La adolescencia en tiempos de cultura pornificada
A propósito de la novela La vida cuando era frágil (Huso editorial, 2021) de la escritora Ada Valero, Octavio Salazar presenta una lectura aguda sobre el cuestionamiento al modelo patriarcal que ofrece esta obra.
El último informe hecho público por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género alerta de que, si bien la violencia de género ha disminuido entre los más jóvenes, ha crecido la de tipo sexual. Unos datos que inevitablemente tenemos que conectar con los que en los últimos años evidencian el aumento del consumo de pornografía en Internet y que son solo la punta del iceberg de toda una cultura pornificada que nos penetra a todos y a todas, y muy especialmente a los y a las más jóvenes. Las redes sociales y el mundo audiovisual en el que viven prácticamente las 24 horas del día son el escenario perfecto para que, en contraste con los valores de la sociedad formalmente igual, se reproduzcan roles y estereotipos de género. Es decir, una determinada concepción de lo que significa ser hombre y ser mujer que, lejos de superar los mandatos patriarcales, continúa reproduciendo los sesgos más tradicionales, alentados ahora por discursos y prácticas reaccionarias que añoran los tiempos del indiscutible dominio masculino. Este contexto se torna especialmente complejo en ese margen de edad en el que chicos y chicas se buscan en el espejo y en la mirada de los otros, arrastradas ellas por un espejismo de igualdad y ellos, en su mayoría, por un mandato que les obliga a continuar siendo “hombres de verdad”. Las chicas disponibles y follables frente a los chicos hiperviriles y abusadores. Lo que escuchamos en tantas canciones y vemos en tantos videos musicales. Lo que fácilmente se torna en violencia: “La exaltación hormonal los tenía a todos fuera de sí, permanentemente entregados a agresivas fantasías sexuales. Se masturbaban imaginando felaciones forzadas, mujeres ávidas a las que agarraban del pelo para moverlas a su antojo, coitos brutales que descargaban rociando su semen por el cuerpo descoyuntado por la mujer”. El objetivo: “meterla”. El mandato: hay que entrar a degüello, “los blandengues no se comen una rosca”. Todo ello mientras que sigue faltando en las escuelas y en las familias una seria educación afectiva y sexual, la cual deber ir más allá de enseñar a usar un preservativo y que en nuestro país, hoy por hoy, encuentra un serio obstáculo en la presencia de la Iglesia Católica en la enseñanza privada y concertada.
Es urgente, pues, que como sociedad no solo reflexionemos sobre lo que les está pasando a nuestros hijos e hijas sino que también pasemos a la acción. Esta debería ser una responsabilidad de todos y todas, empezando por el ámbito más personal que mira a las familias, pasando por quienes educan en las aulas y, por supuesto, implicando a los poderes públicos en una serie de estrategias que ponga el foco en los procesos de socialización de niños y niñas. Solo de esta manera será posible ir como mínimo frenando las violencias que crecen entre los más jóvenes, la espiral de deseos insatisfechos y de cuerpos domados en que caen bajo el falso mandato de la libre elección, las tóxicas relaciones que siguen manteniendo lo masculino y lo femenino como dos esferas jerárquicamente separadas. De todo esto es justamente de los que nos habla Ada Valero en su primera novela. La vida cuando era frágil, que empieza de manera dramática con el suicidio de dos chicas, Fátima y Rocío, y que avanza en lo que pretende ser no tanto una reconstrucción de los hechos sino una investigación de las razones y sinrazones que las llevaron a ese final tan supuestamente liberador para ellas, es toda una bofetada de realidad en cuanto nos muestra los laberintos de una adolescencia que, bajo la apariencia de una felicidad libertaria, reproduce fielmente los mandatos de la cultura machista. Esa que a nosotros los hombres nos coloca en un púlpito, y que en la actualidad, y ante la precariedad progresiva de nuestro estatus nos lleva a buscar en la sexualidad un espacio en el que ejercer dominio, mientras que a las mujeres las continúa sometiendo a las expectativas de la ley del agrado y a la perversa regla que les marca su ser para otros. Como si nada hubiera cambiado, tal y como nos demuestra algunos de los protagonistas del relato, que no duda en contar con “un pequeño harén de prostitutas agradecidas” para aliviar sus deseos y que incluso, como en el caso de Lucas, nos revela una “nueva masculinidad” tan vieja como la de siempre: la de tantos hombres desubicados frente al hecho de no encontrar mujeres con las que jugar al eterno juego de la dominación viril. El eterno macho alfa buscando espacios de autodeterminación, el objeto del deseo que se impone frente a los vulnerables, el progre y guay que no ha sido capaz de liberarse del machito que lleva dentro. El que, como buen machote, de destapa en arranques de ira. La violencia normalizada que ahora empieza a ser imitada por unas chicas que aprenden a ponerse, de la peor manera posible, a la altura de sus compañeros de clase. Estos tipos que, como el Anthony, se empeñan en seguir asumiendo su papel de iniciadores en el reconocimiento de la lujuria masculina: “Era arrogante y pendenciero, inmune a la disciplina, y sabía emplear los ojos en miradas penetrantes que desarmaban a las chicas en las que se fijaba”. El tronista idea. Mujeres hombres y viceversa, La isla de las tentaciones, la era de los youtubers. En frente, ellas, luciendo body, posando sensuales en Instagram, follables o invisibles, las lolitas reinterpretadas, muñecas hinchables de usar y tirar. Y entre medias, la perversión de una moral elástica, hecha a medida de los hombres, siempre necesitados de la fratría, “Pelotón canalla”, para reconocerse. Ahora, eso sí, cámara mediante.
La vida cuando era frágil, con un pulso narrativo muy cinematográfico (no estaría nada mal su traducción en imágenes: sería una serie de éxito asegurado), nos coloca delante de nuestras narices toda esa dolorosa realidad que con frecuencia no queremos ver. Y con la que también con frecuencia, como vemos en varios personajes de la novela, somos cómplices por omisión. De ahí que sería un libro magnífico para que fuera leído por los y las adolescentes, pero también por educadores, madres y padres, tan habitualmente ajenos, no sé si por comodidad (ojos que no ven corazón que no siente) o por ignorancia, a lo que bulle en los cuerpos y en las almas de unos seres a los que se supone deben educar. Una tarea ésta que, concebida en términos emancipatorios, siempre acaba siendo agónica y cargada de contradicciones. Porque, como señala Marina Garcés, “educar es aprender a vivir juntos y aprender juntos a vivir. Siempre y cada vez. Es estar, pues, en lo inacabado que somos: abiertos, expuestos, frágiles”. Una apertura que reclama más tiempo, más conversación, más encuentros. En definitiva, todo eso que lamentablemente arrinconamos en nombre de otras urgencias. La lectura de esta novela de Ada Valero, de manera compartida y debatida, sería una magnífica llave para abrir la puerta a una mirada crítica y colectiva sobre esas fragilidades adolescentes que no estamos atendiendo con empatía. Para que entendamos, de una vez por todas, cuantas víctimas se están quedando por el camino. Golondrinas sin posibilidad de escapar del tatuaje para volar siguiendo el estribillo de El Kanka.