CuestionateloTodo •  Memoria Histórica •  11/05/2017

Dos monumentos a Robespierre erigidos por los trabajadores soviéticos

Después de su asesinato en la guillotina en aquel infausto 28 de julio de 1794 (10 Termidor del año II de la Revolución), el recuerdo de Robespierre fue pisoteado por sus enemigos, aquellos que anteponían su enriquecimiento, sus intereses personales y sus ambiciones a los del pueblo. La contrarrevolución intentó borrar su memoria y hundir en el mar del olvido al que fue, junto a Saint-Just, Marat y otros jacobinos, fue uno de los grandes líderes revolucionarios que intentaran crear el reino de la felicidad para todos los hombres en la tierra, en lugar de en un supuesto más allá, luchando contra la incipiente burguesía capitalista que, al final, dado que las condiciones materiales no eran todavía las adecuadas para el triunfo de la Revolución, al contrario, no pudieron evitar que se desarrollara.

Dos monumentos a Robespierre erigidos por los trabajadores soviéticos

Mientras Napoleón Bonaparte, la figura histórica que surgiría después de su asesinato como símbolo de los restos desvirtuados de aquella Francia de la Igualdad, la Fraternidad y la Libertad, como encarnación del triunfo de la burguesia y el capital, fue recordado en efigies, monumentos y calles en casi todos los paises de Europa y el mundo, de Robespierre todo se intentó borrar.

No obstante, aquel que consideraba que la igualdad era imprescindible para alcanzar la libertad, que los enemigos eran los ricos, o que la virtud estaba en la vida austera y sin lujos, se convirtió en una pesadilla para los estafadores, especuladores, bandidos, explotadores y aprovechados de los años de la Revolución Francesa y hasta la actualidad.
Sin embargo, hubo dos monumentos a Robespierre erigidos en 1918 por las masas populares, por el pueblo, tras el primer triunfo real en la historia de una revolución popular, en este caso, dirigida por los trabajadores.

En primer lugar, el monumento a Robespierre en San Petesburgo, la futura Leningrado, un monumento que se deterioró por el paso del tiempo, porque los trabajadores lo erigieron con los materiales que tenían a mano, como cuenta Albert Mantfred, en el tercer capítulo de Tres retratos de la Revolución, en el que hace un análisis marxista de la figura del revolucionario de Arras. Este monumento ya no se conserva, aunque en el momento de la primera edición de esta obra, editada en 1979 por la Editorial Progreso en Moscú, todavía existía a las orillas del Neva un malecón denominado con el nombre del terror de la burguesía francesa y mundial, Robespierre.

En segundo lugar, existío otro en Moscú, realizado por los propios trabajadores y hecho estallar por los contrarrevolucionarios el mismo año en el que se erigió, en 1918, como describe Elizabeta Drabkina, en su obra Pan duro y negro.

A continuación, compartimos los fragmentos que los dos autores citados dedican a los monumentos dedicados a Maximiliano Robespierre, únicos en el mundo y elevados en memoria de sus sueños de un mundo justo, de su lucha por un mundo sin explotación, y de su esfuerzo por dirigir una revolución contra la incipiente burguesía que, entonces, era todavía imposible de llevar hasta el final porque no existían aún las condiciones materiales para ello, como poco más tarde demostrarían Marx y Engels, ciertamente sus continuadores.

Los relatos que compartimos a continuación nos recuerdan como el revolucionario francés fue amado tanto por los saint-culottes contemporaneos, los desposeidos del siglo XVIII, como por los trabajadores y campesinos rusos en su lucha por emanciparse de la miseria y la explotación, que le consideraron uno de los suyos. En realidad, Robespierre fue el lider de las aspiraciones de las masas explotadas, excluidas, saqueadas, y por ello fue y será recordado siempre como uno de los que marcaron el camino hacia la construcción de un mundo donde la igualdad y la solidaridad sean los dos pilares básicos de la libertad.

«El interés del pueblo es el interés común; el interés de los ricos es un interés privado». «Es necesario dotar a los descamisados de armas, pasión, conocimientos. O exterminamos a los enemigos interiores y exteriores de la República, o perecemos con ella» , son frases del lider jacobino recordadas por Elizabeta Drabkina.

Los que acabaron con él, los termidorianos, volvería a actuar más tarde también en la Revolución Soviética, tras la muerte de Stalin, como también actuarian en China tras el fallecimiento de Mao. Porque, como señaló este último, el enemigo de la revolución está siempre agazapado, dentro del propio partido, entre los aliados, y la lucha contra él, la lucha de clases, ha de ser continua, sin bajar nunca la guardia y, sobre todo, sin piedad.

Monumento a Robespierre (Elizabeta Drabkina,  Pan duro y negro).

