“Acércate y escucha”, Charles Simic. Ver lo que no se quiere mirar
El autor de origen serbio, nacido en 1938, y nacionalizado estadounidense, añade a su sobresaliente obra un nuevo capítulo en el que vuelve a enviar sus sobrios pero impactantes versos en busca de aquellos escenarios -y sus correspondientes moradores- ocultos o invisibilizados por la sociedad.
Ese niño que como consecuencia de los bombardeos efectuados por el ejército Nazi durante la II Guerra Mundial en Belgrado acaba fuera de su cama y cubierto de cristales se llama Charles Simic. El mismo nombre tiene el adolescente que junto a su familia emigra a Estados Unidos dejando atrás su, por aquel entonces, Yugoslavia natal o el galardonado en 1990 con el premio Pulitzer, distinguiéndole ya entonces como uno de los más relevantes poetas contemporáneos. Todos los citados son episodios que delinean, evidentemente junto a otros muchos y cada uno en mayor o menor medida, la figura vital, pero también creativa, de un autor en el que nunca se ha extinguido la semilla dejada por aquellos gritos, lloros y explosiones. Manifestaciones de una barbarie que, interpretada desde su particular y genial manera, ha configurado todo un entramado artístico que vuelve a extender sus alas en en un último poemario, publicado en castellano por la editorial Vaso Roto, titulado “Acércate y escucha”.
No es el campo lírico la única faceta que ha desarrollado en su carrera este autor nacionalizado estadounidense, distinguiéndose a lo largo de su obra diferentes ejercicios en prosa (autobiografías, ensayos, miscelánea…). Un completo, y complejo, catálogo en el que sin embargo despunta su actividad poética, disciplina de la que es uno de los representantes más reconocidos hoy día. Consideración conquistada a través de un recorrido que formalmente ha ido derivando en un tipo de escritura más narrativa y directa, al mismo tiempo que cargada de una ácida ironía, elemento que mucho más allá de servir de pararrayos frente a su profundo y comprometido discurso se comporta como un condimento distintivo. Peculiaridades y particularidades de un estilo amasado a base de aplicar influencias que no olvidan ni la tradición proveniente de Europa del Este ni pasiones personales como el jazz, sobre todo, o el blues.
No es casualidad que este nuevo poemario se abra con los versos de Ralph Waldo Emerson “como si se necesitaran ojos para ver”, toda una declaración de intenciones no solo de la obra en cuestión, sino del innato propósito del autor, siempre concentrado en la tarea de escarbar en busca de esa realidad que suele quedarse fuera del campo de visión más superfluo y en la que se trasluce el eterno contencioso entablado por el ser humano consigo mismo y contra la dinámica de su entorno. De ahí que a lo largo de estas páginas asistamos al goteo de un desfile de personajes y hábitats habitualmente condenados a ocupar un espacio secundario y que aquí se trasladan hasta un primer plano. Sin aplicarles ningún tipo de condescendencia ni heroísmo, más allá del propio que puedan destilar, huérfanos, camioneros o los lugareños de una lavandería ubicada en un pequeño pueblo adoptarán un rol protagonista. Son parte de un amplio muestrario en el que también hay espacio para un territorio donde «unos muchachos fuman canutos y tiran canastas en el oscuro patio de recreo”o “viejos borrachos murmuran para sí mismos en los bancos de un parque mientras los sobrevuelan pájaros de colores y murciégalos”. Todos ellos representaciones de esa angustia anónima que alcanza su materialización más exacta en aquel “hombre que agita allí sus brazos como un espantapájaros en mitad de una tormenta”.
Un panorama del que queda claro Simic no ha expulsado la variable de la desolación ni la del insostenible peso ejercido por los diversos mecanismos del poder, aspectos nunca eludidos y que muy al contrario ha convertido en el contexto natural de una supervivencia en la que el “destino incierto dirige aquí el espectáculo”. Un escenario desolador que pese a su imperecedero olor a tierra quemada ha logrado imponer un estado de asepsia colectiva que por sordo no deja de ser especialmente grave (“aunque agudizamos el oído, no sentimos nada, lo cual es incluso mas aterrador que oír algo”), sobre todo cuando asume una banda sonora compuesta a base de cañonazos que nos empuja a convertirnos en una “tierra anestesiada por sus guerras”. Conflictos bélicos que se presentan como cadenas de hierro que unen al escritor con el recuerdo doloroso que emana de su tierra natal, un “país desaparecido del mapa” al que el destino, siempre guiado por los hombres, parece haberle encomendado la terrible rutina de las bombas (“una gran ciudad quedó reducida a ruinas mientras tú te balanceabas en una hamaca”).
Se podría pensar que el recurrente tono irónico, incluso jocoso, (“uno sigue riéndose de algún chiste”), con el que Simic afronta su escritura fuera el subterfugio con el que suavizar el tono trágico de ésta, una suposición del todo inadecuada, ya que muy al contrario, dicho recurso se presenta como una convencida toma de posición: “He oído que Descartes hizo su mejor teoría filosófica holgazaneando en la cama pasadas las doce del mediodía. ¡Yo no! Yo voy de camino al vertedero saludando a los vecinos que van a la iglesia.” Y si las afiladas sonrisas que vierte el estadounidense no están encaminadas a hacernos más liviano el precipicio, tampoco del todo la faceta sentimental -predominante en uno de los cuatro capítulos en los que se divide el libro- presenta dicha capacidad, aunque si bien la presenta sustentada igualmente “sobre los engañosos hilos de los que penden nuestras vidas”, a su vez la define como “esa extraña dulzura que acaba con las preocupaciones del mundo”, reflejando una ambivalente y poderosa fotografía a través de versos como: “Miren a estos sonámbulos enamorados tomarse de la mano el uno al oto cuando han terminado el trabajo, puros como ángeles y orgullosos como demonios”.
En una lógica cronología temática, el último de los tramos de la obra se desarrolla entorno a esa esquelética figura cargada de una guadaña. Una presencia siempre trágica que aquí no se librará, sin trivializar su trascendencia, de ser recibida con verbo burlón por medio de una categórica confesión: “¿Tiene Charles Simic miedo a la muerte? Sí, Charles Simic teme a la muerte. ¿Reza al Señor de allá arriba? No, él retoza con su mujer.” Un divertido alegato que no entorpecerá las reflexiones entorno, principalmente, al paso del tiempo y sobre todo a la llegada del postrero suspiro. Consideraciones que obtendrán su cima en cuanto a belleza con la llegada de un poema final, “Último picnic”, empapado de crepuscular melancolía (“Si hace frio, y lo hará, te abrazaré. La noche llegará pronto. Estudiaremos el cielo esperando que una una llena ilumine nuestros pasos.”).
“Acércate y escucha” es, además del exhortativo título de este libro, el llamamiento que siempre esconde la poesía de este soberbio autor. Su lírica “aprosada”, sobria, incluso adusta, cuenta sin embargo con la exquisita clarividencia de saber sacar lustre a esos lugares, personas o sentimientos que rara vez están tocados por la luz. Una penumbra en la que no en pocas ocasiones se esconde la esencia de una realidad tantas veces revestida de tragedia, por mucho que quede disimulada bajo la ironía. Simic es el cicerone idóneo para guiarnos hasta esos recovecos que no queremos o no hemos aprendido a observar. Él nos los (d)escribe sin ánimo ejemplarizante ni adoctrinador, pero sí con la severidad y profundidad de aquellos que, como es su caso, muy pronto, demasiado pronto, descubrieron la vertiente más injusta de la vida.