“Existiríamos el mar”, Belén Gopegui. Luchar como siempre para vivir diferente
El nuevo libro de la escritora madrileña continúa retratando la precariedad de nuestra sociedad, en este caso, a través de la experiencia de un grupo de personas de cuarenta años que conviven bajo un mismo techo.
Lo primero que habría que convenir es que la voz narrativa de una novela ostenta el absoluto monopolio a la hora de escoger la realidad que desea enfocar, y por supuesto, el método a utilizar para trasladarla hasta el lector. En ese sentido, y aunque sea paradójico, comparte labor -en ámbitos diametralmente opuestos- con la desarrollada por aquellos autonombrados escribas encargados de rubricar a lo largo de las páginas de la historia aquello que es asumido como realidad universal e intocable. Por eso precisamente es digno de elogio que, primero, existan autores que busquen con su narrativa cuestionar ese aparentemente infranqueable statu quo, y por extensión, derrocar la costumbre de presentar a los personajes definidos casi exclusivamente por sus circunstancias personales y no por aquellas derivadas del contexto social. Porque aunque tienda a olvidarse una vez absorbidos por el embrujo de la literatura, las condiciones que a uno le rodean resultan decisivas a la hora de explicar esas variadas maneras de contemplar e interpretar un mismo hecho.
Si Antonio Buero Vallejo en “El tragaluz” se veía en la obligación de aclarar que a veces centrar nuestra vista en el bosque nos impedía ver con detalle cada uno de sus árboles, igualmente necesario se antoja comprender que para entender cada uno de esos árboles resulta inexcusable prestar atención a las características del bosque en el que están ubicados. De ahí que autores contemporáneos como Marta Sanz, Isaac Rosa o por supuesto Belén Gopegui, entre otros, resalten por su clarividencia a la hora de detenerse en el escenario global donde se imbrican los comportamientos humanos. Por eso los cinco personajes principales que configuran “Existiríamos el mar”, incluso la “desaparecida” Jara, convertida en el “macguffin” que enciende el interruptor que pone en acción las tramas del resto, son tan relevantes como las circunstancias sociales que les acompañan y en las que desarrollan su día a día. Incluso ese número 26 de la calle Martín Vargas de Madrid, lugar en el que residen todos ellos, llega a convertirse en un ente con su propia significación, y mucho más allá de ser el mero espacio de residencia que la necesidad ha convertido en cobjjo de esta pandilla de amigos que han superado los cuarenta años, se presenta como el “laboratorio” donde intentar construir una manera alternativa de relacionarse con el mundo y entre ellos mismos.
Poca importancia tiene que sus ocupaciones se extiendan entre trabajos convencionales y tendentes a la alienación, otros más cualificados o incluso desempeñar una dedicación sindical, porque lo relevante es que todos comparten, cada una a su manera, la frustración que les produce ser incapaces de encontrar un modo de vida que satisfaga sus pretensiones de dignidad propia y colectiva. Y de ahí es desde donde nace el conflicto clave del libro: inmersos como estamos en toda una serie de estructuras de las que la necesidad por sobrevivir no nos deja escapar, ¿de qué manera se puede partir hacia un lugar donde nuestros tejidos afectivos, de amistad, de familia, o de amor, no se vean lesionados por toda esa insatisfacción y desigualdad que emana desde los motores del sistema?
Pese a que en principio todo lo hasta el momento esbozado acerca del libro nos puede conducir a un escenario taciturno y derrotista, el espíritu con el que se desarrolla navega, sin obviar ese constante conflicto, en un sentido casi contrario. Superponiendo diferentes formatos narrativos, entre los que hay espacio para lo metaliterario, la reflexión política, una escritura cotidiana o puntuales reflejos líricos de gran belleza, tal conglomerado se articula bajo una perfecta ligazón. Como si de un cubo de Rubik se tratara -en el que todas las caras forman una única unidad pero donde mantienen sus colores particulares- al que encontrar un encaje, las variadas deliberaciones y decisiones que van alimentando la trama están orientadas, en la medida de lo posible, a buscar una resolución a ese dilema moral en el que las rutinarias frustraciones no supongan convertirse en el telón negro que oscurezca definitivamente nuestras motivaciones y necesidades.
Tomando prestadas las palabras de otro injustamente tildado de derrotado como Albert Camus, el grito del absurdo que rige este mundo no debe ser acallado, pero al mismo tiempo tiene que convertirse en el soporte para un camino de rebeldía y esperanza, porque sin esa búsqueda de luz, tantas veces solapada por la infamia que nos domina, entonces sí que estamos abocados a la nada más absoluta, a un desolador silencio que ni servirá para sanar los miles de lamentos que a diario retumban en el universo ni por descontado permitirá que nuestro corazón siga bombeando las pulsiones imprescindibles para alentar esa nueva manera con la que nombrar al futuro.