Kepa Arbizu •  Cultura •  22/12/2022

Joe Strummer, rebelde por convicción

El mismo año en que se cumplen setenta años del nacimiento de una de las figuras icónicas del movimiento punk, también coincide con la conmemoración, el 22 de diciembre, de las dos décadas transcurridas tras su repentino y fatídico fallecimiento de un ataque al corazón.

Joe Strummer, rebelde por convicción

Sin ánimo de aplicar teorías relacionadas con el determinismo social a la inspiración creativa, resulta sin embargo evidente que hay ciertas expresiones culturales que, por su propia idiosincrasia, permiten tender puentes más robustos con ciertos estratos. Por ejemplo, el punk, dada su naturaleza subversiva y su espíritu motriz del “Do It Yousrself”, una llamada a sobreponerse a cualquier limitación, se presentó desde su origen como un movimiento que, enclavado en una Gran Bretaña donde la crisis laboral dibujaba un paisaje de cruentas desigualdades, sirvió de reclamo principalmente a los jóvenes menos agraciados económicamente. Por eso a priori no parecía que fuera el destino acorde para John Graham Mellor, nacido en el seno de una familia acomodada conformada por una madre enfermera y un padre diplomático. Profesión de este segundo que supondría para la infancia de sus dos hijos un continuo viaje alrededor del mundo, de ahí que el menor de ellos naciera, debido a una de esas estancias coyunturales, en Ankara, Turquía. Un nomadismo que acabó abruptamente tras la decisión de ingresar a su prole en un internado, el City of London Freemen’s School, lo que desembocó en una inevitable ruptura del vínculo familiar, supeditado desde ese momento a visitas anuales.

Tal reclusión, más allá de confirmar la estricta educación paternal, devino en la confrontación directa del joven John con una institución donde la mano dura se vivía tanto en las aulas como en el trato diario entre compañeros, convirtiéndole en tal mal estudiante como en un forzado -pero perfecto- aprendiz de la necesidad de morder antes de ser mordido, labrándose así un papel de líder en cuanto a supervivencia en ese micromundo en el que estaba segregado. Todo un proceso de descompresión afectiva que sufriría un golpe definitivo tras el suicidio de su hermano, David, al que pese a no unirle una relación en absoluta cordial, en buena medida por sus claras simpatías con el fascismo, su trágico desenlace influyó decisivamente en la instauración de una mirada más cruda e incisiva hacia su alrededor.

Su llegada a la escuela de arte de Londres, tras acabar los estudios básicos, no fue sino un mero interludio donde sus breves aspiraciones ilustradoras no lograron nunca sobreponerse a una vocación, la musical, que ya iba despuntando en su interior. Si escuchar a Little Richard, los Beach Boys o Woody Guthrie, del que adoptaría su nombre para darse a conocer, fueron su rito de iniciación, también lo supuso acompañar al por aquel entonces músico callejero Tymon Dogg, con el que colaboraría puntualmente a lo largo de toda su carrera y que de alguna manera se significó como su primer maestro. Un paso previo a la formación de una efímera y nada relevante banda, The Vultures, fruto de su estancia en Newport (Gales), una ciudad obrera y hosca en la que, alguien procedente de su “posición”, sorprendentemente se sentía especialmente cómodo y acogido.

Pero esa aventurera y anárquica personalidad que parecía innata ya desde su nacimiento, enseguida le señaló que sus aspiraciones debían pasar necesariamente por la capital, Londres. Y el destino le dio la razón, porque fue allí donde su trayectoria, a todos los niveles, iba a tomar un impulso a la postre imparable. La convivencia en la casa ocupada ubicada en el 101 de Walterton Road, donde además se iba a cruzar en su camino emocional Paloma Romero , quien mas tarde sería Palmolive, bateria de The Slits, le sumergió en un hervidero de personalidades y actitudes que confluyeron en el nacimiento de The 101’ers, grupo bautizado en honor a la dirección donde estaban alojados. Fue precisamente su capacidad natural para ser el centro de atención y conseguir cautivar a los que le rodeaban lo que le granjeó encabezar una formación, de alineación guadianesca, que hacía de su vibrante rhythm and blues la mejor carta de presentación posible para ser demandada y conocida en todas las fiestas que por la zona se organizaban. Tal fue su éxito que llegaron a telonear a Van der Graaf Generator, siendo más notoria todavía, de cara al futuro que le esperaba al todavía conocido como Woody Mellor, la experiencia de compartir escenario con unos recién aparecidos de nombre Sex Pistols.

