Jorge Falcone •  Memoria Histórica •  18/03/2019

Argentina. El golpe militar de 1976 como represalia del urnazo de 1973

Resulta fundamental interrogarse acerca de cuál fue la diferencia principal entre la última ofensiva estratégica de los grupos económicos de la oligarquía local y las asonadas castrenses precedentes: Creemos que 1976 inauguró la demolición del Estado de Bienestar – cuyo basamento había sobrevivido a los cuartelazos anteriores -, faena que la actual coalición gobernante procura completar dando prácticamente por abolido el Estado de Derecho.

Argentina. El golpe militar de 1976 como represalia del urnazo de 1973

A propósito de los límites de la democracia representativa

UN GENOCIDIO REDUCIDO AL NÚMERO DE SUS VÍCTIMAS

El memorialismo al uso suele conmemorar el 24 de marzo de 1976 haciendo hincapié en la represión más sistemática y atroz que padeciera el pueblo argentino hasta la fecha, pero sin ser ese un dato menor, a menudo opaca la noción de que la intensidad de dicha represalia equivalió a la radicalidad de las luchas y programas desplegados por la clase trabajadora desde la caída del peronismo en 1955.

No está de más insistir en cuanto a que, en lo que va de su existencia como país, Argentina ha asistido a la formulación de dos proyectos fundacionales de carácter antagónico: El de la república europea impulsado por Julio Argentino Roca y la llamada Generación del 80, y la Comunidad Organizada impulsada por el General Perón y la compañera Evita. Más aún, en la peor de sus gestiones – previa al menemismo – el gobierno de la viuda del anciano líder dejó un índice de apenas 3% de desocupación, en un contexto de fuerte disputa por el control del movimiento obrero organizado entre las Coordinadoras Sindicales de Base (indispuestas a resignarse al fifty fifty propuesto por el peronismo originario para el reparto del PBI) y una burocracia sindical que intentó frenar las crecientes demandas aún a punta de pistola. Fue dicha circunstancia, más que la acción de las organizaciones guerrilleras de la época, la que precipitó el golpe oligárquico – militar genocida.

La serie histórica de la estadística sobre la distribución funcional del ingreso ha sido accidentada: fue interrumpida por la dictadura militar, luego retomada por centros de estudios universitarios, privados y organismos internacionales (Cepal) hasta su reinicio a nivel oficial con el Indec en 2006. En la reconstrucción de ese sinuoso recorrido aparecen dos años clave: 1954 y 1974. En ambos, con leves variaciones en las cifras según la fuente, se alcanzó la máxima participación de los asalariados en el Producto. En 1954, el registro fue de 47,9 a 50,1 por ciento, mientras que en 1974, 46,7 a 47,0 por ciento, de acuerdo con los diferentes estudios de investigación.

La importancia de esas referencias-años cuando los trabajadores lograron la mejor situación relativa en la distribución de la riqueza, es que esos períodos fueron interrumpidos abruptamente por golpes militares. En 1955, con la denominada Revolución Libertadora, el retroceso comenzó ese mismo año con una caída en esa participación al 45,1 por ciento, para seguir descendiendo hasta el 35,6 por ciento en 1959. Con la última dictadura fue más brutal: en 1976, ese registro cayó abruptamente al 29,1 por ciento del Producto. Estos antecedentes permiten comprender las actuales disputas con parte del mundo empresario, la resistencia a la labor de los gremios fuertes y a sus líderes, y también las tensiones que se observan en los precios de productos de mercados sensibles.

Toda vez que la transferencia de recursos de los sectores más desposeídos a los más poderosos acentúa la enorme brecha social existente, vale la pena reparar en un estudio reciente sobre la concentración de la riqueza en nuestro país, que arroja los siguientes indicadores:

 

No debería resultar osado afirmar que los ríos de sangre popular que regaron la Patria durante los años de plomo fueron consecuencia de la voluntad mayoritaria por democratizar tamaña riqueza.

LA GÉNESIS DE LA ENCERRONA EN QUE NOS ENCONTRAMOS

En aquel, su tercer mandato, el General Perón llevó hasta su límite las posibilidades de coexistencia pacífica entre capital y trabajo, una de cuyas manifestaciones públicas fue el choque con aquella generación motivada por él mismo para ir mucho más allá. El anciano líder tomó nota del cambio de ciclo histórico y de la amenaza que – con su expresión más trágica en el derrocamiento del presidente socialista chileno Salvador Allende – se cernía sobre Nuestra América. Pero la biología le impidió maniobrar para siquiera menguar el impacto de la debacle que sobrevino a la brevedad.

Resulta fundamental interrogarse acerca de cuál fue la diferencia principal entre la última ofensiva estratégica de los grupos económicos de la oligarquía local y las asonadas castrenses precedentes: Creemos que 1976 inauguró la demolición del Estado de Bienestar – cuyo basamento había sobrevivido a los cuartelazos anteriores -, faena que la actual coalición gobernante procura completar dando prácticamente por abolido el Estado de Derecho.

