Más allá de la distopía: “El cuento de la criada” no es ficción
Revisadas numerosas críticas sobre la escalofriante “El cuento de la criada”, serie basada en la novela de Margaret Atwood de 1984, puede comprobarse que todas coinciden en la misma definición: distopía, pesadilla futurista, apocalipsis silencioso y, si me apuras, aterradoramente plausible o presagio de un futuro inminente…
Hablamos de un régimen feudal, una teocracia integrista que actúa como un psicópata con su víctima. En este caso son las mujeres el objeto de la represión. A ellas se les suprimen todos los derechos humanos reconocidos internacionalmente: viven cautivas, no pueden viajar; se les despoja de parte de su identidad y somete a un adoctrinamiento que les haga aceptar su sumisión; no tienen derecho a una cuenta corriente en el banco; son tuteladas cuando salen a la calle, no pueden caminar solas; no tienen acceso a una educación superior; deben llevar ropa que las cubre por completo y limita su capacidad de visión a ambos lados en público; no pueden leer nada que ofenda a la religión oficial y, en definitiva, son controladas por el Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio (CPVPV) o la policía moral. Entre los castigos que se aplican en esta teocracia: los azotes, la mutilación de miembros, la ablación o la lapidación. Homosexuales y lesbianas pueden acabar ahorcados desde grúas en lugares públicos para aterrorizar a la población, o sufrir otros castigos ejemplarizantes como latigazos o amputaciones. Son formas de control a través de la violencia, típicamente fascistas, que los pastores aplican a sus rebaños desconcertados.
Hasta aquí, muchos lectores se habrán percatado de que no hablamos de la “distópica” República de Gilead de Atwood, ni de inspiradores como Bradbury u Orwell. No nos situamos en la vuelta de tuerca de un Estados Unidos que camina hacia un Estado abiertamente fascista de la mano de Donald Trump, donde la ignorancia y el temor a Dios son elementos decisivos para que una élite de hombres blancos y adinerados sometan a la mujer, tanto a criadas como esposas. Donde el detonante no es un 11-S, sino atentados terroristas contra las sedes de los tres poderes atribuidos al nuevo enemigo, el omnipresente integrismo islámico. Donde la represión física y la privación de libertad se hace posible más allá de los métodos de control sutil de las democracias actuales por un acontecimiento inesperado: la esterilidad de buena parte de las mujeres y hombres y el consecuente y acentuado descenso de la natalidad.
Gilead se cimenta sobre un integrismo cristiano basado en una interpretación torcida de las sagradas escrituras con base en la historia de Jacob, sus dos esposas, Raquel y Lía, y las dos criadas de estas, desarrollado a partir de un puritanismo de siglos atrás hoy latente en ciertos sectores de la sociedad que creen que la tierra es plana o niegan la teoría de la evolución de Darwin. Pero se hace realidad en EE.UU. solo por una grave disminución de las mujeres fértiles que despierta el temor a la extinción de la humanidad. Y sí, en Estados Unidos es una distopía, quizá cercana, pero distopía.
Al contrario, en Arabia Saudí y otros países donde se practica el wahabismo -o en lugares controlados por el Daesh- es el pasado y es el presente, no es ningún cuento. Allí, el integrismo religioso es islámico en lugar de cristiano, pero la relación de los saudíes con los países de su entorno y ciertos socios preferentes como Estados Unidos se observa tan normalizada como la de Gilead con México. En el wahabismo ni siquiera existe el debate occidental sobre los vientres de alquiler: las niñas se venden con total impunidad. Tampoco necesitan recurrir a la excusa de la infertilidad para someter a la mujer a un mundo que muy poco se distingue de la distópica Gilead.
Aterrorizados como están con la ciencia ficción de la República de Gilead, muchos parecen no ver una realidad consentida tan aberrante como poco denunciada.