Ciencia, humanidades, movimientos sociales y pseudociencias
Cuando se dice que «sin ciencia no hay futuro», normalmente el lema va acompañado tanto en las redes sociales, como en la perfomance en los espacios públicos de una iconografía que oculta la mitad del cuadro. La «ciencia» se simboliza de cara al público en batas blancas, probetas o dibujos de átomos.
Si hablamos de pensamientos o teorías pseudocientíficas, a cualquiera le vendrán enseguida a la mente los que creen que la Tierra es plana, que las vacunas producen autismo o que el 5G te va a fulminar cual rayo de Zeus. Esto se debe a que en nuestro idioma utilizamos el concepto de ciencia más próximo al del inglés science, a pesar de que la palabra proceda del latín scientia y su significado sea más cercano al de «conocimiento» o incluso «habilidad» y «experiencia». Es más, en su uso en latín no podríamos hablar de «las ciencias» como diferentes materias, ya que su uso en plural se refiere a «conocimientos» y es casi inexistente en la literatura latina clásica (solamente en Vitruvio, según el Lewis & Short).
En ese sentido etimológico de la palabra «ciencia» se encuentra también el alemán Wissenschaft, de nuevo más cercano a «conocimiento». En este caso sí que tenemos su uso en plural (Wissenschaften), pero podríamos decir que se acerca a «saberes», «conocimientos» o, si ampliamos el sentido de la palabra, «ciencias». Por eso se habla de Naturwissenschaften «ciencias naturales», Kulturwissenschaften («ciencias de la cultura») o Geistwissenschaften («ciencias del espíritu» = humanidades).
En castellano, «ciencia» también tenía tradicionalmente ese concepto amplio, de conjunto de saberes y, de hecho, así sigue recogido en el Diccionario de la RAE en una de sus acepciones. Sin embargo, su uso ha ido variando, hasta el punto de que a un o a una adolescente se le pregunta si va a hacer bachillerato de ciencias o si se va por letras. Del mismo modo, en cualquier universidad, sabemos que «los de letras» hablarán de «los de ciencias» como algo ajeno y viceversa, una dicotomía.
Los movimientos sociales y la ciencia
Esta manera de conceptuar el mundo tiene un reflejo en las reivindicaciones en defensa de «la ciencia». No se trata de que estas reivindicaciones no estén apelando a la defensa de la investigación en general o a la mejora de las condiciones de las trabajadoras en la academia y la investigación. Sin embargo, cuando se dice que «sin ciencia no hay futuro», normalmente el lema va acompañado tanto en las redes sociales, como en la perfomance en los espacios públicos de una iconografía que oculta la mitad del cuadro. La «ciencia» se simboliza de cara al público en batas blancas, probetas o dibujos de átomos.
Sabemos que lo que no se menciona se convierte al final en algo que no existe y, al final, el colectivo que ha sido ocultado puede llegar a desligarse de unas reivindicaciones que, en la suma de sus fuerzas, producen un beneficio común. De este modo, los y las investigadoras que trabajamos en las ciencias humanas o sociales caminamos de la mano de nuestras compañeras del ámbito biosanitario, científico-técnico o tecnológico, cuando se trata de luchar contra la precariedad y los recortes en el ámbito de la academia y de la investigación. Sin embargo, puedo arriesgarme a decir que en muchas ocasiones no nos sentimos interpeladas directamente, aunque también, a riesgo de críticas cercanas, que esto ha llevado a un atrincheramiento y una victimización exacerbada de los colectivos del ámbito humanístico.
Sería también un error achacar esta situación a unos movimientos sociales o a una iconografía. Los medios de comunicación ahondan en reducir a lo inexistente a una gran parte del colectivo investigador. Por supuesto, podemos ser conscientes de que, por un lado, la investigación en el ámbito médico o en el ámbito medioambiental produce unos efectos en el bienestar de la sociedad (en este caso en la salud) que la crítica textual no puede aportar; por otro, que de cara a los medios de comunicación, la investigación sobre cualquier avance sanitario tiene más salida comunicativa que la mayoría de las investigaciones históricas o literarias.
Quienes nos dedicamos a las ciencias humanas somos también conscientes de que las necesidades logísticas y presupuestarias, más allá de las condiciones laborales de las investigadoras, son mucho mayores por norma general en el ámbito de las ciencias naturales o en el tecnológico que en el ámbito de las ciencias sociales y humanas. Por eso, sabemos que los recortes en I+D tienen consecuencias mucho más graves en esos ámbitos, pues una investigación se puede quedar varada en la nada debido a la falta de equipamientos e instalaciones, algo que, en estudios literarios, en economía, en historia o en lingüística, o no va a suceder, o es más fácilmente sorteable. Esto no significa que no se requiera dotación para ello en estos campos, por ejemplo, para el avance de las Digital Humanities o para cualquier investigación arqueológica.
Llegados a este punto, el camino es claro: la creación de espacios en los que el conjunto del colectivo se sienta identificado y apelado, por un lado, porque fraccionar la lucha es someterse a una derrota segura; por otro, porque ese fraccionamiento es artificial. La vida de cualquier persona a día de hoy está cruzada por todo tipo de conocimientos, desde los médicos (pensemos en la avalancha de datos que estamos teniendo durante la pandemia de SARS-COV2), a los económicos (encendamos cualquier debate de sábado noche) o de las ciencias humanas (a los que me referiré enseguida). En este punto, podemos recordar trabajos como los de Paco Fernández Buey, filósofo palentino, que ha contribuido enormemente a los estudios sobre la tercera cultura, a acabar con ese divorcio entre la cultura humanística y la científica (usando la terminología habitual).
