Betty Davis. Cuando el funk se hizo mujer
A los 77 años de edad, el pasado miércoles 9 de febrero, fallecía Betty Davis, una de las figuras esenciales de la música funk, tanto por el visceral sonido que representó como por una actitud vital radicalmente libre.
La historia de Betty Gray Mabry, iniciada en 1944 y localizada en Carolina de Norte, comienza de forma similar a la de tantas mujeres afroamericanas nacidas a mitades del siglo pasado en el seno de una familia trabajadora. Con el blues como banda sonora iniciática, sin embargo fue la pasión por la moda la que dirigió sus pasos hasta Nueva York, con la intención de poder estudiar dicha disciplina. Un entorno en el que pronto iba a sobresalir, protagonizando incluso algunas portadas en revistas ilustres del gremio. Mientras por las mañanas ocupa su tiempo en el oficio de las pasarelas, las noches las dedica a visitar los clubes de moda y a embeberse de la florida cultura que emana del Greenwich Village. Un modo de vida que rápidamente le llevará a conocer y a entablar amistad con estrellas del momento como Sly Stone, Jimi Hendrix, Eric Clapton o Andy Warhol. Inserta en tal ambiente, era cuestión de tiempo que acometiera el -de momento tímido- salto a la grabación de sus propias canciones, registrando así una serie de singles, todavía con su nombre real, pero sobre todo entregando una de sus composiciones, “Uptown (To Harlem)”, a The Chambers Brothers, lo que les granjeó un sonado éxito y a la joven autora un claro indicador de su talento y posibilidades.
Es en 1968, tras verle actuar en el Blue Note, cuando la figura de Miles Davis se cruza en su camino. Más pronto que tarde contraerán matrimonio, una unión que duraría solo un año pero que sería crucial en el devenir de ambos. En la faceta artística, y aunque demasiadas veces quede enterrado por el prestigio del personaje, es la por entonces veinteañera la que influiría decisivamente en el aspecto creativo del afamado trompetista, siendo pieza clave en el revolucionario sonido que alcanzarían sus discos posteriores el conocimiento del rock y la psicodelia que ella le transmite, así como la necesidad de cambiar la propia estética. La que fuera musa del genial músico, ocupando la portada de su álbum “Filles de Kilimanjaro” y siendo la destinataria del tema «Mademoiselle Mabry», decide romper una relación marcada, como más adelante confesaría, por el carácter celoso y violento. Una decisión que suponía despreciar el acomodaticio papel como acompañante de la leyenda para asumir la determinación de sentirse libre y única dueña de su propio futuro. Betty Davis estaba apunto de nacer, y con ella, todo un huracán sonoro y vital.
Finiquitada su unión conyugal, y tras un paso fugaz por Londres, donde continúa con su labor en la moda a la vez que se centra en escribir un puñado de temas, regresa a Estados Unidos con la idea de reactivar su carrera individual. Un despegue que finalmente llegaría en 1973 de la mano de un disco de debut homónimo en el que se rodea de instrumentistas de relumbrón, provenientes de bandas como Sly & The Family Stone o Santana, proyecto para el que en un principio estaban destinadas sus creaciones. Un trabajo que a la postre resultaría rompedor más allá de por su incendiario cariz musical por el contenido que transmitía. Sujeta a una palpitante base rítmica y a los febriles dibujos ejercidos por la guitarra o los teclados, su tono de voz crudo y contundente se contonea libidinoso entre rugidos y zarpazos. Heredera, sobre todo por su actitud transgresora, de gargantas del blues como Bessie Smith, Ma Rainey o Big Mama Thornton, su envalentonada actitud, a la que ayudaba una esbelta y provocativa figura, se desliga de la apariencia recatada que trasladan contemporáneas a ella, lo que le supone acumular la reprobación de la todavía no acostumbrada audiencia blanca, y parte de la comunidad afroamericana, a ese tipo de exhibiciones y sobre todo por parte de una mujer negra. Discrepancias que tomaron la forma de censura directa al ceder emisoras de radio, televisiones y diferentes lugares a la presión llevada a cabo por grupos defensores del extremo decoro.
