Pequeñas revoluciones, grandes hipocresías
Hace unas semanas se produjo lo que algunos medios de comunicación denominaron la revolución de los padres. Bajo ese título, una esperaba que al tema se le dedicara espacio y se le diera la importancia que, se supone, tienen en la sociedad de la inacción los estallidos de rebeldía y reacción, los intentos de revolución. Unos titulares, algunas entrevistas en la radio y referencias en la prensa, que en otoño, una vez pasado el argumento tedioso de la vuelta al cole, el precio de los libros de texto y los etc. típicos, tampoco importa mucho lo interno, lo íntimo, lo no político.
No suelo tragar bien el que nos manipulen en los medios, el que no nos informen o lo que es peor, que nos programen con mentiras. Sin embargo, en esta ocasión, estoy del lado de esa prensa que casi pasó por alto lo que en los días anteriores había anunciado como revolución.
La pretendida revolución era la revolución de los padres (no encontré ni un titular con referencia a las madres) frente a los deberes. Titulares como Los padres de la escuela pública, contra los deberes escolares; Un 40% de las familias considera que sus hijos hacen demasiadas tareas escolares, según la confederación de asociaciones de padres CEAPA; La ‘guerra’ de los deberes: padres contra padres por las tareas escolares; Las familias de la escuela pública llaman a boicotear los deberes en noviembre o La confederación de padres reclama que no haya tareas escolares ningún fin de semana de ese mes e incluso una campaña en Change.org lo que escondían era, en mi opinión, una hipocresía descomunal.
Desde hace más de 30 años soy docente y, aunque desde hace tiempo mi alumnado está formado por docentes, he impartido clases a niños y niñas en prácticamente todas las etapas educativas no universitarias. Sé que mi opinión está tintada de la subjetividad que impregna cualquier opinión. Sé que la verdad absoluta no existe (¡ni falta que hace!) y también sé que responde a una experiencia que, aún siendo amplia no puede ser base para la inexacta y peligrosa generalización, pero…siento la necesidad de levantar la voz ante este tema de los deberes escolares que lo que enmascara es, en realidad, la hipocresía de padres y madres, la de una sociedad a la que la infancia, nuestros hijos e hijas, le importa bien poco sino es en relación a los beneficios económicos que como consumidores por contagio- a través- de-padres y madres-parte-del-sistema pueden generar.
Es mentira que nos importen los deberes de nuestros hijos. Una mentira gigantesca. Nos importa un pito el tiempo que puedan pasar frente a un libro y a un cuaderno resolviendo los deberes que los docentes mandan, presionados por un currículo innegociable, impuesto y que, al fin y al cabo sirve a los padres y madres para saber cuándo tiene que saber leer su hijo normativamente o lo que ha de empollar para pasar de una etapa a otra. A la sociedad, como mole monstruosa, le importa un rábano la infancia, y no me refiero a la infancia bombardeada desde una lejanía que nos anestesia y nos “tranquiliza”, ni a la infancia que como apestada duerme bajo lonas de plástico en una Grecia de inmigrantes afortunadamente, para nosotros los hipócritas, lejana. No me refiero a la infancia que se hacina en barrios de e extrarradio, no. Nos importa nada la infancia porque, sencillamente, para nosotros no existe como etapa. Nuestro egocentrismo nos lleva a considerar únicamente la adultez, en la que estamos, y, por cierto pensamiento medioplacista, la vejez, una estación en la que sabemos que, aunque queramos fingir despreocupación, acabaremos pasando algunos años. Miramos a los niños y niñas, si es que alguna vez lo hacemos desde una mirada que se centra solo en ellos y no se evade, mientras parecemos mirarles, en la televisión, o el móvil o el pensamiento ausente, como otros yos pero de tamaño más reducido, miniyos. Les miramos, un instante, pero rápidamente les dejamos de lado para centrarnos en nuestras cosas, nuestros (importantísimos e irresolubles) problemas. Les miramos, huimos buscando refugio a nuestra frustración y desesperanza (de adulto) y les dejamos de lado, eso sí, reconfortando nuestra escasa consciencia con la tranquilidad de dejarles con una tableta en la mano, con un mando de televisión o play-station, con un profesor particular (por una delegación de nuestro pepito grillo interno), con horarios de mini-yupis que se estresan pasando de una clase de inglés a una de karate con el tiempo justo de abrir un paquete de pastelito-basura-con-cromo-y-azúcar-euforizante y preguntarnos, como único mecanismo de defensa ante el miedo a ser abandonados emocionalmente, a qué hora pasaremos a por ellos.
