Vivir en un pueblo
Vivir en un pueblo es como vivir en una casa grande cuyo patio, es la calle, o la puerta de esa casa.
Un territorio pequeño donde todos se conocen, todos hablan de los que se conocen, todos guardan secretos reales o inventados, pero guardan.
Es una gran casa donde existen, se sabe, las típicas jerarquías etarias, de clase, de pertenencias diversas.
Esas jerarquías derivan en dogmas, costumbres e imposiciones varias que deben ser aceptadas por los que allí residen.
Una especie de pacto no consensuado, pero que no se debe cuestionar a la hora de la convivencia.
No hay intercambio posible entre los que llegan y los que ya estaban en ese pueblo.
Hay un orden «natural y vertical» que desciende desde las cúpulas: las familias de apellidos ilustres suelen dictaminar las normas. La obediencia es la norma.
En esa casa grande no se admiten personas o grupos que puedan modificar el orden establecido de ninguna forma.
No se concibe la amplitud, y la diversidad es un slogan de campaña y nada más.
Nadie puede perderse en un pueblo, porque todos, o casi todos, saben dónde cada uno está; ya sea por su coche, o moto o bicicleta, saben.
Las voces ancestrales son las regidoras de los lenguajes, y polemizar en ese sentido, podría costarnos la expulsión simbólica de todos los sitios posibles en la pequeña gran casa pueblerina.
En un pueblo, también existe una doble moral que dice que hay cosas que sólo les está permitidas a los jerárquicos; amantes, lujuria e intercambio de favores por debajo de la cama.
Eso sí, luego a misa.
Lo que no puede ocultarse en los pueblos, es el ruidoso silencio que hace lo no dicho, lo que conviene callar.
Néstor Tenaglia Álvarez
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