Silvia Monterrubio •  Cultura •  14/07/2021

El raro vicio de escribir la vida

Todos tenemos una trastienda en nuestras vidas, donde quedan almacenadas y a resguardo esas vivencias, comportamientos o momentos de los cuales no hablamos, que evitamos traer al presente y a los que nadie —o solamente unos pocos— damos acceso, Manuel Rico nos descubre en su último libro El raro vicio de escribir las vida, que también existe en cada uno de nosotros un espacio temporal y concreto donde almacenamos, igualmente, muchas de las cosas que nos van pasando. En esta ocasión se trata de recuerdos a los que sí nos gusta volver de cuando en cuando. Él lo define con una metáfora: un desván.

El raro vicio de escribir la vida

Esa imagen como espacio al que se acude en busca de vestigios de otro tiempo. Todos llevamos un desván en la memoria.

Así podríamos comenzar la presentación de este curioso libro, El raro vicio de escribir las vida, editado por Huso y que ha caído recientemente en mis manos.

Durante este pasado y pandémico año 2020, hemos podido observar cómo la vida aceleró su paso vertiginosamente para algunos y cómo se detuvo para muchos otros. No me equivoco si digo que no hubo término medio para nadie. Independientemente de los estragos que ha causado en todos y en todo, fueron también muchas las personas que, pasados los primeros meses, consiguieron estabilizar las emociones y equilibrar el sentimiento de dolor y angustia, siendo capaces de encontrar —o tal vez aferrarse a modo de escape— unos gramos de cordura entre tanta locura y conseguir, papel y lápiz en mano, centrarse en algo concreto sobre lo que escribir: textos, experiencias pasadas, reflexiones, sueños vividos o abandonados. En definitiva, visitar ese desván imaginario del que nos habla Manuel Rico donde permanecen dormidos a la espera y de donde no solo los ha rescatado, sino que ha hecho de ellos un libro.

El raro vicio de escribir la vida es el testimonio de siete años de trayectoria por esa senda que es el vivir. Manuel los recoge, agrupa y divide a su vez en siete capítulos: «Vida»; «Taller»; «Memoria heredada»; «Itinerarios»; «Barrio»; «Cine, cine, cine» y «La letra de los otros». Textos que abarcan desde el año 2007 hasta el 2014, coincidiendo —como él mismo señala— con los años que delimitan el principio y el fin de la crisis financiera que sucedió a la caída de Lehman Brothers. A estos textos se le unieron otros más recientes que fueron escritos entre 2015 y 2019.

Los relatos están escritos en primera persona. Con un lenguaje sobrio, cercano y accesible. En sus páginas, no solo vamos a transitar por la vida del autor. Recorreremos a través de sus letras diferentes itinerarios, llegando de su mano hasta esos lugares, personas o momentos históricos que algunos recordarán como si fuese ayer mismo y otros, seguramente, los tendrán en ese desván arrinconados bajo la pátina oxidada con la que el olvido recubre algunas vivencias. En todos y cada uno de ellos lo hace imprimiendo tal grado de emoción, dejando en sus letras tanto sentimiento, a veces amor, a veces sufrimiento, en ocasiones frustración y en otras esperanza, que uno no puede por menos que sentirse parte de lo escrito, de lo contado, de lo vivido por Manuel o por aquellos a los que él hace referencia. Un libro que por momentos, se torna un homenaje al arte y sus artistas, a las letras y sus escritores, a todo aquello que huela o suene a cultura. Pero al mismo tiempo, a la vuelta de otras páginas, también encontramos esa denuncia social hacia políticas opresoras y dictatoriales y a sus políticos. A esa España envuelta en miseria y miedo que tardó demasiado en volver a ver la luz y respirar libertad.

