Caza de brujas: cómo la paranoia colectiva dejó 40.000 muertes en la Europa de las hogueras
Europa, 1560: nacen el método experimental y la ciencia, el racionalismo ahuyenta las tinieblas, la tecnología pega un salto gracias a la brújula, la pólvora y la imprenta y, en pleno despegue de la modernidad, los europeos sucumben al pánico y se lanzan a una frenética busca y captura de brujas y brujos. El “tiempo de las hogueras”, como se le llama, duró unos 70 años y se cobró la vida de 40.000 personas.
Aquel período sombrío ha salido del olvido con la moción aprobada por el Parlament catalán para reivindicar a las 700 procesadas por brujas en Cataluña entre los siglos XV y XVII. La iniciativa se suma a otras anteriores, como la rehabilitación hecha por la legislatura de Massachusetts de las mujeres ahorcadas tras los juicios de Salem de 1692.
Una peculiaridad europea
Brujas, hechiceros, chamanes y magos hubo en todas las sociedades y culturas, pero en ninguna suscitaron la conmoción que estremeció a Europa en los albores de la Edad Moderna. Hasta finales del siglo XV, la Iglesia restó importancia a la brujería; pero en pocas décadas cambió de posición y el pánico se contagió a todas las clases, credos y géneros.
En la Edad Media se habían imputado a templarios, cátaros y judíos perversiones sexuales, asesinatos de niños, conciliábulos secretos… El tiempo de las hogueras combinó esos elementos con la novedad del pacto con el demonio.
“No es la amenaza la que crea el miedo, sino el miedo el que crea la amenaza”, señaló a SINC el semiólogo Jorge Lozano. Y así las élites se convencieron de la existencia de la confabulación entre las brujas y Satanás consagrada a socavar la Cristiandad.
Católicos y protestantes alzaron hogueras por igual; los vecinos se denunciaban unos a otros; se difundieron instructivos para detectar a los nigromantes; se generalizó la tortura como medio de investigación y “se dieron por válidas las acusaciones hechas por niños, cuyo testimonio bastaba para enviar a sus vecinos al cadalso”, apunta a SINC Jesús Mª Usunáriz, catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Navarra.
En la escalada paranoica resultó decisivo un experto de nuevo cuño: el demonólogo. Entre los doctores en diablos destacaron dos dominicos alemanes, Heinrich Kramer y Jacob Strenger, cuyo Martillo de las brujas (1487) se volvió el manual de los perseguidores. No todos eran clérigos: Jean Bodin, el ‘padre’ del derecho internacional, recopiló técnicas de tortura aplicables a posibles hechiceros.
La imprenta, nacida al servicio del alfabetismo, diseminó textos que inculcaron la creencia en aquelarres, vuelos con escobas y hechizos que solo existían en la alucinada mente de sus autores, pero que los detenidos acababan admitiendo con tal de que dejasen de torturarlos.
Peor en los pequeños pueblos
En los últimos años se ha acumulado un voluminoso cuerpo de estudios sobre el extraordinario fenómeno. Muchas víctimas eran mujeres de más de 40 años, residentes en el medio rural, solitarias y consideradas conflictivas; y unas cuantas eran comadronas o sabían de brebajes medicinales. Pero, advierte Usunáriz, la realidad supera “el estereotipo de la bruja vieja y fea popularizado por Blancanieves”, pues también fueron acusadas amas de casa de costumbres normales, mujeres jóvenes y hombres.
‘El aquelarre’ de Francisco de Goya, 1798.
La persecución fue más intensa en el ámbito local, impulsada por la red de complicidades tejida entre vecinos y autoridades —el entramado de insidias aldeanas capaz de llevar a inocentes a la horca fue plasmado con inigualable dramatismo por Arthur Miller en su pieza teatral Las Brujas de Salem—. En las jurisdicciones superiores, en cambio, era menos sañuda, y numerosas denuncias culminaban en absoluciones.
La mayoría de los juicios tuvieron lugar en Alemania Occidental, Francia, Suiza y Países Bajos. “En España, con la excepción de los procesos de Logroño de 1610, la persecución fue más moderada”, recuerda a SINC Erika Prado Rubio, investigadora de la Universidad Rey Juan Carlos.
