Fotomicrografía: arte y ciencia para revelar la belleza oculta de lo pequeño
Al mismo tiempo que los telescopios espaciales nos cautivan con imágenes imponentes de galaxias, nebulosas y cúmulos de estrellas lejanas, los biólogos se valen de poderosos nuevos microscopios con los que retratan un universo igualmente fascinante pero cercano, bajo nuestras narices.
A mediados del siglo XIX, un joven cometió un error que desencadenó una revolución en la moda, el arte, las ciencias y la medicina. Era un tiempo en el que cientos de soldados británicos contraían malaria en zonas tropicales, un panorama desolador que motivó a los químicos a emprender una carrera para sintetizar de forma artificial la quinina. Esta sustancia natural, ridículamente cara, se extraía de la corteza de los bosques lluviosos de los Andes y era el único remedio conocido contra la enfermedad.
Entre ellos se encontraba un aprendiz de 19 años llamado William Henry Perkin. En la Semana Santa de 1856, mientras su maestro August Wilhelm von Hofmann visitaba a su familia en Alemania, este muchacho aprovechó la oportunidad y realizó toda clase de experimentos en el laboratorio de su casa en Londres. Eligió un ingrediente barato, alquitrán de hulla, desecho de la iluminación de gas victoriana. Solo conoció el fracaso: en lugar de producir quinina, sus vasos de precipitados se llenaron con un lodo marrón sucio. Pero cuando intentó limpiarlos con alcohol, Perkin advirtió algo inusual: aquel material contenía una sustancia de tonalidad púrpura capaz de teñir la seda. Accidentalmente, había obtenido el primer colorante sintético: el color malva.
Por entonces, los colorantes naturales eran extremadamente costosos, indicadores de status y exclusivos de ricos y poderosos. Desde la época romana, se extraían de plantas y de moluscos. Hacía falta hervir miles de caracoles marinos para extraer el tinte púrpura y colorear una prenda. El desarrollo de Perkin lo cambió todo y produjo una explosión de color. Aunque no solo revolucionó la moda. También inauguró una nueva era de la química orgánica. Significó el nacimiento de una industria que desde entonces nos ha dado nuevas pinturas, fármacos, explosivos e innovaciones como el caucho sintético, el nailon y el poliéster.
En especial, incitó una transformación en el conocimiento de la naturaleza interior. Como cuenta el periodista Simon Garfield en su libro Mauve: How One Man Invented a Color That Changed the World, estos tintes sintéticos de color púrpura fueron usados por biólogos como el alemán Walther Flemming para colorear las células y estudiar los cromosomas bajo el microscopio. “Eso generó un boom en el desarrollo de la genética”, dice a SINC el biólogo argentino Eduardo Zattara. “Por sus propiedades, las tinturas se pegaban a ciertas partes de la célula y comenzaron a verse procesos que antes no se percibían”.
La delicadeza de lo natural
Los microscopios habían abierto la puerta a un universo desconocido. Los colorantes y en especial la fotomicrografía —la fotografía de objetos bajo un microscopio— lo democratizaron. Desde entonces, gracias a instrumentos cada vez más potentes, ciencia y arte se han unido para estimular una mayor apreciación del mundo natural.
Así podemos ver, por ejemplo, el impactante vídeo del interior de un embrión de pez cebra grabado por Zattara, que obtuvo el primer puesto en la competición Nikon Small World in Motion de este año. “En él se advierte la migración celular en este animalito tan apreciado por la ciencia”, explica este investigador del Instituto de Investigaciones en Biodiversidad y Medioambiente (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) en la ciudad argentina de Bariloche. “A lo largo de su desarrollo, este organismo pasa de tener una sola célula a dividirse en muchas otras que deben ubicarse en su lugar para desempeñar funciones específicas”.
La grabación —un time-lapse de ocho horas de imágenes— muestra células formadoras de melanina conocidas como melanocitos (de color naranja) moviéndose debajo de la piel del pez cebra para alcanzar sus posiciones finales. A su vez en verde, se observa el viaje de las células que forman un órgano sensorial en los peces conocido como línea lateral, que les sirve a estos animales para sentir vibraciones y ubicarse en el agua. “Es una especie de oído que recubre su cuerpo”, describe Zattara. “A medida que migran, como una especie de trencito, van dejando un grupo de células en el camino”.
Instantáneas de lo ‘invisible’
Casi a diario, imágenes en apariencia alienígenas asaltan la web: un primer plano de la cara de una hormiga; la mano de un embrión de gecko; redes de vasos sanguíneos en el intestino de un ratón; un huevo de mariposa.
El efecto es deslumbrante: al mismo tiempo que nos cautivan las imágenes de galaxias, nebulosas y cúmulos de estrellas lejanos de telescopios espaciales como el James Webb y el Hubble, los microscopios nos revelan un universo igualmente fascinante, aunque cercano.
Fue en 1904 cuando comenzó el asombro público por lo extremadamente pequeño. Por entonces, la Royal Society de Londres exhibió una extraordinaria colección de fotomicrografías realizadas por Arthur E. Smith: una garrapata de oveja; una diatomea; la sección transversal de un capullo de lirio. Pocos habían visto algo así: retratos hechos a través de un microscopio, imágenes que revelaban un mundo sorprendente, desconocido.
