La verdad, la historia y la tragedia
El reto del mundo, luego de 75 años desde la tragedia de la guerra, es colocar nuestro tiempo en su justo lugar. Es fundamental que la diplomacia internacional desarrolle una mayor capacidad de diálogo. Que se retome la política como ejercicio para la resolución de los conflictos. Que las normas del Derecho Internacional, que precisamente se fueron construyendo al fragor de las enseñanzas que nos dejó la Segunda Guerra Mundial, se respeten desde la convicción de que es la única forma de no volver por el camino de la guerra. Que se reconozca la soberanía de los estados, su principio de autodeterminación. Que no se impongan medidas coercitivas unilaterales que desvían el espíritu de la mediación política, piedra angular de sistema de Naciones Unidas.
La verdad estaba llamada a ser el signo fundamental de la modernidad. Atrás debían quedar las supersticiones y el oscurantismo medieval. Llegábamos al tiempo de las luces donde los hechos podían ser verificables a través de la constatación empírica. La sedición y el engaño merecían cristiana sepultura y pasar a ser el mal recuerdo de una época superada. Pero la ambición del sistema capitalista sepultó la idea de la verdad histórica.
Pretendió hacerlo, por ejemplo, a través de esa tesis temeraria del “fin de la historia” de Francis Fukuyama, y luego, amparados en las corporaciones de la opinión publica en las que se desprecia la realidad y se reconstruye un guión hollywoodesco que eleva la valía de unos y procura enterrar el sacrificio y la valentía de otros.
Un traje hecho a la medida de la hegemonía dominante. Este mecanismo es especialmente utilizado para erradicar la disidencia.
La operación mediática se lleva a límites insospechados que amerita caminar, como lo hiciera Rene Descartes, al fomentar la duda ante cualquier palabra escrita, cualquier imagen emitida y hasta en los “hechos” difundidos.
Existe un axioma que reza que la historia la escriben los vencedores. Pero ese postulado lo derrumba la lógica de la soberbia liberal hegemónica. Este año se cumplieron, nada más y nada menos que 75 años de la victoria sobre el fascismo y su pretensión racista y totalizante. Por razones de nuestra labor diplomática y la profunda amistad que nos une al pueblo ruso, el pasado 24 de junio nos correspondió ser testigos del fastuoso desfile organizado por la Federación de Rusia para rendir tributo y recordar el enorme sacrificio del pueblo y el ejército soviético.
En este contexto, vemos con asombro la pretensión inaceptable de borrar la gesta inconmensurable del pueblo ruso desde la mediática corporativa de Occidente. Burdamente pretenden desaparecer a 27 millones de vidas soviéticas que hoy recordamos con honor y dolor, como terrible saldo de la Gran Guerra Patria.
¿Quién puede negar que en 1945 la estrategia militar del Ejército Rojo y el sacrificio de los pueblos soviéticos fueron los factores determinantes de la rendición del nazismo? Nadie pone en duda que cada uno de los actores aliados hicieron aportes proporcionales admirables y heroicos. Mucho menos se puede manipular la realidad pretendiendo desestimar y, peor aún, ignorar el rol protagónico principal de la Unión Soviética.
En defensa de la verdad, el presidente Vladimir Putin publicó un lúcido documento en el que explica lo que no debería ameritar explicación alguna. Más allá del notable ejercicio de rescate histórico a partir de hechos constatables, este artículo incorpora una gran lección de política mundial. Se fundamenta en una reflexión para no repetir un ciclo de violencia tan desmedida entre los seres humanos.
Lo hace evocando el sentido trágico de lo que fue este momento para la humanidad. Afirma que el propósito fundamental es entender la historia real: “Nuestra responsabilidad ante el pasado y el futuro es hacer todo lo posible para evitar que se repitan estas terribles tragedias”.
Esta evocación de la tragedia que sugiere el presidente ruso nos permite, a su vez, conjurar al famoso príncipe danés, Hamlet, en la pluma del dramaturgo William Shakespeare: “The time is out of joint” (I.5.190): el tiempo está dislocado. El mundo está fuera de su lugar, fuera de quicio, y vuelven a aparecer espectros medievales a través del engaño.