Pseudociencias y humanidades
Cuando se habla de pseudociencias, como decía al principio, enseguida se piensa en terraplanistas, antivaxers y gorritos de papel de plata. Sin embargo, si ampliamos el espectro a cualquier «teoría» que no se sostenga ni sobre pruebas demostrables ni sobre un método de análisis sistemático, entonces las pseudociencias, llamémoslo pseudoconocimiento si se quiere, se encuentran en todos los ámbitos del saber.
A riesgo de pisar un charco demasiado grande, se puede afirmar que cualquier ideología de corte nacionalista está fundamentada sobre una manipulación de la historia, de la antropología e incluso de la lingüística. El nacionalismo construye su verdad sobre la manipulación de los hechos históricos hasta crear mitos fundacionales de la nación o epopeyas pseudohistóricas sobre las que se construye un «nosotros», en muchas ocasiones frente a un «otro» enfrentado. Pensemos, sin ir más lejos, en la idea de la Reconquista que cumple la doble función de epopeya y de mito fundacional para crear la idea de la nación española.
Quizás más exóticas son otras construcciones nacionalistas, no por ello menos peligrosas. El descubrimiento de la cultura de Vinča o de Turdaş-Vinča (VI-VI milenio AC) a las afueras de Belgrado ha ahondado en un espíritu nacionalista serbio. Fundamentado en esta cultura antigua, toma esta sociedad originaria, que posteriormente se habría extendido, como el origen de muchas otras a lo largo y ancho de Europa. Hoy, si recorremos las calles de Belgrado, la iconografía de la cultura de Vinča está presente en muchos rincones.
En este punto quiero contar una anécdota que ejemplifica a la perfección cómo funcionan quienes difunden estos conocimientos. Yendo con mi pareja de Niš a Belgrado, en Serbia, se nos acercó un hombre serbio que, al escucharnos, inició directamente la conversación en castellano. Más allá de la conversación ligera, en cierto momento dijo que el euskera era realmente serbio no entendido, que el euskera es una lengua muy antigua que tiene vinculaciones con «una cultura ancestral descubierta en Serbia». Cuando le pregunté si se refería a la cultura de Vinča se sorprendió de que la conociera, pero siguió. Cuando supo que vivíamos en Berlín, añadió que muchos topónimos en Alemania (los acabados en –au y –ow) son serbios. Le dije que eran sufijos toponímicos de origen eslavo en general y entonces alegó que los eslavos en su conjunto proceden de Serbia (!). Siguiendo con la conversación y ante mis argumentaciones, me recomendó que estudiara lenguas antiguas, a lo que le contesté que ya lo hacía; me dijo que en realidad debería estudiar la lingüística antigua, le aclaré que eso hacía (lingüística indoeuropea entre otras cosas) y, ante esto, concluyó que tenía que leer literatura alternativa, que es la última trinchera en la que se refugian quienes difunden estos pseudoconocimientos.
Este es un ejemplo de cómo operan las construcciones nacionalistas, no solo desde grandes podios de oradores o medios de comunicación, sino también mediante una recua de charlatanes que falsean el conocimiento histórico, cultural o lingüístico a la caza de víctimas fáciles. Esto solo es evitable si las posibles víctimas tienen un conocimiento humanístico general o, al menos, tienen las herramientas necesarias para poder dudar de cualquier afirmación y posteriormente saber a dónde acudir para verificarlas.
De hecho, muchas de las teorías pseudocientíficas relacionadas con la medicina tienen incluso una vinculación directa con los conocimientos del ámbito humanístico. Solo falta acercarse a la denominada «medicina alternativa», que dice basar sus fundamentos en conocimientos ancestrales, siempre de culturas muy lejanas a la propia, para justificar su uso frente a lo que vendrían a llamar medicina mainstream. Es sabido que, si suena antiguo y es milenario, es mejor y, especialmente, si está en lenguas desconocidas para el público general como pueda ser el sánscrito.
No, más antiguo y milenario no es mejor. Hipócrates ya luchó en la Antigua Grecia contra la tradición de siglos de ritos con los que se pretendía curar cualquier dolencia. Ahora tenemos que saber que la medicina hipocrática, por muy útil que fuera en su momento, ha sido sustituida por la medicina moderna. Por suerte, el aborto y la eutanasia son debates cada vez más normalizados en nuestra sociedad (no sin lucha), algo que no sería posible si siguiéramos anclados en el juramento hipocrático como credo y en una proto-ciencia como método. No es casual que a la extrema derecha le encanten las teorías pseudocientíficas, místicas o esotéricas.
En resumen, el «conocimiento alternativo» (si se puede llamar «conocimiento») impregna nuestra sociedad en todos los ámbitos de nuestra vida y a día de hoy aún más con la avalancha de datos en la sociedad de la información. Crear una cultura científica consiste en abrazar el conocimiento en sentido amplio, en descompartimentar lo que no está compartimentado en el día a día de nuestras vidas, en reivindicar el papel de la Wissenschaft, de la ciencia en el sentido amplio. Sin embargo, primero necesitamos para ello reconocernos mutuamente en el ámbito de la ciencia y la investigación, saber que no sobra nadie en este camino y que, además, si nos dejamos fragmentar, estaremos perdiendo tanto las luchas materiales, como las culturales.
*Por Jaime Martínez Porro, investigador en el Instituto de Iranística (FU-Berlín) y militante de IU Berlín.