Florecer en el abismo
-Situación límite, mística y experiencia poética en el pensamiento venezolano-
Para Vero, una mística aparte.
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Tú entrabas a su taller en la ciudad de Los Teques y el invidente hacía con sus propias manos el caballete y el lienzo. Había ido perdiendo la vista durante años. Sin embargo, los colores los seguía manteniendo intactos en su mente y en su espíritu. Benito Chapellín dibujaba sus cuadros sin ver nada, tan solo sentía la luz en su cuerpo e imaginaba la obra pictórica mientras su esposa le ayudaba. Y así fue produciendo en medio de la ceguera su arte y sus esculturas. Para otros podría verse esa ceguera como una desgracia, no obstante, Chapellín crecía, se fortalecía en toda su visión interna, espiritual y de vida. Florecía en sus adversidades y en sus propios abismos. Chapellín decía: «No he hecho ninguna transición ni de un lado ni del otro, yo sigo pintando y sigo viendo. Sigo viendo el color porque la paleta es un orden establecido, es matemático. Todos lo podemos hacer, incluso probar los colores en un cuarto oscuro, entrar en esa dimensión. Con un poco de práctica, de estudio del ambiente, la dimensión, el color y la profundidad se puede entender que es muy fácil». Es la dimensión de ser feraz y místico en situaciones límites: sigo pintando y sigo viendo en medio de las tinieblas.
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Esa actitud vital puede sustentarse en aquella teoría literaria del francés Jacques Rancière donde expone la narrativa del disenso. Y tal disenso abre dos posibilidades: propone una perspectiva inédita, diferente o apela a transformar la realidad presente. Rancière asienta que el consenso es aceptar las formas de cómo el mundo y sus modelos de sociedad nos asedian a través del arte, de los medios de comunicación, de la literatura, de las ciencias. Es decir, es el consenso para mantener la uniformidad estéril. Ahora bien, por eso la narrativa del disenso valida de alguna manera dos vertientes muy poderosas en el ser humano: lo espiritual místico y fracturar el imaginario imperante. Y claro está la narrativa del disenso se manifiesta de manera diáfana en las situaciones límites, esas que el filósofo alemán Karl Jaspers definió diciendo que son aquellas experiencias donde la persona llega a los límites de su ser: el destino, la lucha, la valía, la muerte, el sufrimiento. Con razón tal disenso requiere una visión espiritual, un encuentro con lo trascendente. Porque nuestra dimensión material suele quedar limitada en sus esferas de influencia y precisa un ascenso que le permita capturar lo inefable o lo maravilloso. O eso que llamaba muy bien Joyce en una narrativa cotidiana y singular: epifanías. Y esa sería la pregunta: ¿Dónde encontramos las epifanías que nos hagan superar las situaciones límites y trasciendan el consenso predominante?
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Pues bien, la vía mística integrada a la experiencia poética nos provee varios senderos ya conocidos. Tenemos la tradición mística cristiana manifestada por los padres del desierto, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila entre muchos más. También tenemos la mística judía y su cábala. Por otro lado, tenemos la mística sufí islámica. Y también la mística de la tradición hindú. Y también la tradición mística chamánica. Ese encuentro con lo divino también recorre nuestro pensamiento venezolano en todas las épocas, aún medio de las oscuridades del colonialismo, del caudillismo visceral y sus guerras civiles, de la borrachera petrolera, de las miasmas de la democracia representativa y de la implosión de ideologías populistas. Tomemos en cuenta la poesía de Bello y su oración devota parafraseando a Víctor Hugo. O Pérez Bonalde ante las cataratas del Niágara. Hay una línea mística en la obra de teatro realista de Aníbal Dominici de 1880. Son experiencias fecundas a pesar de que el cristianismo local padecía de una esclerosis profunda. Allí está la teología de la emancipación de Juan Germán Roscio o la profunda prédica de Ramón Ramírez con su libro Cristianismo y libertad de 1847. Incluso hay abundante escritores nuestros alejados completamente de la fe cristiana pero sus obras indagan el ser desde una espiritualidad bíblica y desafiante: allí está Gallegos y su obra Los ídolos. Más adelante tenemos a Pedro Berroeta con su obra Jonás y en el 2018 esa novela histórica de Atanasio Alegre El crepúsculo del hebraísta sobre el profesor de hebreo de Martin Lutero. Poéticas para iluminarse y para estar iluminado sin caer en cárceles epistémicas o en el tremendismo del eurocentrismo. Un poeta como Igor Barreto halla el llamado divino en el encuentro con un árbol de mango. O por citar cuatro poetas más. En el caso Eugenio Montejo y su terredad que no es otra cosa que habitar nuestra humanidad desde lo material y lo cósmico: ser del espíritu pero arraigado en la realidad. O la búsqueda mística de Roberto Pérez Só en el silencio y en el laconismo quebrado de su verso. Es la pasión del arder y de la intemperie espiritual de Armando Rojas Guardia. Y también la iluminación centrípeta de Rafael Cadenas. Y en nosotros está presente aquel volumen singular de Juan Liscano: Literatura y espiritualidad. En 2019 el joven escritor Zacarías Zafra publica Maquinaria íntima cuyo despliegue espiritual detona en el alma. Son tan solo coartadas místicas de un pensar vivo entre nosotros y eso que nos faltaría nombrar la poesía mística de mujeres como Enriqueta Arvelo Larriva, Hanni Ossott o Patricia Guzmán entre tantas más. ¿Quién no es conmovido espiritualmente por el pájaro azafrán de Santos López o las ánimas de Juan Sánchez Peláez? Leamos a Sánchez Peláez y sus ánimas:
Muchas ánimas nos preguntan
Si nuestro extravío es pasajero,
Si aquello durará o no
Y nos indican la ruta verdadera
Siempre atentas
Y con palabras que se agitan
Entre la niebla
En nuestras costas difíciles y tormentosas.
Esas costas difíciles y tormentosas son nuestras situaciones límites pero a través de ellos salimos de nuestros extravíos y nos direccionan a la ruta verdadera. Así es la experiencia poética que nos afirma por encima de los disensos.
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Y está mística telúrica fractura el imaginario imperante de nihilismo y vaciedad. Como se sabe ya Carl Jung estableció que el ciclo vital del ser humano pasa por cuatro etapas definitorias: la etapa Hércules o del atleta (dónde se está en enfocado en los logros de sí mismo), la etapa de Apolo o el mundo del guerrero (donde estamos orientados a la conquista, a poseer, a tener), la etapa del sacerdote o de la carencia (donde hay conciencia de incompletitud, dónde es necesario el vínculo con el otro) y la etapa espiritual de Hermes (donde buscamos el ser transformados para lo virtuoso). Ya lo decía el maestro Rafael López Pedraza son los viajes de descenso y ascenso del alma. Y en palabras de su discípulo Freddy Javier Guevara: “Descender al inframundo, a las profundidades, implica el cambio de consciencia al emerger…A todos nos toca hacer esos viajes en nuestra vida psíquica habitual…y en ese viaje a las profundidades que todos hacemos, el equilibrio de estas fuerzas instintivas debe estar muy presente”. Con razón Gabriel Jiménez Emán en su obra Averno plantea la salvación de la hecatombe personal y colectiva a través de una vanguardia ética, una mística de la palabra. Y por su parte, Fedosy Santaella en su novela Hopper y el fin del mundo proyecta que la redención será desde el arte sobre el alma. Otra mística del color, que a pesar de la oscuridad será el arcoíris que cruce todo nuestro firmamento y nos haga florecer en el abismo.
Calabozo, 2024.
Por Salvador Montoya/Escritor.
@soymontoyaoficial