La historia y la humanidad no están en su justo lugar. El texto de Vladimir Putin corrige la dislocación del discurso oficioso de la maquinaria de propaganda hegemónica occidental. Siguiendo un camino muy pedagógico va al origen de las causas de la guerra:
Las causas profundas de la Segunda Guerra Mundial se derivan en gran medida de las decisiones tomadas al final de la Primera Guerra Mundial. El Tratado de Versalles se convirtió en un símbolo de profunda injusticia para Alemania. De hecho, se trataba del robo del país, que se vio obligado a pagar a los aliados occidentales enormes reparaciones que agotaron su economía. El comandante en jefe de las fuerzas aliadas, el mariscal francés Ferdinand Foch, describió proféticamente el Tratado de Versalles: “Esto no es un paz, es una tregua por veinte años”.
Se pasea por las causas de la desigualdad y la soberbia, al abandono de la política y la comprensión del otro en un mundo en conflicto, desencajado, dislocado. A ello agrega el fracaso de la Sociedad de Naciones, que “demostró su ineficacia y simplemente se hundió en una conversación vacía”.
La historia que nos muestra este documento nos alerta sobre el ejercicio de la arrogancia en la política. Las causas de la guerra no son más que la renuncia al diálogo sincero y comprensivo del otro. Sobre esto volveremos un poco más adelante.
Prosiguiendo en su muy bien documentada exposición, Putin reconstruye todas las negociaciones que hicieron los diversos actores políticos, como la reunión de Múnich:
En el caso de los Acuerdos de Múnich, en el que además de Hitler y Mussolini participaron los líderes del Reino Unido y Francia, con la plena aprobación del Consejo de la Sociedad de las Naciones, Checoslovaquia fue dividida. A este respecto, observo que, a diferencia de muchos de los líderes de Europa de aquella época, Stalin no se ensució con una reunión personal con Hitler, que entonces era conocido en los círculos occidentales como un político bastante respetable, era un invitado bienvenido en las capitales europeas. (…)
(…) Hoy en día, los políticos europeos, especialmente los líderes polacos, quisieran silenciar a Múnich. ¿Por qué? No solo porque en aquella época sus países traicionaron sus compromisos, apoyaron los Acuerdos de Múnich y algunos, incluso, participaron en la repartición del botín, sino también porque es inconveniente recordar que en aquellos dramáticos días de 1938 solo la URSS intentó defender Checoslovaquia.
Quienes pretenden cambiar o ignorar la historia no solo imponen al otro -en este caso la Unión Soviética- la carga negativa, sino que muestran una selectiva memoria para desvanecer sus propias acciones, cuando menos, cuestionables.
En la versión impresa de la maquinaria de propaganda occidental se fabricó una especie de alianza secreta entre el nazismo y el comunismo, un engendro diabólico que amenazaba la paz y la seguridad de la libertad mundial. Pero lo cierto, según se recoge en la meticulosa reconstrucción del presidente Putin es que en un contexto en el cual todos los países de Europa negociaban
(…) la Unión Soviética firmó el Tratado de No Agresión con Alemania, de hecho, es el último país de Europa en hacerlo. Y con el trasfondo del peligro real de enfrentarse a una guerra en dos frentes: con Alemania en el oeste y con Japón en el este.
En un ejercicio de autocrítica sobre su propia tradición, jamás exculpa los errores que pudo cometer el mando soviético, pero coloca en perspectiva el ajedrez político y militar que se tejía ante la inminencia del conflicto. Cuando la pólvora y sangre cubrieron todo el territorio europeo a partir del temible andamiaje amoral de muerte que forjó el nazismo, el pueblo ruso, los pueblos soviéticos, dieron la cara y expusieron sus pechos en nombre de la humanidad.
El relato, repleto de precisión y soporte en documentos históricos, hace un recorrido por cada una de las decisiones del Ejército Rojo, demostrando que jamás apoyó a los alemanes y que calculó hasta el último momento su incorporación al conflicto. El resultado lo conocemos todos. Hubiese sido imposible detener al nazismo sin el sacrificio de más de 27 millones de vidas soviéticas.
La reflexión que hace Vladimir Putin sobre este proceso es magnánima, valiente y mesurada. Lejos de la estridencia, consecuente con la verdad histórica, reconociendo cada uno de los aportes de las fuerzas militares y políticas que hicieron frente a la amenaza y colocando sobre el tapete la necesidad de recordar el relato histórico desde la verdad para evitar nuevos ciclos de violencia por la necia obsesión de querer robarle los laureles del triunfo y el sacrificio a quienes lo merecen.
