“El club del odio”, Beth de Araújo. El fascismo invisible
La directora estadounidense, de origen brasileño y chino-americano, debuta con una incisiva película en la que retrata a un peculiar club de mujeres que escenifican la semilla del odio latente en la sociedad.
Durante una conferencia impartida por Ernest Hemingway, en la que reclamaba solidaridad con la República española frente al ataque franquista, definió al fascismo como una mentira contada por matones. Dos conceptos, el de la falacia y la violencia, que en la película dirigida por la debutante Beth de Araújo, y estrenada en la plataforma Filmin, se presentan en toda su magnitud, y todavía más, directamente relacionadas. Puede que cuando se hace referencia a términos tan absolutos en cuanto a la representación del horror se refiere, uno puede trasladar su mente de manera instintiva hacia imágenes envueltas en grandes desfiles, discursos escupidos en loor de multitudes o estremecedores campos de exterminio. Pero antes de que ese fatídico desenlace se convierta en realidad ha sido necesaria toda una serie de antecedentes, muchas veces surgidas de pequeños gestos o actitudes cotidianas, que ejercen como germen propiciatorio para prender la llama del terror. Es en ese amasijo de situaciones que nutren a los más devastadores fanatismos donde, al igual que antes han hecho multitud de obras, desde “El huevo de la serpiente” hasta “La cinta blanca” o incluso “American History X”, posará su cámara esta cinta.
Mientras muchas veces el séptimo arte se ha afanado en tejer una equiparación entre aquellos pensamientos más reaccionarios y un tipo determinado de carácteres, esta historia hábilmente modifica ese arquetipo e intercambia a fieros y testosterónicos cabezas rapadas por un grupo de mujeres de -aparente- trato jovial y distendido. Un patrón, interpretado bajo el porte elegante de Stefanie Estes, que encarna a la perfección quien se postula como su principal instigadora. Muestras de una amable conducta de las que seremos testigos desde el mismo inicio en el trato afectuoso con un alumno, por supuesto de exquisitos rasgos arios, que transformará en una mueca desafiante y inyectada en odio cuando se cruce con una empleada inmigrante. Va a ser durante ese primer tramo de la película donde el relato aglutine sus grandes virtudes fílmicas, que perfectamente podrían resumirse en la imposición de una sutil tensión que, si no fuera por un cartel publicitario demasiado explícito, nos haría mantener la vista clavada en el periplo de ese pastel, aparentemente encomendado para acompañar a otras viandas en una amistosa reunión, que al ser descubierto aparece decorado por una esvástica. Pero incluso en la elección de este detalle aparentemente grueso hay una exquisita y malévola intención, al ser recibida dicha imagen con incomodidad por la mayoría de las asistentas, que en ningún momento se sienten representadas por el ideario que esconde. Lo que las une en realidad, siendo todavía más evidentes los aspectos que las diferencian, incluso las enfrenta, es exclusivamente sufrir diversas frustraciones particulares que les han alejado de sus aspiraciones, fracasos existenciales que lejos de ser interpretados desde la autorreflexión y mucho menos poniendo en entredicho las trabas afligidas por el sistema, son achacados exclusivamente a todos aquellos que consideran elementos discordantes de una visión extremadamente reaccionaria y restringida, que ni ellas mismas cumplen, de lo que denominan la civilización occidental.
Para entonces ya somos conocedores del formato narrativo escogido por la directora, que no es otro que el siempre arriesgado plano secuencia. Un recurso que si bien, al margen de su disposición hiperrealista, nos permite zambullirnos de lleno en el ritmo trepidante que irá acumulando la cinta, por otro lado resulta limitador frente a la oportunidad de exponer con mayor amplitud el perfil de unos personajes sólo descubiertos a través de sus propias palabras. Una carencia que sin embargo no supone una enmienda a la totalidad del método utilizado, bien manejado a través de enfoques originales y una banda sonora, sobre todo en lo que atañe a su representación incidental, que sabe convertirse en un válido complemento a la puesta en escena.
Toda una serie de características que tendrán especial cabida y resaltarán en una segunda parte, de clima perfectamente diferenciado, a la que llegaremos previo paso al enfrentamiento sucedido en un establecimiento con dos mujeres de raza oriental, abriendo la puerta, nunca mejor dicho, a un registro auspiciado por los parámetros clásicos del subgénero que es el “home invasion” (el allanamiento de una casa). Un territorio estilístico que implementa sustancialmente el paso a través de un -premeditado- ritmo estresante al que asistimos desde dentro del huracán, escenificando lo que a priori pretendía ser poco más que una broma amedrentadora y que termina por convertirse en una violenta concatenación de trágicas casualidades. Inmersos en ese vertiginoso griterío y el pánico con que se desarrolla toda la acción, hay dos aspectos que resultan especialmente atractivos: el intercambio absoluto de roles entre las mujeres que conlleva la aparición de los problemas; y el subrayado que se hace de la involuntariedad de lo acontecido, dejando en evidencia la fragilidad y debilidad de las “asaltantes”. Un proceso de humanización, lindando con el arrepentimiento, que sin embargo lejos de convertirse en un salvoconducto para exonerar sus responsabilidades señala en sentido contrario, ya que esa violencia percibida tantas veces como algo extraordinario al ser visibilizado entre puños americanos o botas de punta de hierro, cuando se ejerce embutida en vestidos de Versace o montadas en un coche familiar que todavía guarda el olor de los vástagos, adquiere una dimensión más mundana, representando el monstruo no como un ser mitológico sino como un congénere más, aumentando así el nivel de inquietud.
“El club del odio” no es una película impoluta en el sentido artístico, quizás incluso algunas decisiones técnicas afrontadas le hacen imposible llegar a serlo, pero desde luego alcanza de lleno el propósito de convertir su gamberrismo en una aguda, y menos obvia de lo que pueda parecer, reflexión sobre el surgimiento del odio. Ceñirse a la identificación de los personajes, al entorno geográfico o a cualquier otro detalle particular sería hacer una lectura reduccionista de un trabajo que desde su ambientación localista esgrime una clara vocación universal. Esa cámara en mano que persigue a las protagonistas nos enseña en primera persona una paulatina precipitación de los hechos que llegan a un punto de no retorno. Un aspecto del que es imposible no hacer una clara analogía de dimensiones más globales, porque incluso la hidra más salvaje antes ha sido un esqueje, al igual que el fanatismo capaz de asolar grandes extensiones de tierra tuvo su primer y minúsculo antecedente en una expresión particular de odio al diferente. La directora Beth de Araújo tiene la clarividencia y el talento para desenmascarar ese peligro que también se esconde en la profesora que dulcemente trata a nuestros hijos o en la dependienta que siempre nos saluda con inusitada simpatía. Frente a ello: ¿Aceptamos el reto de oponernos al oprobio cotidiano o preferimos llorar cuando lleguen las cenizas futuras?