“Revolutionary road”: Hay que verla y posicionarse
Revolutionary Road es un film colosal, tajantemente minusvalorado, y original por su modo de mostrar conflicto y dilemas a través de Ego y alter-Ego en tensa unicidad.
Dirigida por Sam Mendes y adaptada del libro de Richard Yates, Revolutionary Road (2008) es la película que hizo de Mendes uno de los grandes triunfadores en la edición 2008 de los Academy Awards. El rodaje había supuesto el segundo screen meeting entre Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, hecho significativo porque, en cierto sentido, ambos interpretan el mismo personaje en el film. No dos personajes, sino uno para dos actores y para dos roles parciales:
- DiCaprio como el hemisferio cobarde, conservador, “realista” y yankie comfort-lover, quien cae lejos de entender la vida como empeño hacia el íntegro sentido en cualquier actividad. Y, mientras él no hace más que comportarse, actuar y reaccionar (Nietzsche, Genealogía de la Moral, Primer Tratado)…
- Kate es lo otro. Kate es el hemisferio que acepta comportarse en consonancia pura a su “ser” o a su hegeliano intento de hacer(se), aun siendo, ese camino, carente de éxito. Camino coronado de espinas de dolor y decepción para la inestimada -no considerada- intérprete teatral que ella es.
La historia se desarrolla en “Los Dorados Años cincuenta” estadounidenses de la pos-segunda guerra mundial, cuando todo vecino de a pie parecía haber sido tocado por la barita (sangrienta, parasitaria bélica) del Bienestar y las oportunidades. Pero, a la vez, un periodo en que la mayoría de trabajadores ha devenido estándar competitivo necesitado de pequeñas compensaciones diarias para continuar. Tanto como las necesita el bueno de DiCaprio, quien cada mañana da el mismo “último” vistazo a su bonita casa con objeto de respirar compensación y reunir fuerzas antes de tomar el tren hacia la empresa. Ésa misma donde su padre trabajó por toda una vida, mientras DiCaprio se juraba y se juraba auto-destinarse a evitarse ese destino. By any means necessary, que diría Malcolm X.
A fin de proseguir con mínima entereza en el día a día, la joven pareja vive mintiéndose a sí misma sobre su vieja idea compartida: “nosotros dos somos diferentes al resto”, mientras esperan el gran día en que esa supuesta diferencia sea revelada a espuertas. Y lo cierto es que su entorno y vecindario comparten ese juicio de ellos respecto de su condición de “seres especiales”.
Pero, en lo profundo, en su fuero interno, la joven pareja sabe que está obrando, afrontando y viviendo igual que los demás. El padre de DiCaprio se enorgullecería. No así Kate. Ella se enamoró tiempo ha porque se vio a sí misma reflejada en las entrañas de Leonardo. Leo era su propio Ego, o eso le pareció a una joven embaucada por él, por sus aires de dandy y toda su performance.
Hubo una vez en que el personaje unitario compuesto por ambos protagonistas, fue verdaderamente una Totalidad dialéctica. Pero ahora las contradicciones se han agudizado, volviéndose antagonismos demasiado fuertes como para ser conciliados. Envuelto en este principio de escisión, el personaje es una bola de fuego y hielo, incompatible en sí. Su fuerza nuclear endógena, que lo engarza como identidad, ya no aguanta. Aun así, Kate no se ha rendido: está determinada a traer de vuelta aquel hombre que fue una vez, tal y como se dice que el proletariado se determinaría por su propio “ser social” a rescatar la relación genérica comunista y devolvérsela a nuestra especie.
Así que Kate le propone algo limpio a su marido: un bogartiano y sincero returning to the start en París, símbolo del irredentismo colectivo y personal, y, en Revolutionary Road, metáfora de autenticidad. De renacimiento y de temps de vivre, para decirlo con George Moustaki.
