Las cartas de Alejandra Pizarnik
¿Pueden considerarse las cartas de un autor parte de su obra literaria? Kafka entendía su correspondencia como una parte de la obra, así se muestra en la monumental Carta al Padre o Cartas a Milena que como analizó Elias Canetti es el germen creador y quizá paralelo de su novela La Condena. Las cartas así como los diarios, en ocasiones se convierten en la intrahistoria de la obra, de su visión del mundo, pero es en esos escritores en los que la literatura es una cosmovisión donde vida y obra se fusionan, autores como Kafka, como la poeta argentina Alejandra Pizarnik. Porque ella no sólo escribía poesía, vivía en la poesía, con todos los riesgos que eso produce en un mundo nada poético. Y era consciente de ese peligro diciendo en una de sus cartas: “Sé que soy poeta y que haré poemas verdaderos, importantes, insustituibles, me preparo, me dirijo, me construyo y me destruyo. Y no obstante corro peligro.”
La publicación de “Nueva correspondencia (1955-1972)”, que se añade a la ya publicada que mantuvo con el psicólogo León Ostrov (fundamental), junto a la obra poética completa y a su prosa y unos diarios que precisamente en una carta valora como una de las mejores partes de su creación: “Si hay algo en lo que creo es en mi diario: hablo de su calidad literaria, de su lenguaje. Es infinitamente mejor que todos mis poemas.” Todo ello nos muestra la vida y obra de una creadora al límite, singular y con voz propia, más allá de cierta mitología maldita que le ha dado su condición de escritora suicida o bipolar.
En las cartas ahora publicadas se muestra una relación epistolar con autores muy conocidos como Julio Cortázar, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Mujica Lainez, entre otros. Con editores, responsables de revistas literarias como el español Antonio Beneyto, periodistas, profesores, amigos, familia, en los que se mezclan aspectos de su vida personal, su quehacer literario, los problemas que se encuentra como escritora, junto a una intimidad muy honda. Para quien haya leído anteriormente su poesía se trata de uno epistolario fascinante, comprobamos la conexión que existe entre una y otra, porque su aspiración es: “Si se pudiera vivir nada más que la verdadera vida”, dice en varias ocasiones citando a Rimbaud. Y en busca de esa “vida”, se encuentra como una exiliada, (“lo cierto es que estoy absolutamente exiliada de la sociedad y recién ahora comprendo que no es una expresión vacía de sentido”), ya sea en su ciudad, Buenos Aires (con la que mantuvo una relación de amor-odio), como en París donde residió varios años (su pequeña patria). Es la búsqueda de una identidad por la cuál llega a bucear en su condición de judía: “Yo leí el Talmud. Es terrible y bellísimo.” Nos encontramos con una poeta que ha de hacer frente a la vida ordinaria al mismo tiempo que su creación: “Escribo, publico en las revistas de aquí y –lamentablemente- trabajo en sitios infames para ganarme el duro pan de cada noche.” La búsqueda de un sustento económico y la dependencia familiar le obsesionan, pues cuando tiene trabajo le roba demasiado tiempo para la creadora nocturna que es, “y a dormir pues esta idiota que quiere tener aún una muñeca tiene que levantarse temprano para ir a cumplir sus obligaciones”, y cuando posee ese tiempo le acucian los problemas monetarios. Lo cual es una muestra de la difícil inserción del artista en la sociedad de consumo. Pues aunque Alejandra rehúya de lo “político”, se muestra decididamente anti-burguesa y contraria a llevar una vida convencional, a fundar una familia, aunque en ocasiones lo dude. Buena parte de las cartas son contactos literarios en los que cuida tanto de sus propias publicaciones y la difusión de sus obras, como se preocupa de las de otros, en ocasiones de personas con las que sólo mantiene una relación epistolar. Se muestra como una autora exigente consigo misma: “Pero no estoy tranquila, no estaré tranquila hasta que no escriba como yo deseo sobre lo que yo deseo y de la manera que deseo.” Y también se muestra escéptica sobre el futuro de la literatura, como le escribe a Bioy Casares: “¿Y cómo hacer perdonar el poema? Pronto seremos una secta muy minoritaria y rarísima. Y está bien que así sea (creo).” Habla de sus autores, sus referentes, la presencia repetida de Kafka, Rimbaud, Hölderlin, Dostoievski, clásicos como Cervantes o Quevedo, Lewis Carroll y su jardín, varios contemporáneos suyos, y “pero mi lectura de fondo sigue siendo George Bataille.”
En la parte más intima, habla de su lucha entre la vida y la muerte, sus crisis, sus obsesiones, esos tormentos que se perciben en sus poemas: “No tengo miedo de morir, tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva, tengo miedo del viento.” Lo dice al psicólogo León Ostrov, fundamental confidente de estos sentimientos: “Estoy en otro planeta y nada en él me enamora”, le dice ahondando en su particular exilio. Aunque también muestra sus pulsiones vitales: “He preguntado a mi sangre si mi vida tiene posibilidades. Y me ha dicho que sí.” Aunque en menor medida que en su diario, la presencia del suicidio también está presente en alguna de estas cartas: “Todavía me contemplo asombrada de estar viva.” O le comunica a Julio Cortázar su intento de suicidio: “Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio –que fracasó.”
En ocasiones la lectura de alguna de estas líneas te provoca una sensación impúdica, pues a pesar del tiempo pasado, tienes la impresión de estar adentrándote en un territorio herido, profundo y doloroso, como cuando le escribe a Silvina Ocampo una de las más bellas y tristes cartas de amor: “Quisiera que estuvieses desnuda, a mi lado, leyendo tus poemas en voz viva.” Y con una humildad lacerante: “Sylvette, no es una calentura, es un reconocimiento infinito de que sos maravillosa, genial y adorable. Haceme un lugarcito en vos, no te molestare. Pero te quiero, oh no imaginás, como me estremezco al recordar tus manos que jamás volveré a tocar si no te complace puesto que ya lo ves que lo sexual es un “tercero” por añadidura.”
En las cartas de Alejandra Pizarnik nos encontramos con una escritura que atraviesa las delimitaciones carta-diario-prosa poética, para ir una y otra vez a la obra, a su escritura, a esa búsqueda de la que ella dijo: “Me iré y no sabré volver. Es más, no sabré, si quiero, que hay un saber volver.”