“El objetivo de la desescalada fue contrarrestar diez años de recortes en salud pública”
Epidemiocracia es un libro escrito a cuatro manos por un salubrista, Javier Padilla, y un epidemiólogo, Pedro Gullón. Hablamos con este último de las cartas iniciales con las que contó España a la hora de enfrentarse a la COVID-19, de los fallos de la respuesta inicial y, sobre todo, de cómo debería ser la reconstrucción de nuestro país y su sistema sanitario una vez que todo termine.
“La medicina es una ciencia social y la política no es más que medicina en una escala más amplia”. La frase pertenece al patólogo Rudolf Virchow que, en el siglo XIX, se dio cuenta de que la distibución geográfica del tifus y las probabilidades de padecerlo dependían de factores sociales como la vivienda y las condiciones de trabajo. Aunque la enfermedad la produjera un microbio, este no afectaba a todo el mundo por igual.
La cita está extraída del libro Epidemiocracia (Capitán Swing, 2020), que trata los aspectos políticos y sociales relacionados con las epidemias. Las causas últimas de la COVID-19, al igual que sucedía con el tifus de Virchow, van más allá de un patógeno como el SARS-CoV-2.
En Epidemiocracia, el médico de familia y comunidad Javier Padilla y el epidemiólogo Pedro Gullón hablan de emergencias sanitarias pasadas, presentes y futuras bajo la premisa de que “nadie está a salvo si no estamos todos a salvo”. Aseguran que las pandemias son problemas económicos, políticos y sociales más que médicos.
Hemos hablado con Gullón (Madrid, 1988) sobre los aspectos políticos y sociales relacionados con las epidemias para ser capaces de enfrentarnos mejor a las futuras.
Durante la pandemia se ha criticado a epidemiólogos como Fernando Simón por ser demasiado políticos. Sin embargo, en Epidemiocracia todo es política, desigualdad, economía, renta básica… ¿Esta ciencia va más allá de lo que la gente piensa?
La epidemiología, que estudia cómo se distribuye la salud y sus factores de riesgo, va mucho más allá del contagio: tiene que ver con la política. Una epidemia tiene que ver con las condiciones que han provocado que se produzca, con la respuesta sanitaria y social que se da y también con cómo nos preparamos para la siguiente. Quizá nos falte entender que en el mundo de la salud también hay gente que se acerca a la política y que esta influye en la salud, queramos o no. Pero cuidado, porque los epidemiólogos no son políticos, que son los verdaderos responsables por una razón muy simple: tienen un control democrático del que los organismos técnicos carecen.
Los epidemiólogos han sido criticados en todos los países por su papel frente a la COVID-19. ¿Cree que han recibido un trato justo?
Es un trabajo invisible cuando funciona. Manejamos muy mal la incertidumbre: queremos tener la seguridad de lo que va a pasar, cuándo y cómo. En ese sentido se ha pecado desde cierto mundo científico e informativo de intentar dar seguridad sobre temas en los que no la hay. Quizá la epidemiología sí haya fallado a la hora de transmitir que no sabemos todo. Debemos normalizarlo y actuar con la mejor información que tenemos disponible, que nunca es perfecta. Ahí Fernando Simón fue un ejemplo cuando respondió a un periodista “esta misma tarde me lo estudio”.
Una de las principales quejas durante la epidemia ha sido la falta de transparencia y datos. ¿Cuánto hay que comunicar en una situación como esta?
Los datos tienen que servir para controlar una epidemia, esa es su función principal. Esto lleva a que en cada momento nos interesen unos. En el punto más agudo queremos contar el número de contagiados y fallecidos que se notifican, aunque sea de forma aproximada. Cuando tenemos menos casos lo importante es saber cosas como cuánto se tarda desde que una persona tiene síntomas hasta que se le hace la prueba o qué porcentaje de contactos se analizan. Los datos que sirven para actuar a veces no son los mismos que reclaman los medios de comunicación.
¿Y no se pueden dar ambos?
