“Adolescence”, de Philip Barantini. Descifrar los monstruos juveniles
La nueva serie de Netflix, dirigida por Philip Barantini y protagonizada -también coescrita junto a Jack Thorne– por Stephen Graham, es un examen sutil pero desgarrador de la infancia, un análisis social y cinematográfico convertido en obra maestra.

Uno de los envites más habituales, y también de mayor complejidad, que afronta el hecho artístico es intentar descifrar las motivaciones que se esconden tras el errático comportamiento humano. Una incógnita que todavía se vuelve más ininteligible cuando recae en personas de reducida edad, tramos de vida aparentemente a salvo todavía de actitudes maleadas por la intercesión del contexto pero que aun así son capaces de manifestarse bajo un escenario trágico que genera tanta desolación como incertidumbre. Ese es precisamente el espacio al que se encomienda la nueva serie firmada por la plataforma Netflix, “Adolescence”, una producción, apoyada por entre otros Brad Pitt, que rápidamente ha logrado un exitoso recibimiento que esta vez va en consonancia con su descomunal logro creativo.
Acostumbrados como estamos a que de forma semanal se entonen sonoras alabanzas señalando la llegada de una nueva obra maestra digna de ser unánimemente consagrada, esa efervescente rutina laudatoria corre el riesgo de desvirtuar a aquellas cintas, como es el caso, dignas de ser rescatadas de la monotonía y situadas en el pedestal que merecen. Los valores para catalogarla de esta manera son infinitos, aunque quizás solo por acudir a la cita con la imponente, desde su contención, interpretación de Stephen Graham, que además ejerce como coguionista junto a Jack Thorne, podría ser suficiente. Pero sumado a ello hay que ponderar los inacabables afluentes -los mismos que le alejan de otras realizaciones coetáneas- que desembocan en esta serie, haciendo de ella un portento que alude a todos sus estamentos: ya sea el reparto, su disposición técnica y por supuesto un argumento puesto al servicio de una desgarradora pero sutil introspección a ese microuniverso -pero interconectado con todos los que le circundan- que supone la conducta adolescente.
La entente formada por el director y el extraordinario actor, que ya dejó constancia de su solvencia en la también recomendable “Hierve”, vehiculiza, que no monopoliza, estos cuatro capítulos conducidos alrededor de la acusación vertida sobre un joven de 13 años, Jamie, por el posible homicidio de una compañera. Punto de partida, incluso casi más bien se podría catalogar de excusa dada la rapidez con que se resuelve dicha disyuntiva, a partir del cual desplegar un amplio ramillete de consideraciones con destino a múltiples estancias, un sentido holístico y expansivo que, obviando cualquier alarde innecesario de ensimismamiento o dogmatismo, la distingue de obras con similitudes argumentales, ya sea “Tenemos que hablar de Kevin” o “Defender a Jacob”. Una distinción que también se encuentra en su formato, donde el uso -tantas veces esgrimido como insustancial ornamento- del plano secuencia encuentra un sentido casi moral lejos de digresiones e hipérboles. Su original disposición, convertido en una concatenación de personajes que se entregan el relevo unos a los otros, es al mismo tiempo la manera más realista y verosímil, dos términos que no necesariamente tienen que ser sinónimos, de acompañar su periplo y una presentación de los diversos espacios -pero todos interconectados- desde los que se observa la acción. Un movimiento de cámara que igual revolotea ansioso alrededor de sus “víctimas” como escoge posarse sobre ellas para escrutar con detenimiento su mirada.
