Francí Xavier Muñoz •  Opinión •  24/09/2018

Non è peccata minuta

La Iglesia católica ha enfrentado numerosos escándalos y crisis a lo largo de su Historia. Ya en sus orígenes, las primitivas iglesias cristianas no escondían sus discrepancias y discusiones. Quizá lo comenzaron a hacer cuando el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio romano, allá por el siglo IV. Desde entonces, las luchas de poder entre los obispos de Oriente y Occidente, las herejías, las tensiones de los papas con los monarcas y emperadores, las corrupciones del Vaticano, las Cruzadas, la Inquisición, la Reforma luterana con la aparición de las iglesias protestantes, la férrea oposición a que ilustrados y liberales impusieran la separación Iglesia-Estado, etc., han jalonado la evolución de la Iglesia católica de continuos sobresaltos y cuestionamientos permanentes. En el siglo XX fue el Concilio Vaticano II, con su apertura hacia sectores desfavorecidos y olvidados, quien introdujo una nueva crisis en la Iglesia, pero los escándalos de pederastia que están denunciándose en los últimos años amenazan a la institución con una espada de Damocles quizá más afilada que en otras épocas de la Historia, pues llegan en un tiempo de secularización y relativismo moral que exige a la Iglesia católica una respuesta contundente contra los curas pederastas, que alivie el dolor de las víctimas y evite la repetición de esta execrable conducta entre un clero que, además de formar a los niños y jóvenes que atiende en sus instituciones educativas y caritativas, debe protegerlos por su edad y vulnerabilidad.

Hasta ahora, han sido los papas Benedicto XVI y Francisco I quienes han tenido que afrontar, definitivamente, la lucha interna y externa contra los curas pederastas pero, a menudo, la respuesta ha sido tibia, dejando a las víctimas insatisfechas y mostrando que en la Iglesia, más allá del Vaticano, hay una actitud complaciente con los delincuentes, que lleva a protegerlos de la justicia civil y penal y a, como mucho, apartarlos de sus obligaciones de cara al público para que no reincidan en sus abusivas prácticas. Ha sido, hasta ahora, la respuesta más habitual de la Iglesia, dejándose llevar por el típico corporativismo del que adolecen las grandes organizaciones, sean cuales sean. Sin embargo, la sociedad civil está demandando, cada vez más, al Papa y los obispos una actitud clara de rechazo, condena y, sobre todo, indignación que acredite que, desde dentro de la Iglesia, se está luchando con todas las armas disponibles contra esta lacra que, lamentablemente, lleva siglos contaminando la loable tarea que, por otro lado, hace la Iglesia con personas a las que nadie quiere atender y en lugares adonde nadie quiere llegar. Por eso mismo, el papa Francisco debe encarar con energía, para lo que queda de su mandato, una estrategia nítida y clara de lucha contra los curas pederastas, pues la conducta inmoral de éstos atenta no solo contra mandamientos canónicos evidentes sino contra derechos civiles inalienables. Por tanto, a la mínima denuncia o sospecha de pederastia en cualquier parroquia o institución eclesiástica, el obispado pertinente debe aislar al cura en cuestión, abrir una investigación interna y entregarlo, si fuera el caso, a las autoridades civiles o penales sin dilación. Además, la Iglesia debe abandonar de inmediato esa actitud de compasión o comprensión con los curas pederastas y apoyar desde el minuto uno a las víctimas, aunque después, en el curso del proceso, se llegar a demostrar que hubiera mediado una denuncia falsa. Ya habrá tiempo de corregir y pedir disculpas al sacerdote. Pero, de entrada, la institución y la norma deben proteger, como el Derecho mismo, al más débil en una relación de fuerzas desigual.

Más discutible es si el cura pederasta, una vez probados los hechos, debe seguir formando parte de la Iglesia o no. Indiscutiblemente, debe cumplir la condena impuesta por los juzgados y tribunales ordinarios, independientemente de la indemnización económica que merezca la víctima. Sin embargo, una vez cumplida la condena civil o penal, ¿debe o no seguir en la Iglesia el cura en cuestión? Esa es una respuesta que debe dar la misma Iglesia pero, sin duda, ni un solo cura pederasta condenado debe seguir sirviendo en público dentro de la institución y, menos aún, con menores de edad. Además, cualquier Estado debe seguir ejerciendo una labor de control sobre los curas pederastas que cumplieron su condena y en eso debe colaborar sin más objeción cada obispado responsable del destino de dicho sacerdote. 

En estas cuestiones no es de recibo argumentar, como hace a menudo la Iglesia para quitarle hierro al asunto, que en otros órdenes de la vida se dan también casos de pederastia, que se dan sin duda alguna, pero estamos hablando de una institución que predica unos valores, un comportamiento, una rectitud y una ejemplaridad que algunos se saltan a la torera y, lo que es peor aún, con el conocimiento y el silencio cómplice de sus superiores. ¿En qué tipo de Dios creen quienes, dentro de la Iglesia, han ocultado a estos corruptores de menores, delincuentes infames que se aprovechan de la debilidad de niños y jóvenes en situación de inferioridad o vulnerabilidad? No es de recibo argumentar que también esos curas son pecadores y que tienen derecho a recibir el perdón de Dios, que lo tienen, sin duda, pero fuera de la Iglesia entonces, no dentro, porque están pisoteando los valores sobre los que se construyó la religión más practicada del mundo, que además exige un comportamiento ímprobo a sus seguidores. Los que cometen el pecado y el delito tienen derecho al arrepentimiento y al perdón, sin duda alguna, pero quienes han encubierto durante años a los curas pederastas tienen que responder también ante la justicia y ante el Vaticano, y éste no puede esconderse en la prescripción de los delitos ni en la falta de conocimiento de los mismos. Delincuentes y encubridores deben tener similar castigo.

 De no ser así, la Iglesia católica seguirá descendiendo por la pendiente de la desconfianza, el descrédito y la irrelevancia en una sociedad occidental en la que, cada vez más, se exige de las instituciones (como de aquella mujer de un emperador romano) no sólo ser honradas sino también parecerlo y demostrarlo. Quizá se vayan abriendo paso con el debate, como ya se ha propuesto, por un lado abolir el celibato para que curas y monjas puedan entablar relaciones afectivo-sexuales (como pudieron hacerlo durante unos cuantos siglos), y por otro lado, levantar el secreto de confesión en casos especiales en los que se está revelando ya no un pecado sino también un delito. El Papa, sus cardenales y obispos tienen más que nunca no sólo la obligación de luchar contra la pederastia sino también la misión de erradicarla dentro de las instituciones eclesiásticas. De lo contrario, y aunque más tarde que temprano, será la pederastia la que erradique a la Iglesia católica de las preferencias de los creyentes cristianos. 

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FRANCÍ XAVIER MUÑOZ
Diplomado en Humanidades y en Gestión Empresarial

 


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