“Mi reno de peluche”, de Richard Gadd. Conjugando el verbo acosar
El nuevo éxito de la plataforma Netflix llega de la mano de una serie basada en la propia experiencia de su creador, un relato estremecedor, más allá de por el hostigamiento que padece su personaje, por su capacidad para exponer las consecuencias generadas por la vulnerabilidad de sus personajes.
Pocos conceptos a la hora de definir la relación entablada entre el público y una obra creativa resulta menos inocente e inadecuado que el expresado bajo el término de “consumidores de cultura”. Pero también es cierto que si nos circunscribimos al ámbito audiovisual, y más en concreto todavía a su producción de series, nos encontramos con un paisaje abarrotado donde reina una fabricación en masa determinada por su obsolescencia, eliminando de la ecuación artística cualquier esfuerzo por trascender. En ese sentido, la extrema proliferación de plataformas no ha significado tanto un vehículo para diversificar sustancialmente las propuestas como para ampliar un repertorio guiado por unas características muy determinadas en busca, únicamente, de llamar la atención de un público mayoritario dispuesto a convertir cada nuevo título en un objeto de veneración durante 24 horas. Una fértil conexión entre espectador y realizador entablada a base de ciertos elementos de probada solvencia mediática, donde recursos como un torrencial uso de la música, los continuos giros argumentales o un vibrante manejo de la cámara persiguen como fin último generar una constante adicción en quien observa la pantalla.
En ese contexto, “Mi reno de peluche” representa una de las últimas sensaciones en dicho formato, logrando instalarse entre los contenidos más vistos de Netflix. Y lo hace precisamente utilizando, en su aspecto formal, todas esas características con las que se delinea buena parte del catálogo con que comparte firma. Sin embargo, hay algo sustancial que la diferencia de sus anodinos acompañantes, y es la habilidad para, valiéndose de esos aspectos técnicos convencionales, desplegar una historia atravesada por diferentes capas y otros tantos tonos estilísticos, desde el humorístico al terrorífico siendo el prioritario un relato desolador sobre las fracturas emocionales. Una trama que cobra especial interés por los diversos pliegues morales y reflexivos que se extienden a lo largo de su recorrido argumental.
La polémica nunca es un ingrediente que siente mal a una producción de este tipo, y lo que en principio debía recoger un sentimiento empático por tratarse de la recreación fidedigna de los estremecedores acontecimientos sufridos por el cómico Richard Gadd, guionista, director y actor, labor que realiza de manera excelente en esa degradación que se va apoderando de su representación, Donny Dunn, sin embargo recientemente se ha visto alterada por la aparición de la acosadora interpelada en la serie, interpretada por Jessica Gunning bajo un ejemplar manejo del histrionismo y el humor zafio para convertirlo en un pavoroso reflejo de sus inseguridades, que ha recriminado la falsedad que recorre todo lo expuesto. Un hecho que no hace sino confirmar que cualquier relato viene condicionado por la propia experiencia, y que, del mismo modo, la ficción es válida en cuanto nos conduce a generar emociones, al margen de su mayor o menor rigor con lo acaecido.
Delimitar “Mi reno de peluche” a una historia de acosadores y acosados, siendo ese sin duda el adjetivo con el que se puede nombrar a varios de los personajes, sería ensimismarse sólo con la cáscara de esta realización y olvidarse de desentrañar lo que se esconde en su interior, que sin duda es lo más jugoso, pero también, o precisamente por eso, aquello que nos invita a una reflexión menos complaciente. Una inquietud que se aposenta en el espectador desde la elección del propio perfil físico de esa mujer que queda prendada por la amabilidad -en realidad surgida por lástima- mostrada por un camarero con ínfulas de cómico, a la que nuestro imaginario moldeado en la más cruel banalidad estética ya adjudica unos seguros sinsabores que ha debido cosechar a lo largo de su existencia, hasta el sutil pero demoledor cuestionamiento de una masculinidad que se transforma en tóxica cuando tiene que lidiar contra una presión de grupo repleta de testosterona que impide interrogarse con normalidad sobre la propia sexualidad. Es a partir de ahí cuando la necesidad por entregar a la mirada ajena un comportamiento que obedezca a los cánones se convierte en una angustiosa huida en la que no importa servirse de los conflictos internos de los demás para alcanzar una máscara en la que sentirse seguro pero infeliz.
Indivisible de esa necesidad por conseguir la aprobación externa, la fama, en este caso manifestada en el intento de conquistar la risa cómplice del público, convierte al protagonista en un esforzado y tozudo individuo en su afán por lograr ser un comediante de éxito. Aspiración por la que es incluso capaz de programar su propia autodestrucción para, paradójicamente, conseguir un espacio de aceptación donde los aplausos impidan escuchar a su verdadero yo, meta que, incluso una vez lograda, sigue siendo un terreno estéril para congraciarse consigo mismo. Un dilema que compartirán ambos protagonistas, cada uno desde su dramático bagaje, y que si bien no les exonera de su culpabilidad sí ofrece una explicación. Un salvoconducto que sin embargo no obtendrán determinados comportamientos atribuidos a otras apariciones en el metraje que son castigadas sin remisión al no haber en sus pulsiones nada más allá de imponer su posición de privilegio.
Richard Gadd, y por extensión su trabajo, parece haber seguido aquella recomendación del escritor francés Michel Houellebecq en la que expresaba la necesidad de meter el dedo en la llaga y apretar bien fuerte para profundizar en los temas de los que nadie quiere oír hablar. Porque los siete breves episodios que conforman esta serie no son únicamente la muestra de un notable manejo de la tensión generada por una situación extrema, su trama resulta especialmente estremecedora, pero también más emotiva, en la formulación que lleva a cabo de esa fragilidad humana tantas veces convertida en causante de nuestros peores actos. Dislates que no son sino la expresión de unas heridas anímicas que no han dejado nunca de supurar y que nos impiden abrazar con normalidad a ese “reno de peluche” que todos necesitamos para sobrevivir.
Kepa Arbizu.