Sin embargo, demasiado a menudo las quejas primermundistas de hallarse atrapado en un insoportable vacío sin remedio son lágrimas de cocodrilo. Son suspiros farisaicos exhalados por quienes tienen el estómago, la agenda social, el depósito de transporte y el armario ropero demasiado llenos como para dejar de transigir con ese vacío y ponerse manos a la obra de demolerlo. Dar ese paso en lo personal les exigiría, en lo social, empatizar con las mayorías globales y con la privación de éstas; cuando lo cierto es que el individuo de cultura pop social-imperialista intuye que su pequeño mundo halla su infraestructura en esa globalidad que ignora y por cuya vorágine teme al mismo tiempo precipitarse de temblar un día los muros de la almidonada conservación social. Su desazón y su mal-dormir no es más, después de todo, que la servidumbre del Amo hacia SU propia organización mundial de las clases, así que el vacío sin remedio resulta no ser tan insoportable después de todo…, como con sarcasmo espeta personaje del matemático a la cara sonrosada de Leonardo cuando éste le comunica inclinarse por no abandonar su vida para, al contrario, seguir empeñándose en mejor-acoplarse para mejor escalar hacia mieles más y más dulces.
Durante un tiempo, y si por fin se deciden por París, él no tendrá que hacer nada excepto hallar “quién es”/”qué quiere” mientras ella trabaja por ese salario que necesitan para subsistir. Y él se siente poderosamente persuadido, pero ciertas tentaciones (excusas, compensaciones) bloquearán la toma de carretera (road) compartida: la memoria de su padre, perspectivas de promoción laboral, una aventura sexual, una nueva casa, y la perfecta excusa para él: Kate queda embarazada.
Revolutionary Road es un film colosal, tajantemente minusvalorado, y original por su modo de mostrar conflicto y dilemas a través de Ego y alter-Ego en tensa unicidad. Es correctamente mostrada la época boom del Freud vulgarizado y masivamente leído dentro de una lógica de poder-saber (Foucault), y que llevó a cada buen ciudadano a pensar que la clave para “comulgar” con el otro, o para el vínculo, la armonía, etc., consistía en hablar abiertamente sobre cada problema, cada contradicción y cada irrupción impresiva.
Por lo demás, cada personaje es en Revolutionary Road una metáfora: la jovencita compañera de aventura sexual encarna la compensación, mientras el compañero de trabajo de DiCaprio encarna el cinismo, el escepticismo, el solipsismo, la des-valorización relativista de todo. Más hondamente, ese rutinario trabajador es el nihilismo en una de sus formas. Es el sarcasmo y suspiro balbuceante consolatorio del esclavo: “Qué más da. Si todo es lo mismo; todo vale lo mismo”; “tú estás aquí y la vocación no existe…”; “Total… “; “Todo parte de uno. Todo es mentira”. DiCaprio le responde con una lección de materialismo dialéctico: si hubiera una vocación genuina, no sería susceptible de descubrimiento desde este lugar (la planta Y del edificio Z), ni haciendo lo que hacemos.
Paralelamente, la memoria del padre encarna ese aforismo marxista que reza: “La obra de los muertos pesa como un mal-sueño sobre el alma de los vivos”. El vecindario evoca el “sentido común”. En fin, el matemático loco es quien escupe a la cara del cuerdo “Nadar y guardar la ropa”. El loco escupe a la futilidad de pactar con el Vacío mientras uno dice intentar rebasarlo como el saltimbanqui de Así Habló Zaratustra, es decir, sin mancharse las manos. El matemático es un loco al que repugna la medrosidad de que el conciliacionismo se disfraza; que se dice “realista” mientras aguarda al gran día en que, por magia o milagro, las cosas toleradas amanezcan encajando, funcionando y fluyendo desde su propio vacío para al fin llenar a ese sujeto que quiere cambio sin cambiar de fondo. Por esa senda, el Vacío es Tragedia; es irremediable. “Muchos ven el Vacío. Pero muy pocos tienen las agallas suficientes para reconocer que no tiene remedio”.
El autor es vicedirector de DIARIO UNIDAD.