En cierta ocasión nuestros muchachos de la Unión de la Juventud armaron un alboroto increíble:
 

Robespierre el día de su ejecución, por David

– ¡Es una vergüenza! ¡Pronto será el aniversario de la Revolución y hay que ver lo que está pasando! ¡Como bajo el régimen zarista!

– ¿Qué había ocurrido? ¿Qué pasaba?

– ¡Te imaginas! Por todo Moscú han colgado retratos de burgueses. Jetas mofletudas, lustrosas, con monóculo; y ellos se repantigan y con descaro muestran los dientes a la revolución proletaria.

– ¡No digas tonterías! Eso no puede ser.

– ¿Que no puede ser? ¡Vamos y lo veréis!
Fuimos… En la travesía Stoléshnikov, en la Neglínnaia y en la Tverskaia habían colgado enormes anuncios de cigarrillos «Sir» a todo lo largo de las fachadas. En ellos se veía a un mundano gentleman con monóculo. Fumaba un cigarrillo y arrojaba una bocanada de humo.

– ¿Qué dices ahora?

– Efectivamente, es una vergüenza.

Decidimos ir a protestar al Soviet de Moscú. Nos escucharon con atención, cosa poco frecuente incluso en aquellos tiempos poco burocráticos; tomaron nota de lo que decíamos y prometieron descolgar inmediatamente aquellos carteles o embadurnarlos. Al día siguiente, en efecto, aparecieron en las calles obreros con cubos de pintura. A grandes brochazos liquidaron aquellas fisonomías burguesas y demás anuncios, con el asenso de los espectadores: «Han colgado ahí esa porquería ensuciando toda la ciudad. Puro mercantilismo. ¡Como si a la gente no le hiciera falta otra cosa!»
Durante el mes siguiente, en Moscú, se inauguraron probablemente más monumentos que a todo lo largo de su historia precedente y futura.

Un domingo, precisamente cuando se celebraba el I Congreso del Komsomol, se inauguraron de golpe cuatro monumentos: a Shevchenko, a Koltsov, a Nikitin y a Robespierre.

– ¿A dónde vamos? -se preguntaban los muchachos en la residencia de los delegados al Congreso-.

¿Al de Koltsov? «¡Animo, Sivka!» No, no es de nuestra época. ¿Al de Nikitin? «Me cayeron en suerte tristes canciones…», tampoco nos va. Merece la pena contemplar a Shevchenko, y mejor aún a Robespierre: «El interés del pueblo es el interés común; el interés de los ricos es un interés privado». «Es necesario dotar a los descamisados de armas, pasión, conocimientos. O exterminamos a los enemigos interiores y exteriores de la República, o perecemos con ella». En una palabra: ¡Incorruptible! ¡Vamos, camaradas, al monumento a Robespierre!

Se había decidido erigirlo en el Jardín de Alejandro. Cuando llegamos, el monumento estaba tapado con un trozo de tela y el pedestal rodeado de guirnaldas de flores naturales. Se habían congregado no menos de cinco mil personas. Los representantes de los distritos obreros llegaron portando banderas rojas y coronas de crisantemos blancos y color lila.

La cabeza de Luis XVI, Luis Nicolas Lemasle

 

Apareció Piotr Guermoguénovich Smidóvich, presidente del Soviet de Moscú. La orquesta interpretó La Marsellesa. Smidóvich tiró de la tela y el monumento a Robespierre quedó descubierto a los presentes. Se concedió la palabra al comunista francés Jacques Sadoul.

Dos meses atrás, Jacques Sadoul era todavía funcionario de la misión militar francesa. Su biografía era poco corriente. Abogado, hijo de una combatiente de la Comuna de París, ingresó siendo muy joven en las filas del Partido Socialista y fue elegido secretario de la federación de dicho partido en el departamento de Vienne. Durante la primera guerra mundial, se adhirió a los social-patriotas, trabajó en el Ministerio de Abastos, siendo la mano derecha del rabioso chovinista Albert Thomas, quien le envió en septiembre de 1917 a la misión francesa en Rusia como hombre capaz de hacer entrar en razón a los obreros rusos y persuadirles de que continuaran siendo carne de cañón para los imperialistas de la Entente.

Cuando Sadoul llegó a Rusia y se entrevistó con Lenin y otros bolcheviques, cuando vio con sus propios ojos la revolución rusa, comenzó a apartarse de las posiciones del social-patriotismo francés. Sus nuevos puntos de vista los expuso en una serie de cartas enviadas a Francia, que luego reunió en un libro bajo el título de ¡Viva la Revolución Proletaria! En agosto de 1918, Sadoul rompió definitivamente con la misión militar francesa e ingresó en el Partido Comunista,

Era un auténtico francés, alegre, vivo, ingenioso, galante. Al pasar junto a él por Moscú, con guerrera y enormes zapatones de soldado, Sadoul inclinaba su elegante figura, te tendía la mano al atravesar la calle, lo que te hacía darte cuenta de repente de que eras una dama.