Durante esa actuación, su magnetismo personal y la tensión con la que ejercía de “frontman” no pasó desapercibido para una audiencia entre la que se encontraban Mick Jones, por aquel entonces miembro de London SS, y Bernie Rhodes, autoproclamado inventor del punk. Rápidamente el contacto entre ellos fue inevitable, como irrechazable -para alguien que tenía ya marcado el propósito de triunfar en la música- supuso la propuesta de impulsar juntos un proyecto. Rebautizado para la ocasión como Joe Strummer, por su peculiar y furiosa manera de rasgar las cuerdas de la guitarra, la simiente para el nacimiento de la icónica banda The Clash estaba lanzada, solo faltaba alguien con la capacidad para espolear su crecimiento, y si de algo sabía Bernie Rhodes, era de manejar los mecanismos del marketing y hacer de su figura de manager un ente omnímodo capaz de convertirse en gran timonel de todas las decisiones, una actitud que si bien les resultó esencial para abrirse camino no fueron pocos los problemas que aportarían sus cada vez más impositivas pretensiones. Con el embrión listo para nacer, inducido por la revelación que supuso por un lado Lydon y sus secuaces como el apabullante aterrizaje de otros recién llegados llamados The Ramones, The Clash debutan en el año 1976 con una formación compuesta por el propio Strummer junto a Mick Jones, Paul Simonon, Keith Levene y Terry Chimes. Aquel joven procedente de la alta alcurnia sentía que había encontrado entre los suburbios y alejado de los buenos modales su medio de expresión, e iba a depositar toda su determinación en cumplir el gran anhelo de triunfar haciendo lo que le gustaba; pero ya se sabe que, como en tantas ocasiones, cuando se consigue abrazar los sueños más ambicionados, su resquebrajamiento también contiene el dolor más profundo.

Pese a esa admirable iniciativa que todas las bandas jóvenes, y más en un movimiento como el punk llamado a destronar a los viejos dinosaurios y sus obsoletas maneras, tienen por desacralizar e incluso doblegar al Antiguo Régimen musical, la puesta en escena de dicho derrocamiento suele resultar más complicado de lo expresado. Aunque The Clash siempre destacaron por su compromiso idealista y portaban la necesaria arrogancia para no dejarse embaucar por las viejas tretas del “show business”, la realidad es que los conflictos internos y morales se irían amontonando en paralelo al cada vez mayor éxito cosechado. Porque si su inaugural y homónimo álbum junto a “Give ‘Em Enough Rope” les situaba en plena línea del frente de la actitud más directa y combativa, a través de himnos de la talla de “White Riot” o “Tommy Gun”, “London Calling”, les catapultaría hasta al estrellato abriendo su fiero sonido a influencias procedente de otras latitudes, fórmula que se exponenciaría en el ambicioso triple álbum “Sandinista”. Una diversidad achacable sin duda a todas las enseñanzas recogidas durante sus diversas estancias en unas casas ocupadas de población multiracial que hicieron que ritmos como el reggae, el dub o el ska se convirtieran, y se asumieran, como parte de su acervo cultural .

Para entonces, las giras ya alcanzaban rutas mundiales y el seguimiento masivo de público les convertía, a su pesar, en estrellas del rock, categorización, con todas las connotaciones que ello acarrea, siempre repudiada por el grupo pero que resultaba inevitable de usar. Esa distancia jerárquica con el oyente que en todo momento habían intentado regatear se torna inevitable dado el status cosechado, una condición que perturbaba notoriamente sus cerebros y pese al previo éxito comercial que les dio tiempo a conquistar con “Combat Rock”, el enfrentamiento y expulsión de Mick Jones, baluarte musical de la formación, fue el paso inevitable, tras un deslavazado “Cut the Crap”, sostenido por una alineación para entonces totalmente irreconocible y sin nivel suficiente para mantener el mastodóntico engranaje que ya movía la banda, para la llegada del final de una de las historias, la protagonizada por The Clash, que no la de Joe Strummer, más incendiarias y sugerentes.