¿Cómo podemos decir públicamente que estamos en contra de los deberes porque nos hemos dado cuenta de que nuestros amadísimos hijos e hijas, de repente, no tienen tiempo de estar con nosotros, de jugar en el parque, de estar con la familia, de charlar con nosotros y contarnos sus confidencias y sus problemas y…? ¿Cómo podemos decirlo si cuando están en casa no están con nosotros sino con los tótems en los que delegamos la responsabilidad (que supone un esfuerzo innegable) de ser padres, los tótemstecnológicos u otras personas? Lo que nos preocupa, con los deberes, no es el tiempo en que están frente a las tareas extras. Nos preocupa que, para hacer los deberes, nuestros hijos e hijas no puedan estar ya bien-aparcados tanto tiempo en las clases que les pagamos para ocupar su tiempo y así poder huir nosotros (hablo de una mayoría de casos que no es TOTALIDAD) sino que necesiten estar en casa y, lo que es un problema, nos requieran, a su lado, frustrados porque no sabemos cómo ni que enseñarles, cansados de “nuestro mundo de adulto”, un mundo frustrante pero que, en el fono, no intentamos cambiar. Nos preocupa que, para resolver la práctica de aula (insuficiente y mejorable) de un profesorado que no es todo lo profesional que debiera en muchísimos casos, por muchos y diferentes motivos, tengamos que rascarnos el bolsillo y pagar a profesores particulares que tapen el hueco que los profesores y nosotros dejamos al descubierto. Nos joroba esa voz de un hijo o una hija, que se queja porque no sabe como resolver un problema de matemáticas, probablemente mal y sosamente redactado en un libro de texto que se ha hecho pensando más en las ganancias de las ventas que en el contenido didáctico, probablemente mal o escasa o rápidamente explicado por un profesor que corre para acabar el temario, diseñado por autoridades políticas que no tienen, ni quieren, puñetera idea de lo que debe ser aprendido por el alumnado para vivir en un mundo como el actual. Nos joroba no saber qué contestarles. Nos fastidia que incluso para no contestarles tengamos que detenernos a ser personas, a hacer frente a la responsabilidad que es ser padre y madre. Pero es mentira que nos preocupen sus deberes, el exceso de ellos. De hecho, no nos preocupa su educación. No protestamos por una ley educativa que no nos hemos detenido ni a analizar; ni por unos libros de texto que ni miramos; tampoco por una lengua impuesta –el inglés- por la que no nos duele nada pagar a academias y otras especies de negocio. No vamos a los centros educativos, ni a las reuniones ni a nada. Como tampoco los docentes vamos a las casas, que es una manera de decir que no nos preocupamos lo suficiente por el alumnado como personas, no cómo números de una lista de aula. Somos una pandilla de hipócritas expertos en hipocresía que huye de ir al fondo de las cosas porque es ahí donde reside el problema: la educación que nos imponen como instrumento de programación social y la escuela como parking de futuros ciudadanos del sistema.
Pero, bueno, estoy pensando que los adultos de este país, tú y yo, con relación a los niños y niñas y a la educación somos igual que con el resto de temas: espectadores hipócritas que hacemos como que nos importan las cosas pero, eso sí, sin mover un dedo y sin ejercer la menor autocrítica. Así nos va ¿no crees?
Nota: Como he expresado al principio de este artículo, mi opinión, no siendo verdad absoluta, se basa en mi experiencia como docente, observadora de la realidad y madre. generalizar es un error, pero autosilenciarse, ahora quizás más que nunca, no es la solución a nada.
Fuente: https://lamoscaroja.wordpress.com/2016/10/02/pequenas-revoluciones-grandes-hipocresias/