Kepa Arbizu •  Cultura •  22/07/2024

“Un cortocircuito formidable”, de Oriol Rosell. El ruido que desafió a la norma

En su primer ensayo, el periodista catalán construye, alrededor de múltiples ramificaciones, la condición compartida de diversas propuestas sonoras de naturaleza estridente como oposición al pensamiento hegemónico.

“Un cortocircuito formidable”, de Oriol Rosell. El ruido que desafió a la norma

Cuando Arthur Schopenhauer escribió, siempre bajo su obstinada determinación por sublimar la reflexión introspectiva, que el ruido no sólo era la más impertinente de todas las formas de interrupción, sino también una alteración del pensamiento, estaba validando -de manera involuntaria- la tesis que sostiene el autor catalán en su libro “Un cortocircuito formidable” (Alpha Decay, 2024), donde encomienda a determinados sonidos de condición estridente la capacidad para convertirse en una falla en todo el tejido normativo y canónico. Una representación que como si de la picadura de un insecto se tratara, somos conscientes de la molestia que provoca pero igualmente contiene ese poder adictivo que nos empuja a rascarnos compulsivamente mientras no podemos evitar esbozar una sonrisa de tensa satisfacción.

El primer ensayo firmado en exclusividad por Oriol Rosell (Barcelona, 1972) en realidad no es sino la desembocadura de una trayectoria en la que ha ejercido como agitador cultural desde diferentes flancos. Localizaciones diversas, ya sea desde su blog-podcast, “Tácticas de choque”; participando en publicaciones como “Loops. Una historia de la música electrónica” o “El sonido de la velocidad”; ocupando espacio en las ondas hertzianas con “La Biblioteca Inflamable” o “La història secreta”, en Ràdio 4 o formando parte del dúo de punk electrónico Dead Normal que conforman un poliédrico frente común. Todos ellos representan pequeños -pero significativos en cuanto a calidad- reductos que ahora germinan en una extraordinaria obra que recolecta manifestaciones musicales (un término controvertido y puesto a examen lo largo de su contenido) que, a veces desde el sombrío anonimato que proporciona el underground y otras desde una representatividad mediática, han hecho de su escenificación estruendosa una enmienda, parcial o total, a las líneas rectas con que el arte y la sociedad se empeña en trazar su identidad.

Un recorrido que, si evidentemente transcurre de forma mayoritaria por el ámbito creativo formulado bajo el lenguaje sonoro, necesita para la recreación de su significado completo todo un corpus teórico que acoge una ingente cantidad de reflexiones provenientes de múltiples disciplinas, emplazando a nombres como Duchamp, Paul Hegarty, Jean Baudrillard, Tristan Tzara o Herbert Marcuse entre otros muchos. Invitados que lejos de pretender ser una exhibición de musculatura intelectual por parte de su autor son el soporte necesario para desarrollar y dotar de rotundidad discursiva a una escritura que no se somete a ningún complejo a la hora de expresarse con una gran hondura formal, lo que es reflejo de la minuciosa y laboriosa tarea de hallar las suficientes líneas de unión con las que reforzar el puzzle que construye a lo largo de sus más de doscientas páginas.

Porque aunque esta genealogía del ruido comience, sin aspiración de convertirse en un diccionario pero aportando las suficientes referencias como para no ser apreciado como un apetitoso caldo de cultivo donde descubrir propuestas, en aquel éxito de los Kinks titulado “You Really Got Me”, al que la idea de rasgar el amplificador pergeñada por su guitarrista conseguiría darle esa ruda distorsión y consiguiente trascendencia, dicho inicio tiene su lógica ascendencia previa en la aparición en el imaginario popular del rhythm and blues y otros ritmos afroamericanos de impetuosa naturaleza eléctrica. Envites que acompañaban al deseo juvenil por emanciparse del encorsetado poder de las normas sociales pero que fue mercantilizado, y de alguna forma sofocado, por la aparición del rock and roll, haciendo de sus representantes de tez blanca animosos líderes de masas de una juventud que por primera vez se significaba como un nicho de mercado. Aquellos insolentes movientes, sus invitaciones a caminar sobre Beethoven o a escuchar a los instintos quedaban prendidos a imágenes icónicas como la de Elvis Presley, un rebelde inadaptado pero que cualquier padre, pese al primer fruncir de ceño, acabaría aceptando de buen grado como yerno perfecto. Todo una posible rebelión amortiguado y coronada con un “happy end” para el establishment.