Fue durante la que terminaría por ser su última gira bajo ese nombre cuando aparecen diversos acontecimientos que zarandean la vida de Strummer: su paternidad, la casi enlazada pérdida de su padre y madre y por supuesto una absoluta desafección con ese papel de predicador que se le había otorgado y que empezaba a representar precisamente todo aquello a lo que se había opuesto. En ese atribulado momento personal, detalles como conocer que una de las bombas que Estados Unidos pretendía usar en la Guerra del Golfo llevaba escrito uno de los títulos de sus temas, “Rock the Casbah”, tuvo el significado de una revelación que le hizo comprender el punto en que se encontraba el grupo, donde sus objetivos por intentar transmitir un mensaje se habían vuelto ilegibles o por lo menos embarrados por el éxito. Y la mejor manera de afrontar esa situación para alguien como nuestro protagonista fue escapar y abandonar el proyecto, sentenciando su muerte. El final de The Clash supuso por una parte la desaparición del grupo que de manera más honesta había hecho de relatores de las tragedias forjadas por el liberalismo, convirtiendo sus canciones en la perfecta y trágica fotografía de de una clase trabajadora que soportaba, y también se levantaba, contra el esclavismo laboral mientras alzaba la voz frente al racismo o las guerras imperialistas. Pero no menos importante era la constatación de la defunción de la aspiración vital e ideológica a la que se había encomendado desde sus inicios Joe Strummer.

Era tiempo de tomar decisiones, de cambios, algo para lo que no se sentía con las fuerzas suficientes, por lo que su opción fue invisibilizarse dirigiéndose a otro punto del mapa, en este caso situado en Granada, una cultura que había conocido de primera mano debido a su noviazgo con Paloma. Obstinado en lanzarse a la búsqueda de los restos del poeta Federico García Lorca, tarea a la que incluso se dedicó armado de pico y pala, dicha noble misión encubría otra búsqueda quizás más importante todavía, la de John Graham Mellor. Su estancia en Andalucía, alargando sus fronteras hasta la Malasaña de Madrid, se terminó de sopetón al llegarle la noticia del nacimiento de su otra hija. Espoleado por los vientos del sur y esa faceta familiar revitalizada, su regreso sin embargo no fue encaminado al mundo musical, o por lo menos no del modo del que quizás mucho pensaban. Sus colaboraciones en el cine, ya fuera como actor (a las ordenes de Jim Jarmusch o Aki Kaurismaki entre otros) o haciendo bandas sonoras, pronto derivaron en una reactivación de su ánimo, en esta ocasión gracias al contacto directo con los festivales, las largas horas al albur de las hogueras y el ideario hippy. Su regreso a las tablas, en este caso entrando a formar parte eventualmente de The Pogues, supuso la antesala a un nuevo proyecto, Latino Rockabilly War, plasmado en el álbum, «Earthquake Weather», un trabajo en el que todavía quedaba en evidencia su falta de forma creativa. Unas composiciones que, sin embargo, y precisamente dado su limitado valor, le sirvieron para lanzar un órdago a su sello discográfico, Epic, del que finalmente consiguió desligarse. Fue a partir de ese momento cuando, buscando entre clubes bohemios y juntándose con intérpretes de diversa y a veces inhóspita condición, puso en marcha la mestiza banda The Mescaleros, un proyecto de itinerante formulación donde compendiaba todas las músicas que habían pasado por sus manos envueltas como siempre, aunque sin la virulencia pasada, de un ánimo contestatario.

Fue esta denominación y sus tres álbumes editados, contando el lanzado de forma póstuma, el último capítulo de un legado que el 22 de diciembre del 2002, fruto de un ataque al corazón consecuencia de una enfermedad congénita, ponía punto y final. Se trataba de una dolencia que siempre había estado en su cuerpo acechando y que eligió para manifestarse, tal vez como una cruda paradoja o quizás con el decoro que se merece un mito como él, el momento en que parecía haber encontrado ese rumbo de paz y concordia siempre truncada. Y es que aunque siguió usando su nombre de guerra hasta el último instante, en esta postrera etapa da la sensación que en realidad fue más John Graham Mellor que nunca, ese niño empujado a la rebeldía por las circunstancias pero que había descubierto la fórmula para canalizarla y sentirse a gusto consigo mismo y con los demás. Puede que ese repentino, y siempre fatídico colofón, hubiera estado esperando agazapado el instante más propicio para rubricar como se merece la trayectoria de una leyenda que, sin amainar nunca su flamígero y necesario discurso, había conseguido encontrar un hogar del que sentirse parte, algo que probablemente nunca había poseído hasta entonces.


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