El primer capítulo, «Vida», es un apartado personal e intimista, lleno de recuerdos y plagado de los sabores y olores de la de naturaleza, de lugares que forman parte de ese crecimiento personal, de imágenes encadenadas a la felicidad, a la infancia. Se respiran las estaciones, cada una con toda la intensidad que arrojan: las endrinas, las zarzamoras, las setas y boletos, el fuego de la chimenea a principios de otoño frente a esas conversaciones sin límite, como narra el propio autor:

A esa mezcla me sabe el pacharán que E. elabora. Un licor de un color entre el burdeos y el rojo que tiene, en su trasfondo, un poso de olores y sabores otoñales… Y, sin duda, el poso de otros sabores: el amor, los amigos, la charla, la lectura. Y el recuerdo de los que, un día jamás querido, nos abandonaron sin remedio.

«Las endrinas» (Vida) Pág. 27

Dentro del segundo capítulo, «Taller», podemos apreciar el vínculo esencial y primordial que las letras han creado con el autor y de cómo y cuánto de importancia han tenido y tienen en su vida. Nos hará testigos de experiencias personales, de la publicación de sus primeros libros y las emociones que le embargaban. Me detengo aquí para comentar la mención que se hace a la obra de Hopper y la influencia que tuvo sobre Manuel Rico, llegando a servir de inspiración en una de sus novelas: «La mujer muerta» y lo hago porque comparto con él la admiración hacia el pintor.

…las putas avergonzadas y tristes, las oficinas asoladas por la noche, el contorno sombreado de una mujer asomando en alguna ventana de la planta de arriba, las choperas junto a un río desconocido… Ese es Hopper. Y ese Hopper misterioso, que trabaja en la difuminación de los bordes, está en mis paisajes y pueblos de «La mujer muerta».

«Hopper, La mujer muerta y un poema» (Taller) Pág. 73

Sentido y emotivo es este tercer capítulo del libro, «Memoria heredada», donde nos volveremos a encontrar con las mismas preguntas carentes de respuestas, con los mismos dolores de antaño de algunas heridas sin cerrar o lo que es casi peor, cerradas en falso. Recorrido inevitable y necesario para Manuel por lo que se denomina memoria histórica. Acercándose y visitando esos lugares en donde la Historia dejó derrumbes y escombros emocionales imposibles de volver a ser reconstruidos, porque los pocos protagonistas, víctimas supervivientes de tales barbaries, se niegan no solo a hablar de ello, sino que han preferido incinerar esa parte de la memoria en la que el dolor sufrido y la imágenes vividas les hubieran impedido continuar adelante. Y han logrado sobrevivir alejando lo más posible de sus vidas lo ocurrido, aunque eso signifique borrar inevitablemente una parte de su propio pasado, de su propia existencia.

El silencio de quienes me veían fotografiar el barracón prolongaba otro silencio: el de cientos de habitantes de Garganta, y cientos de habitantes de los pueblos de alrededor que, durante más de cuarenta años, por razones que desconozco entre las que no caben descartar un miedo cultivado en el terror de la represión de posguerra, no han querido contarlo.

«Los barracones de trenes en la niebla» (Memoria heredada) Pág. 93.

En los siguientes dos capítulos de El raro vicio de escribir la vida, «Itinerarios» y «Barrio», Manuel Rico nos acompaña en un recorrido variado mostrándonos diferentes acontecimientos que supusieron, en algunos casos, un antes y un después. Hablamos del descubrimiento y acercamiento —gracias a un profesor que tuvo en COU— al arte y a la historia. La Edad Media le atrapó dejándole una secuela de por vida, una querencia que, como él mismo expresa, se mantiene por encima del paso de los años y que consiste en buscar ruinas románicas. Nos relatará también experiencias vividas en Calaceite y cuánto contribuyó José Donoso para llegar a convertir el pueblo en un importante foco cultural y literario donde se daban cita intelectuales de la época. Sobre la muerte de Benedetti, o su viaje a Sidney o Delhi.

Viajar a Collioure y visitar la tumba del gran Antonio Machado supuso para Manuel Rico poder cumplir uno de esos compromisos que adquirió consigo mismo en la adolescencia y que plasma en un capítulo emotivo que él titula «Estos días azules y este sol de la infancia».