En Logroño, el inquisidor Alonso de Salazar “planteó sus dudas ante instancias superiores acerca de la verdadera existencia de las brujas”, poniendo freno a la cacería. El tipo de institución judicial resultó decisivo.
“En Francia, los tribunales reales eran implacables; igual en Alemania, donde sentenciaban el arzobispo local o los representantes de los príncipes; y lo mismo puede decirse de los tribunales civiles de Cataluña y Navarra. En el resto de la Península, controlada por la Inquisición, se quemaron pocas brujas”, señala Usunáriz. “La Inquisición sentenció a los condenados casi siempre al destierro, siendo la pena de muerte la excepción, mientras que fue norma en los tribunales laicos, en su mayor parte por ahorcamiento”, apostilla Prado Rubio.
Un maremágnum de interpretaciones
Uno de los primeros estudiosos en reivindicar a las brujas fue el historiador francés Jules Michelet. Sostuvo que una religión pagana había subsistido en los bosques de forma más o menos oculta a lo largo del Medioevo, y al despuntar la Edad Moderna, los poderes públicos y la Iglesia se coaligaron para acabar con ella y con sus sacerdotisas, las supuestas brujas —Álex de la Iglesia escenificó ese enfoque en su película Las brujas de Zugarramurdi—. Su tesis ha sido descartada por los historiadores contemporáneos.
En los años ’70, cuajó un enfoque en muchos aspectos deudora de Michelet. Teóricas feministas atribuyeron la represión a la voluntad de disciplinar a las mujeres en general y, en particular, a las que poseían saberes curativos. La caza de brujas habría sido un operativo feminicida del patriarcado y la emergente clase médica.
Esta teoría ha generado controversias. Diana Purkiss, autora de The Witch in History, la cuestiona por victimista. Al enfatizar la indefensión de las acusadas, comenta, ignora sus recursos empleados para refutar los cargos e incluso enjuiciar a sus denunciantes por calumnias.
Por otra parte, el móvil misógino no da cuenta del hecho diferencial de que “en España e Italia, donde la Inquisición tuvo jurisdicción sobre este delito, el 40 % de los procesados fueron hombres, mientras en Estados protestantes el 80 % fueron mujeres”, observa Prado Rubio. Y otros, basándose en que numerosas víctimas no eran curanderas ni nada parecido, cuestionan que para refutar una teoría conspirativa se construya otra: la conjura de los médicos celosos de las comadronas.
Determinadas interpretaciones apuntan al contexto: en aquella época, los europeos se sentían acosados por las epidemias, las guerras, la inflación, las malas cosechas, las guerras de religión y la amenaza turca. Se había gestado una mentalidad de ciudad sitiada que servía de caldo de cultivo del terror y la sospecha e incitaba a la búsqueda de chivos expiatorios. Sin embargo, en la Edad Media se dieron cúmulos de circunstancias iguales o más desestabilizadoras, y no por eso la emprendieron contra las brujas.
Miedos que alimentan hogueras
No faltan quienes culpan a las iglesias; aunque no saben explicar por qué en ciertas zonas quemaban brujas y en otras no, pese a que en todas reinaba el mismo fanatismo religioso. Peter Leeson y Jakob Russ han reforzado el argumento partiendo de un dato crucial: la mitad de los procesos tuvieron lugar en un radio de 350 kilómetros de Estrasburgo, una región en la que protestantes y católicos se disputaron durante décadas las almas de los cristianos.
Advirtiendo que las hogueras fueron menos numerosas en donde no se deban tales disputas (España, por ejemplo), defienden que la competencia interreligiosa atizó la histeria masiva que se ensañó con los más indefensos.
En su clásica obra El Miedo en Occidente, Jean Delumeau observó que, hasta el Renacimiento, todas las clases sociales compartían la misma cultura; con la aparición de la ciencia, la imprenta y el despegue de las universidades se abrió una distancia intelectual entre los instruidos y el pueblo llano. La persecución de la brujería habría sido un intento de las élites cultas por afianzarse erradicando las supersticiones de la plebe. No obstante, las cosas no fueron tan premeditadas.
