Matilde Landa, amor y revolución
“Cuando se escriba sobre la guerra civil española, la mejor página será dedicada a dos personas: Antonio Machado y Matilde Landa”. Fue Vittorio Vidali, el famoso comandante Carlos, uno de los fundadores del Quinto Regimiento, quien hizo esta afirmación solemne. Pero la celebridad posterior de los dos personajes ha sido muy desigual. Antonio Machado forma parte ya del patrimonio cultural, lo estudian los colegiales en las tardes pardas y frías del invierno, y, sin embargo, Matilde Landa sigue siendo una perfecta desconocida para la inmensa mayoría.
Sin duda, la relegación de Matilde Landa tiene que ver con la invisibilidad general de las mujeres en la historia dominante. Pero también con que el personaje es más inmanejable, más difícil de convertir en mercancía cultural. Los historiadores oficiales, las “chinches coquetas que pontifican desde sus poltronas objetivas”, como les denominaba con sorna Nietzsche, tienen mucho más difícil la tarea de neutralización, de descuaje ideológico. Matilde Landa es una hereje muy especial, muy difícil de etiquetar. Su vida y su muerte alumbran con fuerza el presente de España, de este trozo de planeta por donde no ha dejado de cruzar errante la sombra de Caín.
En sus 38 años de vida, Matilde participó de algunos de los acontecimientos y experiencias colectivas más trascendentales en la lucha por la transformación democrática de nuestro país. La Institución Libre de Enseñanza, la célebre ILE, fue la primera de ellas. La ILE, un proyecto pedagógico humanista que se alzaba frente al oscurantismo y al autoritarismo, encontró en Extremadura a algunos de sus más entusiastas defensores. Y precisamente uno de ellos fue el padre de Matilde, Rubén Landa, abogado de ideales republicanos que ejercía en Badajoz. Allí vivió nuestra protagonista hasta los dieciséis años y allí conoció también el poder en la expresión más descarnada de la época, el caciquismo. Con sólo quince años, en una carta dirigida a su hermana Jacinta cuenta que las izquierdas han sacado muy buenos resultados en las elecciones a Cortes y concluye: “¡Y eso que han hecho unas atrocidades tremendas! Aquí llegaron a pagar el voto hasta a 40 pesetas”.
Al principio, Matilde va a renegar de Badajoz: “Me horroriza pensar que tengo que pasarme la vida en este pueblucho indecente, y sobre todo sin hacer nada”. Pero, con el tiempo, aquel rencor adolescente propio de una joven de la burguesía ilustrada que se asfixia en una capital de provincia se tornará en inocultable orgullo. Años después, en una de las cartas a su hija Carmen, desde la cárcel de Palma, escribe: “Verás qué paseos y qué excursiones- siempre las dos juntas- vamos a hacer. Y como entonces sabrás ya mucha Historia Natural, me darás lecciones, como has hecho ya en Astronomía. Me dirás: “Mira, eso es ruda, para los ojos; eso otro zinojos (¿verdad que no se me nota que soy extremeña?)”. Los hinojos de Extremadura, las dehesas de Extremadura que han ayudado a conformar la mirada sutil de aquella joven inquieta.
Ya en Madrid, Matilde estudiará Ciencias Naturales y se alojará en la Residencia de Señoritas, una institución emparentada con la Residencia de Estudiantes, avanzadilla de la incorporación de las mujeres a los estudios universitarios, codeándose con lo más granado de la intelectualidad de la época. Hasta ahí, a pesar de ser un itinerario minoritario dentro de su clase, todo normal: es la historia de una familia liberal, republicana, de la burguesía ilustrada española. Pero según avanza la República comienza el terremoto. Matilde ya había ido mostrando su crítica a esa burguesía timorata, a sus usos hipócritas: “Lo más desagradable que tiene la Resi-escribía a la hermana en 1923-es este falso clericalismo que han metido aquí: quitando 5 chicas, todas las demás van a misa, comulgan, etc, con la directora a la cabeza”.
La República lo cambia todo. Aquella clase acomodada va a tener que optar. El pueblo o sus verdugos. Los obreros y campesinos o los dueños de las fábricas y de la tierra. La democracia o el fascismo en ascenso. Nuestro personaje formará parte de la intelectualidad que rompe con su clase de origen y se funde con el pueblo. Su compromiso se materializará participando en el Socorro Rojo, en la organización de la solidaridad con los presos y, ya en los meses previos al golpe militar de julio del 36, con su militancia en el Partido Comunista de España. “Finalmente soy miembro de un partido que siempre he estimado y militante de un movimiento al cual quiero dedicar toda mi vida”.