Y es que entre otras muchas cosas, tal y como lo describe su propio autor, estamos ante un libro que funciona como un almanaque de derrotas, que no por ello dejan de ser dignas de celebración. Diversos impulsos creativos con vocación de generar el caos que son perfectamente encapsulados en su momento histórico, porque no hay expresión cultural que no sea hijo, aceptado o rebelde, de su tiempo. Tan enraizados a su contexto estuvieron por ejemplo The Nihilist Spasm Band, un combo que representaba y ensalzaba el amateurismo y el “analfabetismo musical” haciendo sonar una jauría de objetos cotidianos, que se trataba de la extensión del Nihilist Party, y si estos abogaban por destruir la papeleta electoral, su representación instrumental hacía trizas cualquier atisbo de búsqueda de la armonía o melodía; la negación, haciendo bueno su nombre, como único dogma. Una determinación casi opuesta a la que adoptarían, en la década de los setenta, los llamados “Freaks”, un movimiento que lejos de recoger la pancarta de paz y amor de los hippies su propuesta era mucho más rotunda a la hora de buscar escenarios sociales alternativos. Pensamiento que anidó en una banda -todavía en activo- como Smegma, con una nómina de casi medio centenar de discos y una formación en continuo cambio que por medio de una suerte de vanguardia autodidacta, que acogía desde el jazz a Frank Zappa pasando por preceptos dadaístas o los recogidos por Fluxus, se convertía en uno de los estiletes del colectivo Los Angeles Free Music Society, donde la música experimental, las performances y los soliloquios dinamitaban cualquier jerarquía entre alta y baja cultura.

Una democratización del uso y distribución del hecho musical que tuvo su consolidación mas evidente con el “Do It Yourslef”, un proceso facilitado por la llegada de unos avances tecnológicos que transformabann cualquier estancia de una casa no sólo en un local apto para recoger sonidos, sino que otorgaba la capacidad, con la invención y popularización del casete, de crear toda una madeja compuesta por diversas escenas y propuestas que escenificaban todo un proceso de retroalimentación. Una telaraña que sin embargo también impulsó la enunciación de etiquetas y subgéneros en todo esa amalgama ruidosa, y es que como ya avisaba Rousseau, el inicio de los problemas surgen en el momento que alguien decide cercar su terreno y convertirlo en su propiedad; algo aplicable también a esta sociedad secreta y dislocada. De esa paulatina disgregación surgió una escena como la industrial, abanderada por la formación Throbbing Gristle, heredera del colectivo de arte COUM, que manejaba un enfrentamiento dialéctico, y por supuesto ruidoso, alimentado por un simbolismo retador y un soporte audiovisual, contra la norma establecida. Elementos llevados al extremo por lo que se bautizaría como el Powerelectronics, menos sutiles en el uso de cualquier elemento metafórico y focalizando su apuesta en someter a su público a un ejercicio de sadomosaquismo sonoro y verbal.

Si el proceso de pauperización del estado del bienestar sufrido a finales de los años setenta dio origen a diversos estamentos musicales que adoptaban variados modos y aspiraciones subversivas, ilustrando el punk ese desarraigo con rabia y La Nueva Ola del Heavy Metal británico bajo un lazo de unión identitario y casi místico entre afines, la siguiente década no fue mejor. Al desmantelamiento del tejido social y la inacción de la identidad colectiva, o de clase, propagado por el liberalismo más extremo caracterizado por Reagan o Thatcher, se sumaba el miedo latente a la guerra nuclear que se apostaba en esa tensión suscitada entre el bloque comunista y capitalista, incertidumbre vital que si alentó en ocasiones a cobijarse en la nostalgia, como hizo el britpop, una peculiar banda de nombre The Jesus and Mary Chain envolvía el rock en un maraña de guitarras distorsionadas que se deslizaban para recrear esa alucinación en la que se había convertido el presente. Una letanía perezosa para representar el ahora que sin embargo el Harsh Noise lo convertiría en el paroxismo de la estridencia, un ruido absolutamente diletante donde era motor y meta. Una deriva que llegaría a Japón, haciendo que esos discos a los que tenían acceso por la presencia norteamericana en su terreno derivara en una propia escena que interpretaba bajo sus parámetros aquellos sonidos. El Japanoise, de la que uno de sus más ilustres representantes sería Merzbow, convertía su furia en apologeta del elemento visceral y más puro del rock and roll, desposeyéndole de cualquier dogma que no invocara directamente a las desnudas y primarias pulsiones.

A pesar del imponente sustrato cultural, y la no menos elogiosa capacidad para dirigirlo hacia un campo de reflexión, que Oriol Rosell ya había exhibido en sus diferentes intervenciones, la publicación del primer ensayo firmado exclusivamente por su nombre le cataloga en esa exclusiva nómina de autores, por donde habitan Lester Bangs, Greil Marcus, Ignacio Juliá o Jaime Gonzalo, que han conseguido a través de su verbo que la música se convierta en un campo capaz de trascender su propio ámbito y sugerir un pensamiento global. “Un cortocircuito formidable” es un fascinante viaje por un catálogo de propuestas extremas sonoras que son convertidas en todo una cartografía del pensamiento rebelde e iconoclasta. Proyectos que, a veces desde el más escurridizo underground y otros desde los titulares de grandes letras, pese a no haber conseguido, quizás nunca se lo propusieron en verdad, descabezar el orden establecido, se convierten en protagonistas de un libro que homenajea a todos esos disidentes que, aun sabiendo que su guerra estaba perdida de antemano, optaron por caminar al son de un paso ruidoso con el que enfrentarse a ese tipo de silencio que retumba feroz.

Kepa Arbizu.


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