Cierto, “la demonología fue una construcción de intelectuales —precisa Unasáriz— que luego se mezcló con las creencias tradicionales del campesinado”. Podría decirse que los “de arriba” les dieron argumentos a los “de abajo”, que por su cuenta iniciaron una cacería descontrolada de brujas. En otras palabras: el fenómeno tuvo tanto de intencional como de espontáneo.
El sorprendente parecido entre las acusaciones de los antiguos romanos a los antiguos cristianos y las proferidas contra las brujas llamó la atención del semiólogo Yuri Lotman. Igual le sorprendió que la misa negra de los adeptos de Satán fuera una copia invertida de la liturgia cristiana. A su modo de ver, se trataba de esquemas acusatorios que permanecen latentes siglos hasta que son reactivados por diversas ansiedades: el temor de ciertos estamentos a perder su supremacía; el recelo a las “razas inferiores”; el pánico a una revolución social. La psicosis de la brujería no dependía del nivel cultural o intelectual de la sociedad, sino de la intensidad de sus miedos.
Sin duda, existían suspicacias previas contra las mujeres, reconoce Unasáriz. “En el Martillo de las brujas se acusaba a las comadronas de la muerte de los niños por sus pactos con el diablo”. Pero el catedrático insiste en que “los hechos históricos no se pueden explicar por una única causa. Por eso hay que estudiar caso por caso para determinar cómo se produce la eclosión de la brujería”.
Cultura de la paranoia
Maria Pauer, una criada quemada en 1750 en Salzburgo, fue de las últimas personas en ser condenada a muerte por brujería. En los años siguientes, y gracias a la influencia del iluminismo, este delito fue borrado de la legislación penal y se quitó valor probatorio a las confesiones arrancadas con tormentos. Pero la memoria del siglo de oro de Satanás y la mitología asociada se grabaron a fuego en nuestro imaginario cultural.
Cartel de la película de Álex de la Iglesia ‘Las brujas de Zugarramurdi’
Lo comprobamos en la vindicación de la bruja hecha por el feminismo —la organización W.I.T.C.H la adoptó como símbolo de empoderamiento femenino— y en la cultura popular, como en la serie Embrujada, donde las artes mágicas de Samantha, un ama de casa estadounidense, servían de metáfora del poder de la mujer moderna. Desde un ángulo ideológicamente opuesto, los prejuicios misóginos reaparecieron en el bulo del Pizzagate, que acusaba a Hillary Clinton de pedofilia y de practicar ritos satánicos.
Esto último conecta con uno de los legados más siniestros del tiempo de las hogueras: las teorías conspirativas. La caza de brujas consistía básicamente en identificar a los sospechosos de ejercer una actividad oculta; y, fundamental, lograr que delataran a sus cómplices.
Con el correr de los siglos, el formato creado por los demonólogos perdió connotaciones sobrenaturales; el demonio fue sustituido por un millonario malévolo o un cónclave de masones, judíos, comunistas, etcétera; y las brujas por individuos pertenecientes a minorías supuestamente todopoderosas.
En determinadas ocasiones, se repitieron las confesiones y autoinculpaciones obtenidas mediante tortura. Así ocurrió en los Juicios de Moscú de 1937, cuando la vieja guardia bolchevique fue forzada a admitir que había conspirado con agentes de Hitler, Estados Unidos, Inglaterra y Japón para asesinar a Stalin; y otro tanto sucedió durante la cruzada anticomunista liderada en Estados Unidos por el senador Joseph McCarthy, entre 1947 y 1954.
En ciertas regiones, el miedo a las brujas se resiste a morir. Por esta causa, en el África subsahariana han asesinado a miles de mujeres, albinos, ancianos, enfermos mentales y niños. La matanza se da en un marco de brutales cambios socioeconómicos, pérdida de identidad cultural y ansiedades creadas por el sida y otras epidemias. Debido a la gravedad del asunto, el año pasado el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas exigió el fin de los abusos ligados a acusaciones de brujería.
Que entrado el tercer milenio se repitan estos terribles episodios nos enseña que el avance del alfabetismo y la revolución tecnológica no inmunizan contra el miedo colectivo y la busca de chivos expiatorios. “De una u otra manera, seguirá habiendo cazas de brujas”, concluye con pesimismo Unusáriz. “En el fondo, nos gusta mucho ser inquisidores”.