Un pormenorizado repaso de estas cuestiones permite comprender mejor la dimensión de la ingeniería represiva de carácter correctivo que supuso el 24 de marzo de 1976: Su intención fue erradicar salvajemente la conciencia crítica acumulada por nuestro pueblo hasta entonces y rediseñar drásticamente el país de cara al proceso globalizador en ciernes.

La democracia de baja intensidad que sobrevino tras aquel escarmiento ya estaba larvada en las palabras del ex Ministro del Interior de la dictadura, General Eduardo Albano Harguindeguy, cuando en el rodaje del documental “Escuadrones de la Muerte. La Escuela Francesa confesó a la periodista Marie Monique Robin que sin una “solución Final” para los detenidos-desaparecidos se producirían nuevos Devotazos (en alusión a la inmediata liberación de presos políticos que dispuso el gobierno democrático del presidente Héctor J. Cámpora)

Hoy la vieja Doctrina de Seguridad Nacional se ha metamorfoseado en la conjunción del lawfare y el blindaje mediático para que en el mundo no haya más gobierno que el de las grandes corporaciones multinacionales. Como puede apreciarse hasta aquí, aquel pasado pesadillezco ha echado sólidas raíces en el presente.

UNA DEMOCRACIA QUE SE DISUELVE COMO UN ANTIÁCIDO

¿Y qué ha sido desde entonces del “mejor de los sistemas posibles”, en el que supuestamente “se come, se sana, y se educa”? Desde el fin de la última dictadura, los índices de abstencionismo electoral son alarmantes.

A nivel nacional, el porcentaje más alto de abstención desde 1946 fue en las legislativas de 2001, en plena crisis, cuando alcanzó el 26% del padrón. En tanto, en una elección presidencial, el máximo fue en 2007. Esa vez arañó el 24%.

Cabe destacar que el número de ciudadanos que deciden no concurrir a votar aumenta claramente desde las elecciones de 1991, oscilando en alrededor de un quinto del padrón nacional. Desde entonces se mantiene en ese nuevo nivel, superando así la proporción histórica de abstención. Ya en las elecciones de 1987 crece el número de ciudadanos que no votan, pero éste disminuye en las elecciones presidenciales de 1989. La tendencia al aumento de la abstención aparece claramente en las siguientes elecciones presidenciales, en 1995, en las que la abstención apenas disminuye, ubicándose lejos de su nivel histórico. En cuanto al voto en blanco, puede señalarse la misma tendencia. Si bien va aumentando de manera sostenida desde 1983, se advierte un fuerte crecimiento desde 1991, en que constituyen más del doble que en las elecciones anteriores, manteniéndose desde entonces en ese nivel.

Si dejamos de lado las elecciones nacionales para convencionales constituyentes celebradas en abril de 1994 (en las que se registra el punto más alto en lo que respecta a la abstención electoral), vemos que es en las últimas elecciones en las que tanto el número de ciudadanos que no votaron como los que lo hicieron en blanco alcanza su número y proporción más altos en elecciones ordinarias, constituyendo una cuarta parte del padrón nacional. Este hecho está acompañado, también, de una serie de fenómenos que parecen haber aumentado en los últimos años: negativa a integrar las mesas electorales por parte de numerosos ciudadanos convocados para ello, imagen negativa de los dirigentes políticos en general y de instituciones tales como el parlamento y el sistema judicial según las encuestas de opinión, disminución en el número de afiliados y de militantes activos de los distintos partidos políticos, un descreimiento generalizado en las promesas electorales, incapacidad del gobierno y de los partidos del régimen político para convocar a actos públicos masivos, etc. Esta tendencia es ignorada, al menos públicamente, por los dirigentes de los partidos políticos, los cuales, elección tras elección, ven mermada su capacidad de representación política. Sin embargo, en ámbitos periodísticos y académicos este hecho ha dado lugar a distintas interpretaciones y debates en torno al futuro del sistema de representación política en la Argentina. La creciente abstención electoral, por ejemplo, ha suscitado el debate – hasta ahora, limitado – en torno a si mantener o no la obligatoriedad del voto en nuestro país, dividiéndose las opiniones entre aquéllos que sostienen que debe ser un derecho y no una obligación y aquéllos que consideran que debe mantenerse la obligatoriedad del voto hasta tanto el “sistema democrático” se encuentre “lo suficientemente consolidado”.

En las democracias arraigadas, el voto es un derecho que va a ejercer una proporción más alta de ciudadanos cuando mayor es el grado de madurez cívica de la sociedad y en la medida en que la oferta electoral de partidos y candidatos resulta suficientemente movilizadora.