Lo ideal es que la salud pública sea capaz de dar ambos, pero es una falsa dicotomía: si no es posible hay que priorizar la gestión de la pandemia. Es la primera pandemia en la que vemos una gestión de datos inmediata, tengamos un poco de paciencia. Hay que entender que venimos de un contexto de diez años de recortes, que los profesionales están agotados y que no pasa nada si la gráfica de un periódico en vez de actualizarse cada día se actualiza cada siete. Hay que saber manejar la paciencia tanto como la incertidumbre.
¿Qué consecuencias ha tenido esta falta de paciencia?
El mundo informativo y científico debe reflexionar sobre cómo queremos enfrentarnos a situaciones similares en el futuro. Los medios han descubierto qué eran los preprints y dado validez a afirmaciones que no apoyarían el resto de epidemiólogos. Da más visitas quien dice que todo se ha hecho mal que quien explica que hay que tener calma e ir viendo día a día.
Por otra parte ha habido una ciencia chapuza, fruto de un mercado competitivo que hace que no se busquen soluciones globales. Es muy triste que en vez de una ciencia cooperativa haya que hacer una altamente competitiva que disminuye la calidad y hace perder credibilidad. Mira el despropósito de la hidroxicloroquina. Por favor, frenemos un poco. Es como con la información: pensemos antes de publicar. Los modelajes también han sido problemáticos: se han equivocado, hay que aceptar que es muy complicado y que no hay una llave única.
Ha mencionado los recortes. ¿Somos demasiado cortoplacistas a la hora de analizar lo que ha pasado en España?
Se ignora el sustrato del que partimos. Venimos de unas tendencias que ocurren desde hace mucho y no se puede entender el impacto que ha tenido la COVID-19 en diferentes países sin entender de dónde venimos. No son solo los recortes en salud pública, sino que tenemos una cultura de ocio que hace que una enorme cantidad de gente pase por ciudades como Madrid y Barcelona. No es casualidad que lugares como España, Francia e Italia, que reciben más de 80 millones de turistas al año, hayan sido los más afectados de Europa inicialmente. Si generamos que un sitio esté más expuesto tenemos que admitir que puedan pasar estas cosas.
¿Qué más falló en España?
A nivel nacional, sobre todo, el abandono de la salud pública. No solo por la Ley General de Salud Pública, aprobada desde 2011 pero todavía no desarrollada en España, sino porque no se han renovado los servicios de salud pública de las Comunidades Autónomas. Faltaban epidemiólogos en todos lados. También ha habido un fallo de gobernanza a nivel supranacional. La herramienta del Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades que teníamos para manejarnos como países era fallida. En España había transmisión comunitaria cuando las evaluaciones que hacíamos decían que no. Si esa herramienta hubiera sido válida, quizá podríamos haberlo sabido dos o tres semanas antes.
En ese sentido, ¿ha habido un exceso de confianza en Europa en comparación con los países asiáticos que lucharon conta el SARS?
No me gustan las explicaciones culturales simples, pero hay un hecho claro: los países asiáticos que se enfrentaron al SARS están mejor preparados, física y emocionalmente, para enfrentarse al SARS-CoV-2. Entienden mejor los riesgos y porque esa parte de ‘reconstrucción’ por la que vamos a pasar nosotros ahora ya la tuvieron desde 2003. En Europa y España, cuando empezó el confinamiento en Wuhan se pensaba que sería imposible hacer algo así aquí, y mira.
¿Estamos mejor preparados para nuevos brotes e incluso una segunda ola?
El objetivo de la desescalada progresiva era contrarrestar diez años de recortes en salud pública, intentando preparar a estos servicios y que tengan mejores herramientas para poder entrevistar a todos los contactos, seguirlos y analizarlos mediante PCR. Son cosas que cuando empezó la epidemia no teníamos preparadas en este país. Yo quiero ser positivo porque creo que las Comunidades Autónomas han hecho esfuerzos enormes, pero cuando haya un aumento de casos sospechosos y empiece la gripe veremos si es posible que el sistema responda.
