De trenes y barcos
Siempre me gustaron los trenes y los barcos.
Recuerdo que íbamos al puerto con mis primos que vivían en San Isidro y nos perdíamos observando las cabinas de las embarcaciones ancladas, oxidadas, abandonadas.
Desde los malecones tirábamos arena al agua y pensábamos en las historias encerradas en esos monstruos de hierro semi-destruidos. Relatos escondidos de obreros portuarios, dejando a sus familias en tierra y partiendo, alejándose, conviviendo con el río furioso en sudestada, o encallándose en medio del lodo y los bancos de arena cuando el agua se escapaba hacia el Uruguay.
El abuelo de mi primo siempre trabajó en el puerto. Tengo lejanas imágenes de verlo trepado a una de esas rampas enormes, maniobrando los guinches y el acero, y abajo el agua, y los motores humeantes. El hombre parecía todo un capitán; hasta usaba gorra y a mí me parecía haberlo leído en algún cuento.
Lo veo saludándome desde el barco inmenso con su mano derecha y alejarse sin quitarnos la vista de encima, lento, cautivo en una foto que no sé si es cierta.
También me gustan los trenes.
De pibe íbamos con mi tía de estación en estación y los ojos de mi hermano y los míos se perdían en los rieles que quedaban atrás.
Casas marcadas por el fuego de los tiempos, andenes vacíos de esperanza, cientos de personas colgadas de sus bolsos y sus diarios debajo del brazo.
Para nosotros era toda una fiesta tomar el tren en Villa Urquiza y viajar hasta José León Suárez, final del recorrido. Entonces corríamos hacia una placita que estaba cerca de la estación, mi tía se sentaba a leer algún libro, o paraba al pochoclero y merendábamos en una hamaca. Sábados con aroma a jazmín del aire.
Yo creía que el mundo era distinto. No escatimaba esfuerzos en pensar que un día seríamos felices, que íbamos a disfrutar de esos viajes por un largo tiempo, que los trenes habían sido creados para pibes aventureros como nosotros.
Por aquellos días ya soñaba con vivir en la Patagonia. No pudimos llevarla a mi tía, que era una enamorada de esas tierras maltratadas. Cumplí mi sueño muchos años después, ya de grande. Mi tía se marchó para siempre diez días después de habernos ido al sur, como quedándose tranquila porque su sobrino y ahijado había cumplido el sueño.
Hoy la imagino esperando algún tren, saludándome desde el vagón mientras se aleja, lenta, cautiva, como el abuelo de mi primo en el barco, sin quitarme la vista de encima, con esas miradas que te dicen me voy, pero te gritan me quedo en vos.
Todavía me siguen gustando los trenes y los barcos, pero ahora más los trenes. Será porque están en la tierra, la surcan, la estremecen, la quiebran, la riegan, la capturan, acortan las distancias, y siempre hay lugares donde llegar, pueblitos lejanos de dos o tres casitas; el tren siempre estuvo donde otros nunca quisieron llegar por no ser rentable.
El tren era, en ocasiones, la única diversión que tenían decenas de pibes en el campo que lo esperaban verlo pasar, para agitar sus manos o soltar alguna que otra piedra contenida.
Recuerdo a mi primo Jorge que vivía en William Morris, en una casita sencilla en medio de un descampado.
Él se sentaba en la puerta de su casa y el ferrocarril San Martín pasaba por enfrente. Y entonces mataba el tiempo anotando en un cuaderno los números de las locomotoras que iban de Retiro a José C. Paz. Y luego los iba tachando cuando regresaban de José Paz a Retiro. Horas y horas, hojas y hojas desde el umbral de su casa.
Todas formas de matar el tiempo en un país alfombra. Durando acaso, germinando acaso, resignando acaso, acostumbrándonos a no leer la letra chica de lo que nos pasa.
Alejándonos de la luz, entre puertos y andenes.
Creo que ser argentino es estar un poco a la deriva. Sentados en alguna esquina con las manos cruzadas, esperando el día que se levanten todos los ferrocarriles y se agoten las aguas de todos los ríos.
Viviendo entre la épica y la devastación eterna.
Camino con las manos en los bolsillos recordando esas historias personales y pensando que tal vez haya un silencio a descifrar, o un todavía posible que reconstruya un poco la piel de los puertos y los andenes.
Desconozco qué habrá sido de aquel puerto, de aquella placita y algo sé de mis primos en noticias que me llegan a través de mi madre.
También pienso con qué poco nos asomábamos a la felicidad.
Creo que todos tenemos algunas fotos que nos miran.
Yo estoy en una, pregunto y pregunto y alguien saluda con un pañuelo agitándose en el viento, lenta, cautiva, estremecida de amanecer. Sonrío.
Néstor Alejandro Tenaglia
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