Jacques Sadoul se encontraba al pie del monumento a Robespierre y dirigiéndose al pueblo ruso pronunciaba un discurso como comunista y como francés.

– La burguesía ha tratado por todos los medios de minimizar la importancia de la Revolución Francesa y deshonrar a Maximiliano Robespierre -decía-. A nadie odiaba tanto como a este honesto y fiel revolucionario. El Poder soviético erige un monumento a Robespierre, mientras que Francia carece de un monumento semejante. La burguesía ha calumniado a Robespierre del misma modo que ahora difama a nuestros jefes. Robespierre sabía que solamente se puede organizar el nuevo régimen destruyendo todo lo viejo. Al ejercer el terror rojo, no era más que un ejecutor de la voluntad del pueblo, cuya ardiente ira expresaba. ¡Viva la Revolución Francesa pasada y futura!

– ¡Hurra! -gritaron alrededor-. ¡Viva la Revolución! ¡Viva el comunismo! ¡Viva el proletariado francés!

La orquesta tocó La Marsellesa. Mantearon a Sadoul, le besaron, la gente le invitaba a su casa.
En unos días se erigieron, poco menos que en todas las plazas de Moscú, monumentos a revolucionarios, poetas y escritores. Sólo unos cuantos estaban fundidos en bronce; la mayoría eran de hormigón, de un hormigón de pésima calidad. En todas las secciones artísticas había entonces camaradas que, no se sabe por qué motivo, veían el camino real del arte proletario en el futurismo. Por tal motivo los monumentos tenían forma de cubos rectangulares, coronados por troncos achatados representando las cabezas. El tiempo, con su acción destructora, terminó de afearlos por completo. Pero a nosotros, aquellas primeras obras de la Revolución nos parecían hermosísimas, y éramos sinceros de verdad al decir llenos de entusiasmo que los monumentos perdurarían en la eternidad.

Todo esto lo miraba de reojo la roña intelectual, de la que Chéjov decía mofándose: «Es muy inteligente, educado, se ha graduado en la Universidad, incluso se lava por detrás de las orejas». Esta roña oía conferencias filosóficas de Shpet, se consideraba admiradora de la escuela fenomenológica de Husserl, aplaudía los «Jalones», a Miliukov, a Struve y a Tugán-Baranovski, asistía a los estrenos de obras de Maeterlink, leía con pasión a Vladímir Soloviov, declamaba los versos de Viacheslav Ivanov; de día visitaba las inauguraciones del «Mundo del arte» y «La Sota de Oros» y terminaba las noches con cupleteras en los reservados del «Yar», Por todo eso suponía que ella, y sólo ella, era la sal de la tierra rusa. No habiendo sabido o podido todavía unirse a Denikin o Kolchak, participaba en la medida de sus fuerzas en los complots contrarrevolucionarios, usaba de sarcasmos y urdía algo.
Esta roña parecía que palpaba los monumentos con su mordaz mirada, percibía su fealdad, descubría las manchas causadas por la humedad, señalaba con el dedo los defectos y grietas del deleznable hormigón y profetizaba triunfante que los monumentos se vendrían abajo rápidamente. Esto era verdad, pero sólo su verdad, la verdad de los parásitos.

¿Y nuestra verdad? ¿En qué consistía? En que el proletariado llamaba a las grandes figuras del pasado a situarse a su lado, en sus filas. Y las más preclaras mentes, los mejores corazones de la humanidad marcharon con la clase obrera al asedio de los bastiones del capitalismo.

Allí donde hay combates, hay víctimas. La noche del 7 de noviembre de 1918 el monumento a Maximiliano Robespierre, alzado junto a la muralla del Kremlin, fue volado por una mano criminal…

Epílogo del Capítulo III, Albert Mantfred, Tres retratos de la Revolución

Nuestra narración se aproxima a su fin. Que me disculpe el lector si en lugar de un epílogo, de conclusiones fundamentadas y meticulosamente argumentadas,  que  resuman  los  resultados  de  los  procesos  históricos que  hemos  relatado  en  el  presente  libro,  me  permito  evocar  algunos recuerdos personales.

Nací y crecí en Leningrado. Allí fueron enterrados mi madre, mi abuelo,  mis  bisabuelos.  Y aunque  ya  hace  muchas  decenas  de  años  que  no vivo en el lugar en que nací, continúo sintiéndome muy atado a él y de vez  en  cuando  regreso  a  la  ciudad  con  la  que  estoy  íntimamente  familiarizado y en la que todo me recuerda la lejana época de mi infancia y mi juventud.
 