¿Qué cree que pasará cuando llegue la gripe?
Decimos que con el coronavirus se saturó el sistema sanitario, pero este se satura todos los años con la gripe. Es gracioso pensar en si estamos preparados para una segunda oleada cuando tenemos una epidemia que sabemos seguro que va a ocurrir todos los años y todavía no hemos creado un sistema lo bastante resiliente como para adaptarse a ella. Ahora todo funciona muy bien porque es verano y hay poca gente con tos y fiebre. Cuando se acerque la época de gripe y aumenten mucho los casos sospechosos, ahí es donde se va a poner a prueba el sistema que se ha montado de vigilancia y control de la COVID-19. Espero que funcione o, si no, que sea capaz de detectarlo cuanto antes y pensar qué otras medidas poblacionales se pueden tomar.
¿Hasta dónde hay que dimensionar un sistema sanitario ante algo tan improbable como el SARS-CoV-2?
Un sistema sanitario tiene que ser resiliente, capaz de modificarse para adaptarse a las circunstancias. Que un sistema sanitario tenga la capacidad de transformar sus propios recursos ante un elemento agudo, si está bien planificado, es positivo. No necesitamos camas UCI para todas las circunstancias que puedan venir, sino ser capaces de contar con ellas cuando lo necesitemos. Los grandes problemas de salud en España siguen teniendo que ver con la desigualdad social, los alimentos y la actividad física, y nuestro sistema tiene que estar preparado para eso. Saber enfrentarse a imprevistos, pero no solo a ellos, porque no sería efectivo.
Lo que no se debe hacer ante una segunda ola es hablar de un hospital de pandemias. No tenemos que intentar parecernos a un sistema sanitario hospitalocentrista como el alemán. El nuestro está centrado en la atención primaria como puerta de entrada, la prevención, la salud pública y la equidad de acceso, y eso es lo que tenemos que fortalecer. Tenemos que potenciar lo que funciona del nuestro.
¿Por eso dicen en el libro que son necesarios más análisis de epidemiología política?
Entender cómo se conecta el sustrato con la incidencia de la enfermedad es algo que no se puede pensar solo en el momento actual. Si te digo ahora que la privatización sanitaria de algunas regiones de Italia provocó que tuvieran una mortalidad más alta, alguien diría que para responder hoy no nos sirve. Vale, pero sirve para prepararnos para futuras crisis. Estos análisis se deben hacer de forma constante, evaluando políticas que nada tienen que ver en salud, como las de transporte y vivienda, y valorar sus efectos en la salud. Los casos de COVID-19 siguen aumentando día a día y no se ha alcanzado el pico global, ni siquiera de una primera ola. Hablar de que esto se ha acabado es muy aventurado, pero hay que reflexionar sobre lo que tenemos y hacia dónde queremos ir, aunque sea a largo plazo.
Hablan de una “crisis matrioska” que es sanitaria, económica y ecológica, y que afrontarla solo desde un ámbito es peligroso. ¿A qué se refieren?
La salud depende de cosas que están mucho más allá de lo sanitario. Políticas económicas, de trabajo, sociales, de cuidado… si estas pusieran la mirada en los efectos que tienen sobre el bienestar avanzaríamos mucho a la hora de entender la salud desde un punto de vista interdisciplinar. La dicotomía ‘o salud o economía’ es falsa porque en realidad es un trade off, una cuerda de la que se tira, a veces más hacia un sitio y a veces para otro.
¿Cómo tomar decisiones cuando hay que mantener un equilibrio entre salud y economía?
Hay gente que pregunta cómo podemos reabrir la economía y tener un turismo de manera segura. ¿Cien por cien segura? De ninguna forma. La única forma segura de manejar todo es quedarnos todos en casa encerrados un año y no tener contacto con nadie, pero vivimos en una sociedad compleja con distintos intereses. El trabajo tiene que ver con la salud. La economía, también. Debemos saber manejarnos de forma que la sociedad pueda seguir funcionando al mismo tiempo que pensamos en la enfermedad y en el largo plazo. No es fácil porque no hay una receta sencilla, de haberla se aplicaría en todo el mundo. Y dónde pones la prioridad es una cuestión ideológica, no todo es una cuestión técnica.