Las tecnologías pegaron un gran salto desde aquella primera exhibición. A su paso, abrieron un nuevo campo científico-artístico. “Cuando encuentro algo que es visualmente emocionante, determino de qué manera capturarlo”, señala el genetista hondureño Roberto Dabdoub, autor de Micro Art, quien a través de sus imágenes busca estimular una mayor apreciación del mundo natural. “Es casi como crear una pintura”.
Ya en 1868, el poeta francés Charles Baudelaire calificaba a la fotografía como “la más humilde servidora de las ciencias y las artes”. Con un alto nivel de aumento, las fotomicrografías revelan la compleja belleza de la naturaleza a una escala que nos es ajena.
“Tengo la oportunidad de descubrir nuevos mundos alienígenas llenos de algunos de los ejemplos más sorprendentes de belleza natural”, comenta el microscopista estadounidense Nathan Renfro. “Tener una cámara en mi microscopio me permite llevar a otros a lo largo del viaje y puedo hacer esto sin tener que subirme a un avión o conducir horas en un automóvil”.
En el caso de Zattara, su interés por la microscopía despertó cuando era niño. Pero no fue hasta que comenzó su doctorado en 2006 en la Universidad de Maryland y tuvo acceso sin restricciones a poderosos microscopios cuando se dedicó a fotografiar lo supuestamente invisible. “La primera vez que utilicé materiales fluorescentes fue con un gusanito”, cuenta. “Cuando miré la fotografía, lo primero que pensé era que se trataba de una imagen astronómica. Son paletas de colores que uno no ve en el día a día. Recuerda más a la psicodelia. La fotomicrografía nos permite ver un mundo desconocido, realidades que no vemos todos los días. Nos sacan de la escala de lo que uno está acostumbrado a ver”.
Premio a los retratos del micromundo
Con los años, Zattara fue ampliando su banco de imágenes y videos con todo aquello que encontraba y examinaba en estos dispositivos de precisión. En 2017, probó suerte y envió su primera imagen al Nikon’s Small World, un concurso anual de fotomicrografía organizado desde 1975 por la corporación multinacional japonesa. Se trataba de un gusano de mar rojo llamado Proceraea. “Me gustó como salió y la mandé”, recuerda.
En 2019, logró una distinción por una imagen de un embrión de Onthophagus taurus (escarabajo pelotero cabeza de toro). En 2020 repitió con un corte transversal de la cabeza de un escarabajo pelotero (Digitonthophagus gazella).
Y este año, se alzó con el primer premio de la modalidad video del concurso. “Cuando se trata de imágenes para mandar a un concurso de este tipo, antepongo la estética”, reconoce. “No son imágenes para publicar en un paper. En este caso, es muy importante la calidad. Muchas veces uno puede hacer ciencia con imágenes de menor calidad. Igualmente, uno va desarrollando un ojo artístico”.
En general, cuando se trata de imágenes para uso científico no se admite ningún tipo de manipulación intencional. Se considera esto una transgresión, fraude, fabricación de pruebas, en definitiva, trampa.
Pero en estos concursos, donde se juzga cada postulación por sus méritos científicos y artísticos —como originalidad e impacto visual—, ciertos tipos de licencias están permitidas: se puede ajustar la exposición o corregir el balance de color. “Una buena fotomicrografía es una imagen cuya estructura, color, composición y contenido es un objeto de belleza, abierto a varios niveles de comprensión y apreciación”, se lee en las bases del concurso.
Cada uno de estos retratos liliputienses es una ventana a un universo que solo se puede ver a través de la lente de un microscopio. “Nos da una nueva visión de la naturaleza”, reconoce Zattara, cuyas imágenes, a menudo etiquetado como #SciArt o #CienciArte en diversas redes sociales, han ilustrado portadas de revistas y obtenido reconocimientos como el Premio Ralph and Mildred Buchsbaum 2016 a la Excelencia en Fotomicrografía de la American Microscopical Society.
“Ayudan a entender y visualizar procesos de desarrollo. También para enseñar resultan fantásticos. En mis clases, antes contaba estos procesos con mímica. Ahora simplemente muestro fotos y videos. La nueva generación de biólogos tiene una comprensión mucho más dinámica de los procesos de desarrollo. Estas tecnologías son transformadoras”, enfatiza el investigador.
Si bien mantiene varias líneas de trabajo que van desde la genómica hasta la ecología comunitaria, el video ganador de este científico argentino no tiene mucho que ver con sus estudios. Fue, más bien, resultado de su amplia curiosidad.
Zattara estudia la disminución en la abundancia y diversidad de especies de abejas silvestres en todo el mundo. En los últimos años, su Grupo de Ecología de la Polinización ha secuenciado el genoma del abejorro nativo patagónico. También examina los parásitos de las abejas y caracteriza la diversidad de los abejorros invasores, que se importan de Europa.
“En algún momento voy a intentar fotografiar a una abeja con todos sus detalles”, admite. “Hasta ahora no había aquí en Bariloche un equipo poderoso de microscopía. Justamente, llegó uno este año al Centro Atómico. No pienso perder la oportunidad de usarlo”.
Fuente: SINC