En cuanto a las interpretaciones que se hacen de esta tendencia, suele prevalecer la que señala que la abstención electoral manifiesta “algún tipo de conflicto con lo instituido”, “una queja”, mientras que el voto en blanco constituiría un “voto antisistema”. Estaría poniendo de manifiesto una “crisis de representación política”, que llevaría a un “explícito rechazo a la oferta política electoral de cada elección”. En primer lugar, cabe señalar que, si bien el crecimiento de la abstención electoral y del voto en blanco – al igual que todas las demás manifestaciones señaladas de creciente rechazo a la forma en que se desarrolla la actividad política actualmente – es un dato de la realidad que debe ser analizado, esto no significa que la gran mayoría de los ciudadanos rechace activamente el sistema electoral vigente. Por el contrario, no debe perderse de vista que las tres cuartas partes del padrón nacional participan de las elecciones y votan por alguno de los partidos que se presentan, aunque debe tenerse en cuenta que cada partido político o alianza de partidos en forma separada representa a una proporción cada vez menor de ciudadanos.

En relación a otros países, la participación electoral en la Argentina sigue siendo alta. Sin embargo, este aumento puede estar marcando efectivamente una tendencia, que pondría de manifiesto que una parte creciente de la población va quedando fuera del sistema de representación política. Parecería existir una correspondencia entre el salto en el crecimiento de la abstención y el voto en blanco y el momento en que la oligarquía financiera logra realizar su hegemonía, a partir de la aplicación del llamado Plan Cavallo en 1991, pues las elecciones de ese año parecen constituir un punto de inflexión en esa tendencia. Ahora bien, ¿cuál es la relación entre la realización de la hegemonía de la oligarquía financiera y la participación electoral del pueblo? ¿Esta hegemonía implica necesariamente el desalojo de una parte del pueblo del sistema de representación política, de la misma manera que implica un desalojo de los espacios sociales que ocupaban las fracciones que forman parte de la masa trabajadora y explotada?

El proceso de ciudadanización de amplias masas de la población que acompañó el desarrollo del capitalismo en extensión, en la fase de dominio de las relaciones propias del capital industrial, implicaba, entre otras manifestaciones, el efectivo ejercicio del sufragio universal. La nueva fase de desarrollo capitalista que estamos transitando, ¿implica un cambio necesario en la forma de representación política? El crecimiento de la abstención electoral y del voto en blanco, ¿expresan una crisis de dominación política o la resolución de esa crisis?

Los porcentajes de participación en las elecciones se corresponden con el hecho de que la forma de lucha visualizada como la más adecuada para lograr soluciones a los problemas relativos a la falta de empleo sea el voto en elecciones. Este desalojo de espacios de representación política, ¿pone en cuestión la hegemonía de la oligarquía financiera? ¿Implica necesariamente un peligro para el sistema de representación política vigente? En la medida en que lo que se pone de manifiesto sea sólo un rechazo, ya sea a las opciones o supuestas opciones electorales existentes o al sistema electoral mismo, esto no afecta de por sí la forma de la dominación. Podría plantearse que lo que una parte del pueblo estaría expresando es una política negativa, presente también en las luchas sociales del período.

Gramsci se refiere también a la existencia de una “voluntad colectiva en la fase primitiva y elemental del mero formarse”, negativa, destructiva; sin embargo, la acción de abstenerse o de votar en blanco no ha adoptado hasta el momento la forma de una acción colectiva, de “voluntades asociadas”, sino que parte de la decisión individual de ciudadanos sin relación consciente entre sí. ¿Se trata entonces de un primer momento en la formación de una “voluntad colectiva” que apunta a expresar una política negativa, que en su desarrollo pueda llegar a plantear una alternativa superadora del sistema de representación vigente?, ¿o expresa simplemente un elemento de descomposición del sistema?

En relación a quiénes son los ciudadanos que deciden no votar o hacerlo en blanco, es de suponer que se trata de una masa heterogénea. ¿Pero cuáles son las capas o fracciones sociales más numerosas dentro de esta masa heterogénea? En una primera mirada, podría pensarse que los primeros en ser repelidos de los espacios políticos serían aquéllos que forman parte de las capas más pauperizadas de la población. Sin embargo, hay que tener en cuenta los mecanismos de “clientelismo político” que el régimen utiliza en relación a esas capas, en particular la que constituye el pauperismo oficial. Por lo que es posible que sean aquéllos menos vinculados en forma directa a la maquinaria del estado los que constituyan una parte importante de los que tienden a rechazar o a despreocuparse del sistema electoral.

En cualquier caso, estos insoslayables indicadores, generalmente escamoteados por los medios hegemónicos, nos hablan de un sistema político que sobrevive conectado a un pulmotor, circunstancia propicia para que la militancia revise esa noción recurrente de excepcionalidad que cada tanto parecería estar expresando “la cosa no funciona porque está en manos de gente de mierda: cuando nosotr@s administremos el Estado todo cambiará radicalmente”, y se decida a asumir una actitud más rupturista frente el viejo orden – como hace, por ejemplo, el movimiento de mujeres – para transformar de cuajo el hacer político de cara a una sociedad más justa.-


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