¿Y dónde hemos puesto nuestras prioridades?
Vivimos en un sistema capitalista que prioriza la producción por encima de otras cosas. Hemos culpabilizado a niños de los contagios e ignorado los derechos de las personas mayores. Al final los sujetos de derecho han sido las personas en edad de trabajar que pueden producir, y la mayoría de políticas van en ese sentido. Esas decisiones no son técnicas, sino políticas e ideológicas. Entiendo las razones de pensar que los que producen tienen prioridad porque tiene que ver con la economía, pero es una decisión que estás tomando. No tiene por qué ser así.
¿Por eso en Epidemiocracia intentan mover el foco de lo individual a lo colectivo?
Cómo construimos quién es el ‘yo’ y quién es el ‘nosotros’ en una epidemia es muy importante, algo que se nota al comparar las pandemias de VIH y de COVID-19. En este caso nos hemos dado cuenta mucho antes de que somos interdependientes y construido un ‘nosotros’ bastante claro. El mensaje de que la epidemia ‘no entiende de clases sociales’ reflejaba que se estaba construyendo un ‘nosotros’ global. Con el VIH siempre es el ‘otro’, que además era el gay, la prostituta… un ‘otro’ lejos de las clases dominantes.
Una crisis pasa a ser global y a tener atención mediática solo cuando afecta a las clases dominantes. La COVID-19 no ha sido como el VIH, que afectaba a ciertas clases sociales, por mucho que haya atacado de manera proporcional siempre a clases más bajas. Pasó igual con el ébola, que ha tenido epidemias desde los años 70 y hasta que no pasó a algún país europeo en el brote de 2014 no se habló de él. Y eso que ha habido epidemias hasta hace nada: algunos países acabaron con el ébola y al día siguiente tuvieron sus primeros casos de COVID-19.
Además de asegurar que la pandemia sí entiende de clases sociales, en el libro también matizan esta idea de que “nosotros somos el virus”.
Es verdad que la invasión de ecosistemas y la rápida urbanización provocan una interacción entre la naturaleza y el ser humano que aumenta las posibilidades de que pasen ciertas enfermedades desde animales. En las últimas dos décadas el número de epidemias de este tipo se ha multiplicado. No podemos negar esto, pero sí la frase simplona, porque el ser humano no es el virus. El problema es el sistema, pero podemos cambiarlo.
Hasta que John Snow descubrió cómo se transmitía el cólera y Joseph Bazalgette creó el alcantarillado de Londres existía la noción de que las ciudades eran algo antinatural, demasiado grande y tóxico como para poder existir. ¿Debemos volver a redefinirlas?
Las ciudades tienen muchas ventajas de salud, el problema no es la densidad poblacional sino las condiciones de vida. Vivir en zonas hacinadas es malo desde el punto de vista de cualquier enfermedad, por eso hacer ciudades más saludables debería ser un elemento central de la nueva normalidad, pero al menos en España ha sido poco atendido y en Madrid todavía menos.
Me llama la atención que en el libro defiendan el transporte público, que ha sido bastante demonizado.
Ha sido criticado porque presenta mucho riesgo al haber más hacinamiento, pero tampoco es el gran foco de contagio que se nos ha hecho ver por querer culpar a algo concreto cuando no reflexionamos sobre lo demás. Hay que verlo siempre desde una perspectiva de salud pública global, y esta no es solo la COVID-19. Hay que pensar en el futuro: la alternativa es usar el coche, que es uno de los mayores enemigos para la salud en el mundo. Tampoco puedes comparar treinta minutos de transporte público con mascarilla con estar ocho horas en el trabajo pegado a otra persona. Si es tan malo, tenemos que prohibir el trabajo, que es adonde va la gente cuando lo usa.