Tras la insurrección fascista, la entrega de Matilde es total. David Ginard, el historiador al que debemos el trabajo más importante de recuperación de esta figura histórica, relata cómo se enrola junto a su amiga Tina Modotti en el Quinto Regimiento, donde llegan a realizar instrucción militar. “Al parecer, la iniciativa de crear esta unidad surgió de Dolores Ibárruri, quien estaba muy interesada en que el Quinto Regimiento contara con compañías femeninas, cuya misión sería combatir en el frente exactamente igual como lo hacían los hombres”. Pero ese propósito se abandona. Las tareas de Matide siguen estrechamente ligadas a la organización del Socorro Rojo y de la sanidad militar. Faltan camillas, camilleros, ambulancias, enfermeras, médicos, víveres… Esa es la tarea encomendada a Matilde Landa. Ahí crecerá también el mito, la imagen de Monja Laica.
Su abnegación en la organización del Hospital Obrero de Cuatro Caminos, en la recogida de refugiados, desde Almería hasta el frente extremeño, va forjando la leyenda. “Matilde era un relámpago”, dice Elvira Ontañón. Pertenece al “batallón del talento”, a la gavilla de intelectuales que colabora estrechamente con el PCE y el Quinto Regimiento (Machado, María Teresa León, Alberti, Miguel Hernández, Bergamín, Herrera Petere, Josep Renau, Adolfo Sánchez Vázquez…), pero Matilde elige los lugares del dolor y del peligro.
En febrero de 1939 cae Cataluña. Madrid resiste, pero a la República le quedan días, semanas a lo sumo. La mayor parte de los dirigentes del Frente Popular van al exilio. Su marido, Paco Ganivet, Tina Modotti, el comandante Carlos… Y ella pide quedarse, se muestra irreductible en su decisión de permanecer en España. En marzo es designada para organizar el PCE clandestino en Madrid, ante la inminente entrada del ejército franquista. El 4 de abril es detenida y trasladada a la Dirección General de Seguridad, donde permanecerá seis meses en una celda de castigo sin ver la luz.
Estamos en derrota, nunca en doma
“Hablo a la población reclusa: tenéis que saber que un preso es la diezmillonésima parte de una mierda”. Isidro Castrillón López, director de la cárcel Modelo de Barcelona, se dirigía de ese modo a los presos en abril de 1941. Pero lo que no sabía aquel canalla tan exacto era la capacidad de generar esperanza y alegría que tiene el “estiércol humano”. Matilde Landa es uno de los mejores exponentes del coraje contra la aniquilación física y moral de las cárceles.
En septiembre de 1939, ingresa en la prisión de Ventas, donde permanecerá hasta agosto del año siguiente. El siete de diciembre de 1939 es condenada a muerte pero, tras la intervención del filósofo y sacerdote Manuel García Morente, un converso muy bien relacionado con el poder que perteneció en su momento a la ILE, le conmutarán la pena por otra de 30 años de reclusión. Durante el tiempo que permanece en la cárcel de Ventas, Matilde aprovecha cada pequeño resquicio para levantar la moral de las compañeras presas y construir una pequeña comunidad de apoyo mutuo. “El hacinamiento y las masivas sacas de presos, ejecutados extrajudicialmente entre noviembre y diciembre de 1936, constituyen los principales rasgos definitorios de este periodo”, nos recuerda David Ginard. Las Trece Rosas fueron ejecutadas en agosto sin que ni siquiera se hubieran podido tramitar las solicitudes de conmutación de la pena. Matilde Landa organiza dentro de su propia celda la oficina de penadas. “Ahora, aunque estoy en el sanatorio, trabajo. Cuido a las enfermas más graves, me ocupo de su plan y voy consiguiendo que algunas, que después de operadas estaban desahuciadas por los médicos, mejoren”, cuenta Matilde Landa a su hija en una carta, escrita en lenguaje cifrado para eludir la censura postal. Frente a la arbitrariedad y la humillación sistemática de la cárcel, hay que tejer la solidaridad más elemental.
La tarea de Matilde Landa y de sus compañeras marcará hondamente al colectivo de presas y señalará un camino que tendrá mucha influencia en los años venideros. Frente a la represión sólo cabe la organización, la autodisciplina. Los presos y presas antifascistas convertirán las cárceles en comunas donde se comparten los paquetes de comida, en escuelas y universidades donde se accede a los saberes negados. Cada segundo es la pequeña puerta por donde puede pasar la solidaridad, por donde puede redimirse la humanidad. Hasta en la cárcel se puede.