En el capítulo «Barrio» hace un recorrido por el cual todo lector va a acompañarlo. La memoria se despereza y se funde con aquellos olores de infancia y adolescencia, Merecidas las páginas dedicadas por el autor de El raro vicio de escribir la vida a aquellas papelerías de antaño, donde uno entraba y se sentía atraído y atrapado por el sinfín de objetos curiosos que en ellas habitaban, esperando ser compradas por aquellos niños que salían de los colegios corriendo como si una mano gigantesca les fuera a echar el lazo y retenerlos, adolescentes de instituto a los que nada retenía, papelerías de barrio, cercanas y con personalidad propia.

Nos habla de Madrid; del barrio —los barrios—; de sus rascacielos vacíos; de las primeras fiestas del distrito —la caseta del PCE—; sus calles comerciales. El recuerdo de la movida madrileña en el barrio de Malasaña, allá por los ochenta, una cultura de barrio que nos devuelve en estas páginas el sonido de Los Secretos, Antonio Vega, Asfalto, Barrabás, Ñú, Leño… y que llevan a Manuel Rico hasta un tiempo duro, difícil y atravesado por el miedo, que plasma a modo de testimonio en el relato «Mi memoria de Malasaña: Madrid, años ochenta», época en la que el autor era un joven diputado autonómico comunista de la recién creada Asamblea de Madrid. Y es que para Manuel la movida madrileña no estaba ubicada en aquel lugar, referente cultural y literario, sino en la periferia de Madrid. Barrios, muchos de ellos marginales. Cerraré estos capítulos con unos versos del autor perteneciente a uno de sus poemarios.

Me avisaron: no vuelvas a las calles

que fueron tuyas alguna vez.

Te morderá una sombra.

«La densidad de los espejos» (1997)

«Cine, cine, cine» ¿Quién puede afirmar que el cine no ocupa un espacio considerable en ese desván de la memoria? Los cines de barrio, cines de verano al aire libre, autocines. Todos y cada uno de ellos forman parte de nosotros, de nuestra evolución, de nuestra cultura. Espacios que nos invitan a soñar, a reír, a llorar. Donde olvidarnos por unas horas de nosotros mismos y de todo aquello que amenaza nuestra felicidad. Aquellos primeros cines que conocieron la censura y el No-Do. Inconfundible e inolvidable su olor a ozono pino. Ese fantasear, de vuelta a casa y a solas en tu habitación, con las estrellas de Hollywood. Cines de acomodadores y linternas, testigos fieles de las primeras veces que los adolescentes y jóvenes buscaban la oscuridad, y sus últimas butacas, como única posibilidad de alcanzar la boca o el pecho de aquella chica que les volvía locos. El cine va dejando en nuestras vidas un poso de emociones y sentimientos que nos enriquece como personas. De todo esto y mucho más nos habla el autor en este capítulo de su novela.

Llegamos al final de un libro peculiar, a camino entre anecdotario, diario personal o diario novelado. Lo hacemos con un último capítulo cuyo título «La letra de los otros» nació a raíz de la inspiración que le supuso la película de Florian Henckel «La vida de los otros» . Capítulo lleno de menciones a quienes como él mismo indica, han alimentado parte de su fantasía en ese tiempo y que viven ahí todavía. Lugares, personas y acontecimientos que bien merecen —al igual que el resto de sus páginas— una lectura detenida y relajada para disfrutar de todo su contenido y descubrir un poco más de Manuel Rico, de esa España que le tocó vivir y de tantas muchas de sus inquietudes y sueños. Valioso testimonio lleno de certezas, de memoria casi olvidada y de sentimientos profundos. Un libro en el que cada lector podremos encontrarnos con tramos de nuestra andadura y que nos hará visitar también nuestro propio desván de la memoria.

Silvia Monterrubio.


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