Kepa Arbizu •  Cultura •  24/02/2025

“Dahomey”, de Mati Diop. La cultura expropiada

El documental de la realizadora -y también actriz- franco-senegalesa resulta un original y atrayente trabajo que, a medio camino entre el realismo y el tono fantástico, reflexiona sobre las consecuencias identitarias generadas por el colonialismo cultural.

“Dahomey”, de Mati Diop. La cultura expropiada

Sin entrar en valoraciones globales sobre la actual situación de la industria cinematográfica, que ni me competen ni poseo datos suficientes, lo que queda claro es que aquellas plataformas online que miman su catálogo se convierten muchas veces en la única opción posible para disfrutar de ciertas películas que -en el mejor de los casos- recorren de manera efímera las salas convencionales cuando no directamente son apartadas de su itinerario. Tal es el caso del documental firmado por Mati Diop, “Dahomey”, a la que ni ostentar un buen currículum de premios, entre ellos el Oso de Oro en el Festival de Berlín, le ha conferido el suficiente crédito como para alojarse con comodidad en la gran pantalla, incorporándose recientemente a la oferta de Filmin. Un ostracismo que curiosamente también late, desplegado dese un punto de vista muy diferente, en el propio contenido de la obra.

Este segundo largometraje, tras una “Atlantique” de elogiable audacia en su hibridación de géneros pero irregular en cuanto a su resultado, de la realizadora, y también actriz, sin embargo se percibe más cercana conceptualmente a sus primeros cortometrajes, donde ya se reflexionaba sobre el exilio y la identidad, un asunto que compete directamente a la propia biografía de su autora. En esta ocasión su cámara se va a convertir en parte del séquito que, en 2021, acompañó a la entrega de 26 obras, minúscula representación de las miles que se estiman fueron saqueadas por las tropas coloniales francesas en 1892, a sus legítimos dueños, el reino Dahomey, perteneciente en la actualidad a lo que hoy es la República de Benín. Una particular vuelta al hogar que adopta un original enfoque donde la mirada realista se alía con un tono fantástico -en el sentido estricto de la palabra- para reproducir un ambiente de absoluta sobriedad pero también caracterizado por un acento lírico y por momentos fantasmagórico. A pesar de su limitada extensión, poco más de una hora, la producción es capaz de albergar dos tramos nítidamente diferenciados en cuanto a su morfología pero absolutamente compatibles en lo que significa su naturaleza.

La primera parte, dedicada a observar con reverencial mimo y recato lo que supone todo el proceso de embalaje y traslado de las obras, resulta especialmente atractivo por la acertadísima elección de humanizar a dichos tesoros nacionales, cediendo incluso la voz narradora a una de las esculturas, desposeída de su nombre para adjudicarla un frío número, que se lamenta por su incierto destino y el desarraigo al que ha sido sometida. Simbología que desde el primer momento no dejará de desplegarse con sutilidad pero hondo calado, porque incluso su empaquetado en cajas de madera más parece un rito funerario sobre el que la figura desliza sus sentimientos en el idioma autóctono fon, uno de tantos que ha sido relegado en su país de destino por la imposición del francés. Si toda ocupación prioriza como uno de los ejes de su dominio erradicar el habla original de la zona, no solo como una demostración de poder, sino alterando así el significante que cada cultura concede a sus vocablos, no menos importante es desligarla de sus símbolos identitarios, en este caso unas obras de arte que, más allá de la capacidad creativa de sus gentes, por encima de todo contienen una cosmovisión particular de la vida y el reflejo de su relación con el mundo. En ese desamparo al que fueron sometidas, su regreso como hijas pródigas, aunque huérfanas de sus “familiares”, genera un estado de indefinición para el recién llegado a un terreno que, aunque señale a su lugar de origen, hoy le resulta desconocido, pero también para quien se enfrenta, tras largos años oculta, a la representación de su historia pasada.

Tras la llegada y entrega de esas figuras a sus lícitos propietarios, la película, de nuevo ocultando sagazmente la mirada de su directora entre discursos ajenos, recrea la mesa de coloquio celebrada en la Universidad de Abomey-Calavi, donde sus estudiantes debaten con fragor sobre el acuerdo firmado por el gobierno de su país y el dirigido, por aquel entonces, por Emmanuel Macron. Una jugosísima guerra dialéctica donde se celebra una amalgama de puntos de vista que, aunque confluyen en el atropello sufrido por su cultura, se articulan en direcciones múltiples. Consideraciones sobre la educación, el aprovechamiento político o incluso el papel de su presidente, Patrice Talon, al que uno de los intervinientes señala como hijo de quien ofició de interlocutor en el expolio, son parte de las muchas derivaciones surgidas de un hecho histórico que sin embargo, y es algo también asumido como punto de entendimiento entre los participantes de la mesa redonda, sigue siendo un paso insignificante en lo que debe aspirar a convertirse en un restablecimiento real. Al margen de la simbología y trascendencia artística de las figuras recobradas, su latrocinio es el mascarón de un delito mucho más sustancial, la disolución de una cultura que ha sido escamoteada a diversas generaciones que han crecido alrededor de las historias de Disney pero ignorantes -por intermediación de la apropiación externa- de las relatadas por sus ancestros.

Al igual que la extraordinario película “El tren”, de John Frankenheimer, donde un batallón de soldados era encomendado a salvaguardar un puñado de cuadros, tejía una serie de incógnitas sobre la trascendencia de mantener a resguardo ciertas obras, Mati Diop se sirve de esa misma interrogante para ensamblar unas conclusiones -aunque diversas- orientadas con determinación a juzgar al colonialismo. El arte, en este caso popular, ostenta un papel protagonista a la hora de exhibir la forma en la que una comunidad explica e interactúa con su entorno, bajo sus trazos se esconde todo un imaginario colectivo que las luchas de dominación han silenciado a lo largo del planeta. Esas representaciones hurtadas, y ahora repuestas en un escaso número, que protagonizan esta cinta, como todas las demás, están llamadas ahora a acompañar al paso del tiempo, situándose en un continuo estado de metamorfosis donde su “habla” debe confraternizar con al momento actual, determinando quiénes somos en base a lo que fuimos. Dahomey es un extinto reino, pero también una extraordinario película que aunque sigilosa se manifiesta como un atronador aviso sobre las profundas heridas que conlleva alterar el plano simbólico de una identidad grupal, porque quien acaba utilizando las cadenas para maniatar nuestros pasos, antes con seguridad nos ha obligado a utilizar su idioma para enunciar la realidad.

Kepa Arbizu.


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