En agosto de 1940, dos meses después de la conmutación de la pena de muerte, Matilde es trasladada a la prisión de Palma de Mallorca. Allí sufrirá un asedio sistemático que desembocará en el suicidio. Durante su permanencia en la cárcel de Ventas se había convertido en un referente moral, en un nuevo símbolo de resistencia. El régimen persigue con tenacidad su abjuración y, puesto que no está bautizada, la presiona para que se convierta al catolicismo, con el fin de utilizarlo como propaganda. Las autoridades políticas y religiosas trabajan en estrecha colaboración combinando el palo represivo y la zanahoria evangelizadora. En unas ocasiones le prohíben escribir o la meten en la celda de aislamiento, y en otras, sin embargo, la permiten el trato con religiosos cultos y comprensivos. Pero Matilde no se rinde e incluso protagoniza pequeñas acciones de resistencia como negarse a besarle el anillo al Obispo.
El 22 de junio, dos meses antes del suicidio, una nota de la Prisión Central de Mujeres de Palma informa a sus superiores jerárquicos en Madrid de la irreductibilidad de la reclusa: “Vigilada su actuación de cerca, resulta ser muy peligrosa su convicción comunista. Durante un largo período de tiempo, por una dama de Acción Católica, guiada por el Reverendo Capellán de esta Prisión, se intentó atraerla al Campo Católico; resultando negativo. No está bautizada. Estuvo dos meses recluida a celda de aislamiento por su propaganda cautelosa comunista”. La oveja descarriada parece no tener solución, pero la presión continúa y todo indica que, al final, va a conseguir doblegar a la prisionera. El 26 de septiembre es el día que se ha marcado para que reciba el santo sacramento del bautismo. Esa tarde, antes de la ceremonia, la presa solicita permiso para desplazarse a la galería superior de la prisión, donde está la enfermería, a ponerse una inyección. Sube hasta el muro y salta, falleciendo media hora después. “No pudieron colgar en su pecho señales amargas” (Barricada).
Amor de los pies a la cabeza
“Soy comunista, soy amor de los pies a la cabeza”, escribió Nazim Hikmet, un poeta turco que también sufrió las cárceles. La vida de Matilde Landa se ha guiado por esa divisa. Las 29 cartas dirigidas a su hija que se conservan, son una buena muestra de ello. A pesar de que se encuentra en los umbrales de la muerte, del tiempo que ha transcurrido sin ver a su hija y de los censores al acecho, las cartas rebosan ternura y serenidad. Desde los saludos (Carmencilla querida, chiquinina de mi corazón, hija de mi alma) hasta las sugerencias más nimias, todo está envuelto en un tono de moderación y al tiempo de afecto. Son cartas que respiran alegría, escritas en un lenguaje en clave que permita entender la situación de la prisión. Cartas para poder ser leídas con los nueve años que ahora tiene Carmen o cuando sea adulta. “Este sanatorio es muy alegre”, dice refiriéndose a la cárcel. “Lo peor son los amaneceres”, escribe cuando quiere aludir a los fusilamientos. Matilde Landa incluso se inventa un personaje llamado Elvira, que precisamente era su nombre clandestino cuando la detuvieron.
Pero a pesar de los obstáculos, Matilde no renuncia a participar en la educación de su hija. En un lenguaje contenido las cartas van destilando observaciones y consejos. Valga como ejemplo este fragmento, que corresponde a una de sus últimas cartas, en febrero de 1941. En él, Matilde Landa pretende estimular la conciencia en su hija, la solidaridad con los más desvalidos, el saber discernir entre caridad y deber:
“Señora colegiala: entre el diploma… sin orla y saber que ya empiezas a hablar inglés voy a tener que tratarte con muchísimo más respeto. ¡Cuánto me alegra saber que estás tan bien, tan contenta! Pero que el hecho de que tú hayas tenido la suerte de que te rodeen personas que te quieren tanto y se ocupan tantísimo de ti, no te haga ser egoísta y olvidar a los niños que han tenido menos suerte que tú. Piensa en ellos y no olvides sobre todo a los que… el destino ha dejado sin padres. Estos son los más desgraciados y los que merecen nuestra mayor atención. Creo que no los olvidarás y quisiera que todos los días hicieses algo por ellos. Esto no es sentimentalismo ni caridad, sino sencillamente tu obligación”.
Años después, aquella niña de nueve años, Carmen López Landa, regresa a España y se incorpora a la lucha contra el franquismo. En 1975 es detenida y encarcelada durante dos meses.
Matilde Landa es un emblema de solidaridad, de saber hacer comunitario, de feminismo, de laicismo, de invitación a la coherencia, de compromiso con la clase obrera y el pueblo. Por eso su memoria comparece en una constelación con el presente, denunciando la larga sombra del franquismo, señalando la complicidad de la Iglesia con los poderosos, exaltando la emancipación de las mujeres, recordando que el futuro pertenece a los de abajo.
Pero, por encima de todas las lecciones, Matilde Landa nos recuerda, con Ernesto Guevara, que la mejor forma de decir es hacer y que sin amor no hay revolución.