Extracto de «Crónica del genocidio fascista isleño»
Fragmento de la entrevista a Nicasio Martel Noda, pastor cumbrero, el 19 de marzo de 1986 en la clínica de La Paloma de Las Palmas de Gran Canaria. Editado por Pako González.
«(…) Yo lo que vi y no le quiero mentir hermano, es que traían a los tres muchachos por el Barranco de La Capellanía, venían amarrados los pobres y con la cabeza gacha, hasta mi perro Canelo se asustó al verlos tan llenos de sangre, iban dejando las gotas detrás desde Las Cuevas del Salviar, allí donde vivieron los antiguos que vestían con pieles de cabra, en el Roque Grande se detuvieron para pegarles con aquellas varas de acebuche que llevaban, les destrozaban la carne, yo no sabía porqué, pero me quedé en la loma mirando por si acaso también alcanzará, eran cosas de política, pero nunca creí que aquellos hombres de Valsequillo y Tenteniguada que yo conocía de cuando iba a la tienda de aceite y vinagre de Fefita Dorta, parecían buenas personas, allí se echaban los rones y hablaban conmigo de cacería, pero nunca pensé que pudieran ser unos asesinos, maltratar de aquella forma a aquellos chiquillos que no pasaban de los dieciocho años. En el naciente de la Era Blanca se pararon a beber agua los que iban vestidos de azul, a los muchachos no los dejaron beber aunque estuvieran desangrándose. Los de azul se mojaban la cabeza con el agua fría, mi perro los miraba, parecía que no le gustaba lo que hacían. Los chicos rogaban por un pizco de agua, pero los hombres armados se les burlaban, les ponían las pistolas en la cabeza y simulaban que les disparaban, los chiquillos estaban de rodillas, casi no podían caminar por que iban con las manos amarradas a la espalda con la soga de pitera, echaban sangre por todas partes, eran rojos, hasta la ropa que llevaban era roja. Llegando al Barranco de Quevedo los obligaron a cavar una fosa, cerca del Lomo del Pleito entre los pinos viejos, las retamas y los codesos. Los chiquillos no podían con su alma, se caían cada momento mientras manejaban los sachos, los de azul les pegaban sin parar cada vez más fuerte, los estaban despellejando vivos, mis cabras se fueron hacia la Caldera Los Marteles, parecían asustadas. Yo me quedé mirando con Canelo. Metieron a los muchachos en los agujeros y les dejaron fuera solo la cabeza, después uno gordo que yo conocía de San Mateo les sacó los ojos con una cuchara, así sin pensarlo, uno a uno, entre los gritos de los muchachos. Los de Falange se reían, no paraban de beber de las botellas de Ron del Charco. Sus cabezas parecían setas de invierno, allí sin ojos, solo les daba por gritar, uno, el hijo de Antoñita la del Saucillo estaba callado, parecía que les hablaba algo a los asesinos, yo no logré escuchar, pero cuando menos lo esperaba les descargaron las pistolas en sus cabezas, Canelo salió corriendo asustado por los disparos que parecían truenos en busca de las cabrillas, yo me quedé allí un rato tumbado boca abajo, llorando en silencio…»
NOTA: Este texto estará publicado integro en la trilogía «Crónica del genocidio fascista isleño» de Francisco González Tejera, en sus tres libros: «Tormenta en la memoria», «Semilla de memoria» y «Oráculo del olvido».