En España la mayoría de fallecidos fueron en residencias. ¿Cómo evitar que algo así vuelva a suceder?
Ha sido dramático. Nos tiene que hacer pensar en cómo hacemos los cuidados, de los mayores y en general. El sistema sanitario debe expandir su mirada hacia esa parte y reconvertir el modo en el que las personas mayores conviven porque está claro que el modelo de residencias genera ciertos peligros. No significa que haya que acabar con ellas, pero las condiciones laborales y los entornos han sido muy problemáticos a la hora de expandir la COVID-19. Tenemos que repensar cómo queremos las residencias y los cuidados de los mayores del futuro. Si queremos que haya lugares donde de verdad se cuide o que sean un sitio al que mandar a la gente no productiva hasta que se muera.
Saltando al otro lado del espectro demográfico, ¿deben abrir los colegios?
Si estamos abriendo el resto de la economía, que este debate no lo estemos teniendo sobre los colegios es preocupante e implica que estamos poniendo por delante los derechos productivos sobre la infancia. Igual que aceptamos que ya vengan turistas, es peligroso que no estemos planteando medidas para que la educación continúe. Los niños tienen que socializar, continuar su aprendizaje y tener un lugar donde compartir. Debe hacerse en entornos lo más seguros posibles, pero sabiendo que nunca habrá un cien por cien de seguridad.
En esta reapertura, ¿qué papel jugarán las apps de rastreo?
Con cada epidemia surge algo que, por tecnofilia, creemos que va a ser la solución. Con el SARS fueron las tecnologías de reconocimiento ocular y ahora las apps, pero nada de esto quita el trabajo clásico de rastreo de contactos. Luego está el tema de los derechos ante una vigilancia epidemiológica masiva que hay que hacer, pero con criterios claros, rindiendo cuentas y de una forma dimensionada a los problemas de salud que se producen.
¿Hace falta un organismo con más peso que la OMS para evitar escándalos como el del remdesivir, del que EE UU ha comprado todas las reservas?
Totalmente. Necesitamos estructuras internacionales que pongan criterios de justicia global a la hora de manejar los temas de salud pública. La OMS hace recomendaciones, pero no tiene capacidad directiva y está limitada por los recursos. Es el único organismo internacional de gobernanza en salud pública, está siendo desacreditado y cada vez depende más de recursos privados como la Fundación Bill y Melinda Gates, con lo que las decisiones que tome se parecerán más a las de estas organizaciones que tienen sus propios intereses en la agenda. Nos está quedando un mundo de gobernanza en salud pública muy complicado para el futuro.
Cuánta incertidumbre se respira y qué facil parecerá todo a posteriori.
Hay gente que ahora dice ‘habrá un rebrote, te lo digo yo, luego que no digan que no se sabía’. Ya, pero las cosas no son tan sencillas [ríe]. Sí, habrá un rebrote, ¿y qué? ¿Dejamos a todo el mundo encerrado seis meses en casa? Yo no estoy seguro de qué va a pasar en el futuro, hay tantos escenarios posibles que es difícil saber lo que va a pasar.
Sí creo que vamos a convivir con el coronavirus y las medidas de protección individuales, como mascarillas y distancia, durante un tiempo. Yo espero que no solo pase eso sino que reflexionemos y pensemos en dotar a la salud pública de recursos, hablemos de un sistema nacional de cuidados… que se introduzca algo en la agenda política.
¿Se introducirá? Me da la impresión de que el sistema y la gente, si pueden no cambiar, no lo harán.
La nueva normalidad se parece mucho a la vieja normalidad, solo que con mascarillas [ríe]. En el fondo las causas de las causas [de la salud y sus diferencias en la población] son la política y la desigualdad. Desde Virchow hasta ahora seguimos hablando de lo mismo. Deberíamos reflexionar sobre estas transformaciones. No podemos ceñirnos a que lo que conocemos es el único mundo al que podemos aspirar, hay que tener esperanzas en crear uno mejor.