Al igual que las piezas de un puzle, pese a ostentar su propio color y morfología, necesitan estar unidas para trasladar una imagen reconocible, cada uno de los cuatro episodios de “Adolescence”, y los personajes que habitan en ellos, ninguno carente de sustancia a pesar de su mayor o menor relevancia, contienen su identificativa naturaleza pero es en la confluencia entre ellos cuando derivan en una expresión completa. Una disposición expuesta sobre un juego de opuestos ya visible desde el vibrante ritmo inicial, donde los mismos agentes que irrumpen con desmedida fuerza en la casa familiar para maniatar a un “peligroso” niño de aspecto débil son los encargados de ofrecer un desayuno a gusto del detenido. Una comisaría que será el escenario de la también repetida enunciación de unas personalidades que al encontrarse con un entorno que, conscientemente o no, son incapaces de controlar exhiben su fragilidad. Un sentimiento que revela la delicadeza y elegancia, lo que no impide su desgarrada condición, con que es afrontado en la espectacular escena donde el obligado desnudo del púber protagonista es esquivado por una cámara que sin embargo se aloja en la mirada de Graham, responsable de trasladar con maestría ese sentimiento de frustración y rabia. Duelo actoral, entre padre y hijo, que en el tramo final de ese inaugural capítulo obtiene uno de esos breves momentos capaces de encapsular un abismal y descorazonador sentimiento, un intercambio de papeles entre ambos que sería razón más que holgada para catapultar a la serie por encima de cualquier otra.
El traslado de la narración desde las estancias policiales al centro educativo es probablemente donde se acomode el eje vertebrador del sentido de esta obra. El aroma adolescente que impregna las clases es a su vez un idioma que ni pesquisas policiales ni maestros abducidos por temarios y vacías palabras son capaces de traducir. Un nuevo lenguaje, almacenado entre dispositivos electrónicos y emitido desde la inmediatez, sobre el que se sostiene la toxicidad masculina y donde la popularidad se vuelve un peligroso veneno al entrar en contacto con un cóctel de feromonas. Un día a día en esos barracones de estudiantes donde nadie está a salvo y cada nuevo sonido del timbre supone una llamada de retreta a la batalla diaria que persigue la conquista de algún corazón, aunque sea depositado en una fotografía de Instagram.
Frente a esos escenarios públicos y colectivos, la segunda parte de la serie escoge un tono más intimista, replegando su acción a estancias recogidas y que resultan toda una exhibición de austeridad de medios pero abundancia de emociones. La constante huida de giros argumentales o cabriolas efectistas obtiene su máxima aplicación en el tenso e inquietante diálogo entre sicóloga y joven, una repetida alteración de roles y clima conversacional, donde el infantil regocijo de degustar un chocolate caliente puede mudar en una agresiva actitud, que desnuda todo un latente imaginario varonil adoctrinado para, se desee o no, rendir devoción a una pelota de fútbol o suspirar por los bustos femeninos que decoran las portadas de revistas. Toda una sucesión de – muchas veces no deseados- anhelos que no son sino la necesidad de sentirse aceptado y querido por los demás. Una semilla plantada inconscientemente por todo un despliegue de convenciones sociales heredados desde la cuna, ya sea por propia voluntad o por la inacción a la hora de querer saber qué sucede tras esas puertas cerradas en habitaciones decoradas por posters. Un ámbito familiar diseccionado con espartano trazo en un capítulo final donde el mayor drama reside en no saber cuál ha sido el fallo que ha desembocado en esta situación, porque quizás no exista como tal, o simplemente lo hemos sentido tan cerca siempre que hemos sido incapaces de definirlo como un problema.
Que “Adolescence” no tenga ningún interés en asumir la labor por emitir un juicio sumarísimo ni comportarse como histéricos contertulios no significa ninguna laxitud moral, al contrario, elige la honestidad de asumir, y señalar, la desorientación y zozobra que conlleva ese prolijo proceso educacional. Estamos ante una serie que ha logrado empastar con milimétrica artesanía todos los estratos que son interpelados en este complejo y esencial tema. Un maravilloso ejercicio de ingeniería audiovisual que mientras luce sus hechuras ruboriza a muchas de las medianías que estamos acostumbrados a abrazar con deleite. Cuando alguien se enfrenta a una obra como ésta, entiende cuál es la verdadera sustancia del arte, cualidades que incluye la de enunciar las interrogantes exactas, aquellas que casi siempre resultan incómodas al no facilitarnos eludir la responsabilidad. Banalizar o despreciar los instintos que mueven a los adolescentes casi siempre delata un intento por salvaguardar nuestra incompetencia, porque sus sentimientos son gigantes, y a veces desmedidos, y no preocuparse por encontrar el lenguaje que los traduzca y nos acerque a ellos supone desconocer la manera de enfrentarse a sus, a veces letales, monstruos.
Kepa Arbizu.