Estatua de Robespierre por Sarra Lebedeva (1920)

Al  igual  que  muchos  leningradenses de  la  vieja  generación,  al  llegar  a esa ciudad, me alojo en un hotel y el teléfono de mi habitación permanece  mudo.  En  esa  ciudad  ya  no  me  queda  ningún  pariente,  ningún amigo cercano. Tampoco existe ya el cementerio en el que fueron enterrados  mis  padres  y mis  antepasados.  Cada  vez  que  viajo  a  mi  ciudad natal  visito  el  cementerio  Piska-rióvskoie  y  permanezco  allí  durante largo  rato  observando  las  largas  filas  de  tumbas  anónimas,  en  cuyas lápidas sólo figuran los años: 1941, 1942, 1943, 1944. Bajo estas lápidas yace todo aquello que estuvo relacionado con los años de mi infancia, con mi destino.

Al  visitar  Leningrado  deambulo  por  las  calles  de  mi  lejana  infancia  y mi juventud. Y allí, al pasar junto a las casas de piedra que conozco tan bien  y  que no  han cambiado  a lo  largo  de  las décadas,  retorno  mental- mente a los años pasados, a una época que jamás volverá.

Cuando  estoy  en  Leningrado  me  ocurre  algo  extraño:  la  memoria  me hace  retroceder  hacia  los  acontecimientos  del  primer  año  de  Revolución. En  agosto  de  1918,  varios  meses  después  del  triunfo  del  Gran Octubre,  en  Moscú,  en  el  parque  Alexandrovski,  ubicado  junto  a  las murallas del Kremlin, tuvo lugar una gran celebración. En cumplimiento  de  un  decreto  del  Consejo  de  Comisarios  del  Pueblo  firmado  por Lenin  sobre  la  erección  de  monumentos  a  la  memoria  de  destacados revolucionarios del pasado, fue inaugurado solemnemente uno en honor al líder de la Revolución Francesa Maximilien de Robespierre.

El  monumento  al  dirigente  de  la  Revolución  Francesa  fue  uno  de  los primeros  erigidos  en  la  capital  de  la  joven  República  Soviética.  En aquellos primeros  meses  del  Poder  Soviético, cuando  ya  había  comenzado  la  guerra  civil,  cuando  la  República  experimentaba  una  enorme escasez  de  todo de  pan,  combustible,  metal,  armas ,  el  pueblo  que combatía contra los enemigos no tenía bronce ni mármol para construir el  monumento  al  gran  jacobino.  Tampoco  había  tiempo  para  erigir  un monumento que perdurara durante siglos.

Transcurrieron  algunos  años  y  la  imagen  escultórica  de  Robespierre, hecha de un material poco resistente, comenzó a deteriorarse, y al cabo de poco tiempo quedó destruido. Hoy en día resulta imposible encontrar el monumento ni el lugar donde estaba situado.

Cada  vez  que  visito  Leningrado  recuerdo  ese  efímero  monumento  a Robespierre en el parque Alexándrovski de Moscú. He aquí por qué.

Ya he dicho que al llegar a la ciudad de mi infancia y mi juventud recorro los lugares que me son en particular queridos. Si hoy ustedes visitan Leningrado cuna de la Revolución Rusa si recorren la avenida Liteini hasta el final, hasta las orillas revestidas de granito del Neva y doblan hacia la derecha podrán ver un gran letrero de esmalte azul que salta a la vista: Malecón Robespierre.
Malecón  Robespierre…  Ese  nombre  le  fue  otorgado  en  los primeros días  de  la  Revolución,  poco  después  de  la  insurrección  armada  de  Octubre y lo ha conservado hasta nuestros días.

Cada  vez  que  visito  mi  ciudad  recorro  el  malecón  Robespierre,  a  lo largo  de  las  orillas  de  granito  del  Neva.  También  Usted,  lector,  puede hacer ese recorrido. No lo lamentará. Y si desde el malecón Robespierre  contempla  directamente  a  lo  ancho  del  Neva,  en  la  orilla  opuesta verá los contornos bien definidos de la imagen escultórica de Vladímir Ilich  Lenin  sobre  un  carro blindado, con el brazo  extendido hacia adelante.

Observe  ese  esmalte  azul  del  letrero: Malecón  Robespierre  y  el  monumento a Lenin que se alza a lo lejos, del otro lado del Neva.

 En  esa  asombrosa  conjugación  de  nombres,  grabados  en  la  piedra  y  el metal  de  la  ciudad  revolucionaria,  en  ese  mudo  diálogo  entre  dos  épocas tan diferentes Usted oirá la voz de la historia, percibirá el nexo vivo que une las épocas, el principio y el fin, que unen con hilos invisibles el lejano siglo XVIII y sus héroes al mundo nuevo que nació en el XX.


Robespierre /