Eduardo Montagut Contreras •  Memoria Histórica •  05/03/2017

Inicios del asociacionismo obrero en España

Además de las acciones del ludismo y la lucha por las mejoras salariales, los obreros españoles comenzaron también a movilizarse por el reconocimiento del derecho de asociación en los años treinta del siglo XIX. Al calor de los cambios de signo aparentemente progresista que traía la promulgación de la Constitución de 1837, los obreros de Barcelona solicitaron al gobernador permiso para poder asociarse, junto con la petición de que interviniese para conseguir un aumento salarial. La Comisión de Fábricas se opuso a ambas pretensiones. Los patronos catalanes respondieron con el argumento típico del liberalismo económico sobre las relaciones individuales entre el empresario y el trabajador. El primero era libre de poder despedir al obrero, como éste de dejar su trabajo. El asociacionismo, la creación de una organización obrera, de un sindicato, lógicamente distorsionaba esta relación. Pero los trabajadores de Barcelona siguieron insistiendo en su solicitud. Al año siguiente se dirigieron al capitán general, aunque con el mismo resultado negativo.

Estas experiencias motivaron que la clase trabajadora comprendiese que debía tomar la iniciativa y que no servía de nada hacer peticiones a las autoridades. A partir de 1839 y hasta la época de la Primera Internacional, el naciente movimiento obrero español se movilizó por la lucha por el reconocimiento del derecho de asociación en sus tres vertientes: la creación de sociedades de socorros Mutuos (mutualismo), cooperativas de producción consumo (cooperativismo) y sociedades de resistencia (sindicalismo). Los obreros comprendieron que debían ayudarse mutuamente, dado el desmantelamiento de los sistemas de asistencia social de los antiguos gremios y de la Iglesia, con una beneficencia pública cicatera y poco eficaz. Al mismo tiempo, los obreros pensaron que podían imponer un nuevo sistema de producción y consumo que por su eficacia y sentido ético terminaría por arrinconar al naciente capitalismo, ineficaz e injusto. Por fin, el sindicato era la clave de la lucha contra el capitalismo.

Ante estas iniciativas, el naciente Estado Liberal optó por terminar de aceptar, no sin reticencias, las dos primeras opciones, es decir, la mutualista y la cooperativista, siendo radicalmente contrario a la segunda por su intrínseco carácter revolucionario o reivindicativo. Pero los obreros españoles no se amilanaron y, aprovechando las autorizaciones y reconocimientos legales de las sociedades de socorros mutuos y de las cooperativas, lucharon para conseguir el reconocimiento de los sindicatos, aunque esto tardara bastante.

La primera norma que reconoció las sociedades de socorros mutuos fue la Real Orden de 28 de febrero de 1839. Al año siguiente, en Barcelona se creó la Sociedad de Mutua Protección de Tejedores de Algodón. Sus líderes, entre los que destacaron Juan Munts, José Sugrañés y Pedro Vicheto, redactaron unos estatutos, en los que se incluía que si se reducían los jornales, los trabajadores se declararían en huelga. Esto no gustó al jefe político de Barcelona, ya que, como vemos, en realidad encubría una sociedad de resistencia. A pesar de que los estatutos no fueron autorizados, la Sociedad siguió existiendo. El forcejeo entre los obreros y las autoridades continuó en los años siguientes. La represión de los obreros después del levantamiento de Barcelona contra Espartero en el otoño de 1842, y que había estallado por las pretensiones del Regente de firmar un acuerdo con Inglaterra para importar manufacturas de algodón, fue especialmente dura con los obreros, a pesar de que patronos y trabajadores habían marchado unidos en la protesta. La Sociedad de Tejedores fue disuelta por un Bando de enero de 1843, prohibiéndose además todas las sociedades que existían. Pero la prohibición definitiva de la Sociedad no se dio hasta 1844, cuando Narváez llegó al poder, un personaje que se involucraría claramente en la represión del movimiento obrero en los siguientes años, intentando que España no se incorporase a la oleada revolucionaria, ya con claros tintes democráticos y sociales, de 1848.

 

 

 


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