Si no se aprende de la historia, ésta se repite hasta que aprendamos la lección. Nos dice Putin:
Escribo sobre ello sin la más mínima intención de asumir el papel de juez, de acusar o justificar a alguien, y mucho menos de iniciar una nueva ronda de confrontación de información internacional en el campo histórico, que puede colisionar entre sí estados y pueblos. Creo que la búsqueda de evaluaciones equilibradas de los acontecimientos del pasado debe ser llevada a cabo por la ciencia académica con una amplia representación de científicos autorizados de diferentes países. Todos necesitamos la verdad y la objetividad. (…) Olvidar las lecciones de la historia inevitablemente se paga caro. Defenderemos firmemente la verdad, con base en hechos históricos documentados, y continuaremos hablando honesta e imparcialmente sobre los eventos de la Segunda Guerra Mundial.
La tragedia de la historia tergiversada con el único propósito de negar al otro. Este tiempo dislocado que el presidente Putin coloca en su justa dimensión. Pero también nos habla de otra tragedia. La de la muerte de millones de seres humanos. ¿Por qué murieron? ¿Cuál es el origen de esta tragedia, de ese tiempo dislocado?
Eduardo Rinesi, pensador argentino, nos invita a poner atención sobre la idea de la tragedia como mediación de la política. Explica que la tragedia es una figura literaria de aquello que es terrible, que no tiene solución porque termina en la muerte. Es aquello que desborda la política, que sucede cuando el ejercicio político -aquello que nos salva de que la sangre llegue al río– fracasa. La guerra es precisamente un tragedia, porque la guerra es aquello que sucede cuando nos quedamos sin argumentos para poder conciliar ante el conflicto.
Pero la tragedia solo tiene sentido si se mira a través del cristal de la dialéctica. Si esas cosas terribles que suceden y que no tienen reparación -como todos los muertos de la Gran Guerra Patria- de alguna forma nos sirven para poder reflexionar y no cometer los mismos errores. A eso es lo que apunta con su artículo el presidente ruso.
La negación de la historia con fines supremacistas, el no reconocimiento del otro, la soberbia en el discurso y la acción, la mentira y el engaño, nos llevan a revivir y repetir la tragedia, no nos permite aprender de lo terrible de sus lecciones. El presidente Putin hace un llamado a la verdad para poder aprender de la tragedia y emprender nuevas lógicas para la política y la resolución de los conflictos, de lo contrario el sacrificio sería vano:
Estamos defendiendo la verdad sobre la guerra, sin ambages ni rodeos. Esta verdad popular y humana, dura, amarga y despiadada, nos fue transmitida en gran parte por escritores y poetas que pasaron por el fuego y el infierno de los juicios de la primera línea de combate. Para mí, como para otras generaciones, sus historias honestas y profundas, las novelas, la penetrante prosa de teniente y los poemas dejaron su huella en el alma para siempre, se convirtieron en un testamento que prescribe honrar la memoria de los veteranos que hicieron todo lo posible para la victoria, recordar a los que permanecieron en los campos de batalla.
El reto del mundo, luego de 75 años desde la tragedia de la guerra, es colocar nuestro tiempo en su justo lugar. Es fundamental que la diplomacia internacional desarrolle una mayor capacidad de diálogo. Que se retome la política como ejercicio para la resolución de los conflictos. Que las normas del Derecho Internacional, que precisamente se fueron construyendo al fragor de las enseñanzas que nos dejó la Segunda Guerra Mundial, se respeten desde la convicción de que es la única forma de no volver por el camino de la guerra. Que se reconozca la soberanía de los estados, su principio de autodeterminación. Que no se impongan medidas coercitivas unilaterales que desvían el espíritu de la mediación política, piedra angular de sistema de Naciones Unidas.
La República Bolivariana de Venezuela está bajo el asedio de las fuerzas imperialistas. La desmesura y el despropósito de las acciones contra un pueblo cuyo único delito ha sido forjar y sostener su propio destino, pretende destruir el espíritu reflexivo de la política. Es por eso que hoy retomamos la reflexión y los análisis plasmados en el artículo del presidente ruso como palabra necesaria para retomar el camino de la política, del reconocimiento de la diversidad, de la historia verdadera de la humanidad que ha aprendido, a través de trágicos sacrificios, el valor de la paz.
Basta de manipulación, basta de asedios, basta de tragedias que pueden ser prevenidas. Enderecemos hoy este tiempo dislocado. Que la verdad no sea víctima de la arrogancia y el poder. Que la verdad nos lleve por la senda de la justicia, hacia una inexorable paz mundial.
Fuente: Misión Verdad