Kepa Arbizu •  Cultura •  15/11/2023

“El asesino”, de David Fincher. El sicario asceta

Tras su testimonial paso por determinadas salas de cine, la nueva película de David Fincher se presenta en la plataforma Netflix obsequiándonos con uno de esos personajes subyugantes que transforma su macabra profesión en un ejercicio de milimétrica laboriosidad.

“El asesino”, de David Fincher. El sicario asceta

Cuando Víctor Erice desvelaba que “hay ciertas cosas que la realidad no te entrega si no sabes esperar” en relación a su meditativa película, “El sol del membrillo”, probablemente nunca imaginó que dicha frase pudiera ser aplicada a la historia de un asesino a sueldo. Pero es que cuesta definir de tal manera, o por lo menos únicamente bajo esa formulación, la nueva cinta de David Fincher, “El asesino”. Acostumbrados al magistral, y particular, manejo del thriller por parte del realizador estadounidense es difícil encuadrar su nueva obra, adaptación de la novela gráfica francesa del mismo nombre firmado por Matz y Luc Jacamon. en ese continuo que alberga títulos como “Seven”, “Zodiac” e incluso la serie “Mindhunter”, porque si en todas ellas, cada una bajo sus rasgos característicos, trazan una teoría, particular y global, alrededor del hecho delictivo, en esta ocasión ese es un aspecto que premeditadamente resulta obviado, o cuanto menos tratado con tal sutilidad y sigilo que complica descifrar las motivaciones que desencadenan ese impulso mortífero.

Interpretado por un excelente Michael Fassbender, consiguiendo dar forma a uno de esos perfiles llamados a sobresalir en un currículum ya destacable, no hay rastros biográficos significativos, incluso desconocemos su nombre más allá de la ristra de documentos de identificación falsos que despliega, de este sicario que ejecuta su pérfida misión bajo unas escrupulosas y milimétricas coordenadas, enunciadas por su propia voz en off que, bajo un tono taciturno, se convertirá prácticamente en la única comunicación verbal que desarrolle. Todo un ritual de detalles y pautas tratadas con una minuciosidad -lo que irónicamente se convierte en la definición de la forma de trabajar del propio Fincher- que le hace mostrarse ante la pantalla más como un asceta que como un fúnebre asalariado, delineando una naturaleza descrita como el punto de encuentro entre la radical austeridad de Alain Delon en “El silencio de un hombre” , la elegancia y cierto aura intelectual del Tom Cruise de “Collateral” e incluso la asepsia moral, no muy distante a la imperante en todo el tejido social, esbozada por el carterista de la obra maestra de Robert Bresson, “Pickpocket”. Espartanas y precisas características, incluida una capacidad de concentración casi religiosa, el escrupuloso cuidado por no dejar huella alguna o el control de sus pulsaciones, que le señalan como un infalible ejecutor que ha escogido por propia voluntad ser, dentro de ese darwinismo social, cazador y no cazado. O así es por lo menos hasta que un día yerra su disparo.

En una película que, a pesar del buen pulso que destilan las escenas de acción, sustenta su atmósfera en el detenimiento y la tensión que construye el silencio, el aspecto sonoro requiere de un trazo muy exacto, capaz de posarse bajo perturbadoras gotas o convirtiéndose en el vehículo con el que impulsar ciertos momentos. Un aspecto, el incidental, del que se encargarán con mucho talento Trent Reznor y Atticus Ross. Pero más allá de esa labor hay otro aspecto musical esencial que se acredita como hilo acompañante de la narración, el cancionero de The Smiths que reproducen unos auriculares usados por el personaje principal como forma de evitar que su mente divague. Lo que puede pasar por un pintoresco detalle dentro del perfil hierático que ostenta el personaje, sin embargo es un rasgo más de las diversas acciones cotidianas que efectúa, consumiendo en un McDonalds, sacando partido a las oficinas de WeWork o realizando pedidos en Amazon, porque en un mundo donde el control digital conquista todo nuestro entorno, la mejor manera de pasar desapercibido es ser un individuo cotidiano, algo que al fin y al cabo es, y donde sólo le diferencia de toda la masa un trabajo consistente en dictar sentencias de muerte.

Si el asesinato de su mascota desencadenó en John Wick su venganza, en este caso también es la profanación de su hogar, y con ella su vida íntima, la que convierte al hasta ese momento gélido personaje, regido por la ley suprema de no empatizar ni dejarse dominar por sus sentimientos, en un individuo dirigido por un afán emocional que desoye todos los rituales consistentes en santificar el plan establecido y evitar cualquier improvisación. Un mantra que sigue entonando insistentemente su voz en off no ya como recordatorio, sino más bien como un intento de autoengaño, ya que todos sus acciones contradicen dichos mandamientos. Lo que antes era un extremado cuidado en busca de no llamar la atención, ahora se han convertido en arriesgados movimientos que, lejos de esa capacidad de transformación que lograba Leonardo DiCaprio en “Atrápame si puedes”, en este caso se significan en un poco convincente cambio de vestimenta y de datos personales. Incluso un frío y sanguinario asesino comete el error más humano existente, disociar lo que uno considera que está haciendo o siendo con lo que la realidad muestra.

Fincher teje un sutil -quizás demasiado, lo que puede ir en detrimento del descubrimiento de los planos argumentales que se esconden tras el ruido de la violencia- y fascinante retrato criminal que, al igual que Kathryn Bigelow hizo sirviéndose de llamativos escenarios como el de los artificieros o la búsqueda de Bin Laden, funciona con la idiosincrasia de una matrioska, revelando diferentes actitudes universales. El anónimo protagonista de esta película se sumerge en un relativo proceso de redención consistente en desprotegerse del cinismo con el que observa la vida, y es paradójicamente un encargado de aniquilarla quien nos enseña que, enunciar nuestra existencia bajo una serie de dogmas desprovistos de sentimientos y ajenos a lo que sucede a nuestro alrededor, significa aceptar y promocionar un paisaje donde sólo existen devoradores y devorados.

Kepa Arbizu.


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