“Pequeñas mujeres rojas”, Marta Sanz. El país de los horrores
Con permiso, tomaré prestado el irónico título de una de las obras de Isaac Rosa, otro de los destacados autores enrolados en un heterodoxo género social, para adelantar que “pequeñas -escrito así, en minúsculas- mujeres rojas” (Anagrama) no se trata de otra maldita novela sobre la fosas comunes de la Guerra Civil.
Puede que sea una aclaración redundante, teniendo en cuenta que si por algo se caracteriza Marta Sanz es por no responder a estereotipos ni dejarse embaucar por los, casi siempre poco estimulantes, caminos recurrentes. Su carrera, de hecho, resalta precisamente por una vocación de esquivar, sin estridencias ni ilegibles experimentos, los posibles vasallajes y limitaciones impuestos por las etiquetas literarias. Lo suyo, y a la larga es una de las grandes virtudes que le adornan, es difuminar las fronteras entre géneros, o más allá todavía, brincar de uno a otro hasta dejar conformado un mapa personal y repleto de tonalidades. Casi tantas como los niveles que pueden alcanzar sus escritos, capaces de, según el contexto, proporcionar altas dosis de adicción al lector o esgrimir un profundo poso reflexivo, tanto en el plano colectivo como en el particular.
Y si todas estas características son claramente identificativas de la autora madrileña, todavía lo son más en lo que supone el punto y final de una trilogía ligada a esa extraña y cautivadora pareja constituida por Arturo Zarco, detective sin grandes dotes para la resolución, y la intuitiva inspectora de Hacienda Paula Quiñones, en un primer momento también su mujer y más adelante una omnipresente ausencia. Será precisamente ella, al revés de lo que sucedía en el anterior capítulo de la saga, “Un buen detective no se casa jamás”, la que soporte el peso protagonista del actual relato, y eso a pesar de no ejercer de voz narrativa prioritaria, haciéndose solo presente a través de la relación epistolar que mantendrá con la suegra del investigador, Luz, correa de transmisión con el lector. De esta manera llegará hasta nosotros una historia en la que su carácter ficticio solo significa la alteración de nombres, localizaciones y situaciones concretas respecto a lo que es un verídico cuento de terror, uno demasiado recurrente durante los últimos tiempos en esa parte del planeta llamada España.
Fiel a la idea de revestir esta trilogía bajo un aspecto de novela negra, no es este episodio una excepción, como tampoco lo es convertir dicha ambientación en una de las varias que acumulará el texto. Un aspecto “detectivesco” que en este caso se circunscribirá a la búsqueda de las verdaderas -mucho más numerosas de las que se intuyen oficialmente- fosas ubicadas en el pueblo de Azafrán, al que se ha dirigido para tal fin Paula y donde se verá abocada a desenmarañar unos tétricos secretos en los que terminará implicada. Una indagación que, si bien es tratada con un pulso y un juego de intrigas y apariencias a la altura de lo mejor del género, hará la función de esqueje del que brotará un descomunal tratado literario y moral de, dicho sin ningún ánimo peyorativo, densa asimilación, tanto por su envergadura estilística como por su enjundia reflexiva.
Bajo un formato nada convencional, donde se alternan puntos de vista, modelos narrativos y hasta diversos espacios temporales, la prosa que inunda estas páginas emerge a borbotones, exuberante, repleta de citas, pensamientos colaterales y una alternancia de tonos que alcanza desde la ironía al ritmo febril. En paralelo a esa puesta en escena poliédrica, su contenido temático se irá desplegando como si de una muñeca Matrioshka se tratase, donde sus piezas, algunas más grandes que otras, remitirán al lacerante trato a las mujeres, el necesario compromiso artístico e incluso la dificultad para superar el encadenamiento, o sometimiento, a los viejos amores. Todo ello escenificado bajo una profusa escritura capaz de saciar pero igualmente conocedora de los mecanismos para inducir a la gula lectora. Y eso a pesar de que cualquier persona cabal terminará con indigestión ética tras presenciar la disección realizada a lo sucedido entorno a ese lugar y sus gentes, por otro lado solo un ejemplo más de la escabrosa procedencia del poder obtenido, en diferentes ámbitos, por muchos de esos individuos que se han dedicado a perpetuar un linaje, biológico o no, bajo lazos de sangre ajena.
Esta desbordante y excelente novela debería ser la inexcusable oportunidad para situar a Marta Sanz donde se merece, como una de las escritoras (en femenino por su condición pero sin distinción de género) que mejor, y de forma más atractiva y valiente, consigue plasmar el verdadero color que se refleja en esta “piel de toro”. Y lo logra adentrándose hasta el epicentro del corazón de la bestia, ya sea aquella que nos pretende engullir con sus fauces decoradas de banderas o una más latente que aletea en nuestro interior. Porque “pequeñas mujeres rojas” es por encima de todo la vindicación de la palabra como arma imprescindible contra la brutalidad del olvido, tal y como nos recuerda el numeroso coro de voces enterradas por la cara más salvaje de la historia y sentenciadas por el hedor del silencio.