“Ruido”, de Natalia Beristain. Contra el silencio cómplice
La directora mexicana, en su tercera película, entrelaza la ficción con el documental para convertir en protagonistas a todas aquellas personas que buscan a sus seres cercanos desparecidos consecuencia del feminicidio “instaurado” en su país.
Tan acostumbrados como estamos a cuantificar las diferentes tragedias que asolan el planeta a través de cifras, hemos convertido dichos números en fríos datos despojados del sufrimiento real con el que están escritos. Y si algo persigue esta excelente película, “Ruido”, es precisamente derretir ese hielo matemático que anestesia nuestra empatía para transformarlo en un cara a cara con el dolor que no podamos esquivar. Por eso, aunque los espeluznantes datos detallen el sangriento caudal sobre el que nada México, que acumula más de 25 mil mujeres a la espera de ser encontradas, su pretensión es hacer aflorar los nombres y apellidos -entonados en una tétrica canción con la que finaliza el metraje- que moran tras esas lapidarias estadísticas. Inundando sus fotogramas de rostros marcados por unas facciones que atraviesan la pantalla, su imponente presencia nos exhorta a descubrir la desgarradora historia de quienes protagonizan esas luctuosas noticias a las que les dedicamos pequeños reductos de nuestro tiempo.
El tercer largometraje de la realizadora mexicana se expresa por igual como película dramática que a modo de ejercicio documentalista. Dos pulsiones que no fluyen en paralelo sino de manera entrelazada, de ahí que su formato más artístico, definido por su cuidado montaje y edición, encaje a la perfección con el ánimo de reproducir fielmente la heroica tarea de asociaciones como “Voz y dignidad por los nuestros” o el colectivo “Buscándote con amor Estado de México”. Sustentada por un lógico espíritu sobrio y realista, eso no impide que su narración se escriba a modo de flashback o que recurra a elementos simbólicos derivados de su título, como el estridente pitido en los oídos que atormenta a su protagonista o el uso de una música que por instantes retumba bajo percusiones casi funerarias. Elementos, pequeños pero significativos, que instauran un ambiente entre onírico e inquietante con el que completar y expandir su premeditado afán reportero.
Nunca una historia basada en hechos reales, como es el caso, ha tenido una condición -por desgracia- tan universal, ya que el suceso escogido, la desaparición de una joven durante un retiro vacacional, podría encontrar un contexto igual de verosímil casi en cualquier momento y rincón del planeta. Pero más allá de esa denuncia global, la película pertenece a un tiempo y a un lugar, siendo nada aleatorio además que la elección responda a personas pertenecientes a una clase acomodada, despreciando así ese estigma que coloca la violencia contra las mujeres en contextos marginales. De lo que no cabe ninguna duda tras asistir a esta filmación es que el feminicidio, un concepto que en este marco conlleva en su propia terminología la dejación por parte de los poderes públicos (como subrayan fragmentos que describen una insoportable desidia e incluso el uso de sobornos para atraer su colaboración), actualmente resulta un mal endémico en el Estado azteca, tiñendo de negro todo su organigrama social.
Interpretada magistralmente por Julieta Egurrola, madre de la directora, algo que redunda en el vínculo familiar que desprende la película, Julia es una de tantas personas que buscan denodadamente a un familiar en paradero desconocido. Ese proceso por conocer la verdad, sea cual sea el color de ésta, será al mismo tiempo, y resulta una de las claves del guion, una evolución en su forma de afrontar la tragedia, ya que si en unos primeros instantes se definirá por una actitud más individualista y cerrada en sí misma, con el paso de los minutos se irá acercando al convencimiento de que el trabajo en común, además de más útil, es capaz de generar una sororidad en la que sentirse más arropada. En contraposición a esa abnegada determinación por llegar hasta el final del camino, la postura de su marido, al que da vida el también padre de la realizadora, uno de los escasos papeles masculinos que aparecen, optará por aceptar cuanto antes el peor de los desenlaces como requisito par poder comenzar su duelo.
Mientras que ese tipo de tramas secundan la parte más “ficcionada” de la cinta, será todo lo que se refiera a la búsqueda de pesquisas, en la que ayudará una joven periodista, personaje relevante en buena medida por representar ese punto de encuentro con una nueva generación que sobre todo lucha por el futuro más que por el presente, lo que sustente aquellos elementos absolutamente verídicos, plasmados en la manera de trabajar de distintas asociaciones que a lo largo del país se reúnen para buscar, principalmente aunque no exclusivamente, a sus hijas o familiares desparecidos, un trayecto común donde todas las víctimas son en realidad la misma. Que las batidas emprendidas con el fin de hallar restos humanos a lo largo de grandes espacios naturales sean rodadas en su hábitat real todavía las convierte en más escalofriantes, haciendo añicos cualquier código jerárquico entre espectador y directora para involucrarnos directamente en esa lucha por la dignidad.
Si trascendente resulta ver y escuchar testimonios contados de viva voz para comprender el suelo lleno de cadáveres sobre el que está instalado el país, igualmente lo es todo ese periplo vivido por la protagonista, involucrada activamente en la búsqueda no ya de su hija, obviamente, sino en la de todas esas otras víctimas invisibles que han pasado a ser también sangre de su sangre, como en su escalonado acercamiento hacia una militante juventud que se organiza y declama justicia, porque desgraciadamente nadie está a salvo en un lugar donde el genocidio hacia las mujeres se ha convertido en práctica habitual. Una simbiosis intergeneracional que alcanzará toda su plenitud en un apoteósico y vibrante final, cuando durante el transcurso de una violenta -por la represión sufrida- manifestación, esa tumultuosa concentración se convertirá en el hogar y en el “ruido amigo” de la ya veterana protagonista.
Perteneciente a esa larga, aunque siempre insuficiente, estirpe de obras audiovisuales que indagan en el variado concepto relativo a las desapariciones, desde la mítica “Desaparecido” de Costa-Gavras hasta la reciente “Madres paralelas” de Almodóvar, “Ruido” escoge destacar sobre todo por priorizar los rostros, los nombres, los apellidos, los ojos entristecidos para siempre, las palabras que aunque lapidadas por el dolor siguen encarnando la esperanza de sanar -si eso es posible- su dolor intentando curar el ajeno. Natalia Beristain consigue liberar del anonimato a esas figuras «invisibles» ensalzando a la vez la encomiable y más necesaria que nunca pelea conjunta. A modo de ensordecedor lamento coral, la película señala a la inacción y al mutismo como esos colaboradores indispensables para fraguarse los más infames episodios de la historia, y éste es uno de ellos, al que además asistimos, aunque nos empeñemos en no mirar, en riguroso directo.
KEPA ARBIZU.