Rafael Fenoy Rico •  Opinión •  25/07/2018

El hábito si hace al Monje

Asistir a un “seminario” sobre identidad y moda puede parecer algo especialmente selecto. Sin embargo vestirse es lo más común del mundo, incluso en las regiones más selváticas donde la que podemos llamar vestimenta se circunscriba a alguna que otra hoja y un taparrabos o portapene.

Comenzar, además, en la presentación del evento con una adaptación de la otrora frase cartesiana  “me visto luego existo”, también se antoja chocante al introducir la reflexión sobre la moda en los sacrosantos espacios filosóficos. Pero es evidente que el vestido desde la noche de los tiempos ha sido un elemento esencial  en la conformación de la imagen social de cada persona.  Ha sido, sigue y seguirá siendo un indicador  para establecer el status social de cada cual, ya que sirve para integrarse y para diferenciarse en función de variables diversas relacionadas tanto con el estado evolutivo psicológico de la persona, como con el status social atribuido. 

El asumir una determinada forma de vestir, un atuendo, un “uniforme” vincula a cada persona con el grupo que lo lleva, estableciendo una  relación de pertenencia. Tanto para un determinado club de amistades, social, sindical, político o económico, hasta grupos, bandas, pandillas,  tribus urbanas o clanes sociales.

El vestido es una de las más importantes manifestaciones del “personaje” que en cada momento se “interpreta”. Somos, en buena medida, porque los otros nos reconocen y de ahí el vestido se sitúa en la representación social de nuestras formas de conducirnos, de relacionarnos.  Es este un  asunto para reflexionar  sobre cómo la moda actúa en la construcción de la identidad personal.  Porque la persona  se encuentra sometida a multitud de influencias que pretenden ahormarla, delimitarla, con objeto de estampar en su personalidad determinadas pautas de consumo, mercantil o ideológico.

Las instituciones o las grandes marcas comerciales han desarrollado estrategias para utilizar las tendencias humanas a la conformación, a la adaptación a los grupos sociales, con gran eficiencia. La uniformidad, el uniformar, el crear la imagen de marca corporativa a través de los vestuarios es una constante en el terreno militar y religioso (versus educativo).  Y es la necesidad de diferenciarse de los “otros”, como conjuntos, lo que justifica llegar al extremo de evitar en la indumentaria elementos que pudieran distinguir a los individuos.  Las ordenanzas, reglamentos de todo tipo, las reglas monásticas o de órdenes religiosas pormenorizan absolutamente todos y cada uno de los ítems del vestuario.

En ese sentido es cierto que socialmente el “habito hace al monje”, pudiendo darle cierta licencia  aceptable el slogan “me visto luego soy”, ya que de esta forma hasta las decisiones sobre qué ponerme, deberían ir acompañadas el por qué o para qué.


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