta, al cielo, y por obra y gracia de la narrativa fílmica acaba ocupando su lugar en el plano una soberbia estación orbital que  gira igual que el hueso, pero en órbita alrededor de la Tierra a ritmo del archiconocido vals El Danubio azul, de Johan Strauss.

Así se da inicio al capítulo de la historia en el que el ser humano abandona su cuna: «Misión Júpiter». El monolito de geometría perfecta vuelve a aparecer, en la Luna, emitiendo las mismas extrañas vibraciones acústicas. El enigma que representa exige otro paso evolutivo a la humanidad, pero esta vez no biológico, sino existencial, aunque vinculado a la sofisticación tecnológica plasmada en el famoso superordenador HAL (las letras precedentes en el abecedario a IBM), profetizando de este modo el desafío que ha terminado por suponer el desarrollo tecnológico para nuestra propia identidad específica. En este asunto demuestra la película una vez más la lucidez de quienes la concibieron, rayana con el don de la profecía al apuntar el reto que puede suponer la así llamada IA fuerte para el devenir de la humanidad. HAL es el personaje mediante el que se pudo adelantar ficticiamente lo que ingenieros actuales como Raymond Kurzwel, de Google, han dado en llamar «Singularidad», consistente en ese salto cualitativo por mor del cual las máquinas superinteligentes serán capaces de mejorarse a sí mismas y de asumir el control de todo. Es la versión hi-tech de la criatura prometeica de Frankenstein. Y como en la novela de Mary Shelley, de nuevo nos encontramos con que el creador puede acabar siendo sometido por su criatura, la cual, al contrario que aquél, parece no estar sujeta a las limitaciones de poder que impone tener una conciencia moral. La tecnología como producto de nuestras potencialidades filogenéticas al tiempo que potenciadora y moldeadora de las mismas otorgándonos la facultad de orientar el propio proceso evolutivo («evolución volitiva» la llama Edward O. Wilson); pero también la tecnología como poder alienante que acaba escapando a nuestro control.

«Júpiter y más allá del infinito», la última parte de 2001, constituye una experiencia audiovisual inefable; es la liberación de los condicionantes técnicos que, sin embargo, han permitido al hombre sobrevivir hasta este momento en la inmensidad del espacio. A través del personaje de Bowman, el astronauta, carente de dimensión biográfica para que represente a la genérica humanidad, rompemos amarras con el espacio y el tiempo y nos entregamos a nuestro destino como especie. De nuevo aparece el monolito como su símbolo, alineado en un sobrecogedor plano con Júpiter y sus satélites. Ya no hay palabras para describir qué puede suponer atravesar el umbral cósmico del autotrascendemiento de la especie. Las frases de Nietzsche de El Anticristo afloran a mi memoria al evocar tan alucinantes imágenes: «Una experiencia hecha de siete soledades. Oídos nuevos para música nueva; ojos nuevos para lo más lejano y una conciencia nueva para verdades que hasta ahora han permanecido mudas». En su libro 2001: la odisea continúa, el estudioso del cine Raúl Alda testimonia la influencia reconocida de la filosofía nietzscheana en el capítulo XIV, que lleva por título precisamente «2001 y Nietzsche». Aquí se llama la atención sobre la música con la que se ilumina la pantalla, portentoso Así habló Zaratustra de Richard Strauss. Con el título del poema sinfónico compuesto a finales del siglo XIX hay un reconocimiento explícito a la influencia de la obra homónima del filósofo alemán. A fin de cuentas, en esta última parte de la película se plasma en imágenes voluntariamente ambiguas la revolución antropológica que implica la muerte de Dios que Nietzsche certificó con estas palabras de La gaya ciencia: «¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros le dimos muerte!(…) ¿La grandeza de este acto no es demasiado grande para nosotros? ¿Tendremos que convertirnos en dioses o al menos parecer dignos de los dioses?».

Parece que hay un cierto consenso en interpretar esa imagen tan impactante del llamado «Niño estelar», ese feto flotando ingrávido en el vacío cósmico que cierra la película, como un trasunto del Transhumano o Superhombre de Nietzsche; es decir, de una nueva fase en la evolución de homo sapiens que rompería con los límites que sobre sus potencialidades impone una moral caduca y enfermiza en cuya raíz se halla latente el temor a empuñar con todas sus consecuencias la antorcha de Prometeo, el fuego de los dioses. Es una exégesis plausible, tanto más cuanto que el mismo filósofo usa la imagen del niño en su Así habló Zaratustra cuando, con su característico lenguaje poético, describe cuál es el destino que ha de seguir la humanidad: «Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí».

Frankenstein o el moderno Prometeo y 2001: una odisea del espacio son dos extraordinarias creaciones del espíritu humano unidas no sólo por la genialidad de sus autores, sino también por que las inspira el mismo hálito que brota de las entrañas de nuestra especie plasmado de forma primigenia en el mito. Son expresión de la autoconsciencia y del vértigo que provoca nuestra singularidad existencial en un universo por lo demás indiferente a ella, y en el que se nos niega la condición de dioses a pesar de los poderes de nuestra tecnología.  

* catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual


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