Pero Betty Davis era mucho más que una provocadora y apabullante imagen, su sonido, anclado a las raíces del soul o del blues, sin embargo erupcionaba como un funk primitivo y sudoroso totalmente revolucionario, y mucho más al surgir desde las entrañas femeninas. Porque aunque no fuera lo más habitual en esa época, su aportación no era la de servir de mero torrente interpretativo, sino que sus cualidades recaían también directamente sobre la misma autoría de los temas, siendo las candentes letras que cantaba el resultado de su propia escritura. Una lista de himnos (“Game Is My Middle Name”, “If I’m in Luck I Might Get Picked Up”, “Anti Love Song”) que a modo de declaración de principios clamaban por la subversión en los roles asignados. Si hasta ese momento la mirada femenina se retrataba en general como receptora de la mala suerte sufrida en sus relaciones afectivas, y por lo tanto desde una actitud pasiva, la exhibida por Betty Davis era lo contrario, ella poseía el control y era la propia dueña de sus deseos y pasiones, azuzando la llama de la libertad sin cortapisas.
Durante los dos años siguientes construirá, a través de sendos álbumes, su escueta pero impactante discografía. Trabajos que pese a alterar su formación en cada uno de ellos, mantuvieron todas las bases avistadas en su debut. Títulos expresivos y explícitos (pocas aclaraciones merecen “They Say I’m Different” o “Nasty Gal”) que apuntalan un estilo llamado a dejar huella y a pervivir en generaciones venideras. Y eso a pesar de que su música, a la vista de cualquiera con connotaciones lo verdaderamente reseñables como para resultar significativa, nunca gozó de reconocimiento ni mucho menos de repercusión mediática, algo que quedaría paliado muy parcialmente con el goteo en décadas posteriores de continuas reediciones y la publicación de material inédito. Una limitación en su impacto que, sobre todo a raíz del no alcanzado por un tercer disco en el que el sello había invertido muchas expectativas, hizo que el silencio absoluto fuera la única alternativa posible que la compositora concibió. Tras dicho trabajo, nunca más se sabría de ella, ya sea por supuesto en el plano musical como prácticamente borrando sus huellas de la faz de la tierra.
A partir de ese momento todo es bruma, misterio, conjeturas y algunas, pocas, certezas, como que tras romper con la industria musical pasó un año en Japón meditando alejada del mundanal ruido, y sobre todo, que la muerte de su padre, un lazo afectivo esencial, acabó por dilapidar cualquier ilusión, empujándola definitivamente a recluirse en su casa familiar. Una desaparición autoimpuesta, rota en contadas excepciones como con su participación en el documental “Betty Davis: They Say I’m Different” (2017) de Philip Cox, que este pasado miércoles se convertía en definitiva al fallecer en Pensilvania a los 77 años de edad.
Con su pérdida, nos llega el rumor de aquella niña que cantaba y bailaba por encima de la música que reproducían sus vinilos preferidos molestando al vecindario. Posiblemente nunca dejó de ser eso, una joven que siempre percibió cómo todo a lo que aspiraba a ser era recibido con incomprensión y rechazo, buscándose una armadura de guerrera con la que batallar esos obstáculos. Quizás incluso esa confesión se encuentre de manera más pura, paradójicamente, en una de las pocas baladas que escribió, “You And I”, curiosamente junto a quien fuera su marido Miles Davis, y en la que desnuda esa sensibilidad extrema. Habitó un mundo que no quiso escucharla ni mirarla, su camino emprendido con determinación en busca de la libertad fue recibido con la ofensa y el destierro, empujándola a disolverse hasta convertirse en prácticamente invisible. Ahora, en el inevitable momento de recapitular los logros tras su fallecimiento, inexcusablemente hay que referirse a una concisa pero extraordinaria carrera musical, pero sobre todo al legado que deja una figura que, frente al vulgar anonimato en el que vagan todos aquellos que pretendieron silenciarla, ella y su obra siguen latiendo con fuerza frente a las cadenas, reflejando ese inconmensurable ejemplo que fue para todo aquel, y sobre todo aquella, que emprenda el ingrato pero trascendental recorrido que significa aspirar a ser, por encima de todo, una misma.