Kepa Arbizu •  Cultura •  25/03/2024

«Reimagining Safety», de Matthew Solomon. ¿Policía o barbarie?

Entre el actual catálogo de la plataforma Amazon Prime Video se puede encontrar este reflexivo documental que cede la palabra a diversas personalidades del ámbito social y político estadounidense para tejer un poderoso discurso contra la propia esencia del poder coercitivo encarnado en la policía y las cárceles.

«Reimagining Safety», de Matthew Solomon. ¿Policía o barbarie?

Hay ciertas instituciones que, por paradójico que pueda parecer, su principal fuente de legitimidad popular se abastece precisamente de exportar una imagen relativamente permeable a las críticas lanzadas sobre su gestión. Tal y como apuntaba certeramente Dario Fo en “Muerte accidental de un anarquista”, no hay nada que beneficie más a la estabilidad de un estamento público que hacerse pasar por receptivo respecto a las voces discordantes y aceptar, e incluso modificar, ciertas deficiencias, siempre coyunturales y nunca estructurales, en su forma de proceder. Todo el entramado represivo, es decir cárceles y policía, que ostentan los Estados es uno de esos “pilares” que, pese a soportar recriminaciones y valoraciones negativas acerca de actuaciones particulares, rara vez es sometido a un juicio respecto a su naturaleza intrínseca. Una determinación que precisamente se arroga el valiente y aclaratorio documental «Reimagining Safety», dirigido por Matthew Solomon, que reúne a diversos actores sociales y políticos para enhebrar una enmienda a la totalidad respecto al significado que dichas organizaciones adoptan en nuestra sociedad.

A pesar de que la cinta se circunscribe al ámbito estadounidense, su formulación es perfectamente asumible por casi cualquier país, ya que, como deja constancia en sus primeras aportaciones, las rejas y los uniformes no dejan de ser uno de los diversos brazos del capitalismo, y por lo tanto una herramienta de control y sancionadora al servicio de unos intereses particulares, de clase y raza, que trazan toda una ordenación basada en preceptos neoliberales, tesis que queda avalada, como sentencia la activista y profesora El Jones, simplemente con observar las características de la población reclusa. Un hábitat que al mismo tiempo desvela a la pobreza como principal factor del que se nutre cualquier atisbo de conflictividad, y querer esquivar su trascendencia en cualquier ecuación no hace si no deslegitimar a un sistema al que, con explícita clarividencia, la socióloga y poeta Nikki Blak recrimina convertir la seguridad en un bien propiedad exclusiva de determinada clase social.

Durante la casi hora y media de metraje, el documental elude entrar en debates particularistas -lo que no significa que pase por alto hechos tan salvajes como la muerte de George Floyd- para priorizar una reflexión global que no pretende señalar ciertas intervenciones como reflejo de errores ocasionales sino poner en cuestión la propia naturaleza de todo ese armazón represivo. Un discurso que para ello adopta una puesta en escena sobria y sin necesidad de pirotecnia audiovisual, asumiendo la palabra como eje de su narración. Y lo hace tanto para revelar, gracias a la audacia de la candidata para la alcaldía de Los Angeles en 2022, Gina Viola, el oneroso álbum familiar donde no es extraño encontrar fotografías de sábanas blancas y cruces ardiendo que ostenta el oficio policial, como la de un organigrama penal que, pese a ubicar el problema de la esclavitud como un debate fuera de tiempo, recoge su legado «dulcificando» unas cadenas que sin embargo siguen oprimiendo a través de la discriminación en el sistema sanitario, educacional y por supuesto en su relación con los agentes de la ley. Una observación, especialmente llamativa al recaer en las palabras del demócrata y fiscal George Gascón, que no hace sino ratificar aquella teoría del panoptismo esgrimida por Michel Foucault, dibujando al poder disciplinario como una presencia invisible pero perfectamente perceptible a la hora de ejercer su dominio.

Una coacción genérica que ha depositado su huella a la largo de los años, hipótesis refrendada por la propia experiencia de uno de los analistas más lucidos que aparece a lo largo del documental, Jody David Armour, quien decidió emprender sus estudios de derecho precisamente tras la violenta e injusta detención -y posterior encarcelamiento- de su padre. Un hecho que sembró tal inestabilidad familiar que llevó a su madre al suicidio, ejemplos del legado represivo que el trabajador y terapeuta social José Gutierrez extrapola a toda una generación de afroamericanos que ha crecido huérfana de referentes, aislados entre rejas, y desamparados de cualquier ayuda estatal que les ofreciera un horizonte diferente a uno enturbiado por la necesidad de sobrevivir en las calles. Eslabones involuntarios de toda un organigrama social que señala y alza un muro entre buenos y malos; entre ganadores y perdedores. Una situación perfectamente ilustrada, y sacada a colación por el sociólogo Alex Vitale, por la caústica frase del escritor francés Anatole France, que desnudaba la hipocresía legalista con corrosiva ironía al señalar que se prohíbe por igual a los ricos y a los pobres dormir bajo los puentes, mendigaren las calles y robar pan.

En todo ese argumentario teórico que expone la cinta no faltan tampoco declaraciones desde dentro de la propias fuerzas de seguridad; Hadiya Kennedy, ex policía, relata en primera persona, lo que siempre implementa la relevancia de su contenido, unos entrenamientos que consistían en su mayor parte en convertirse en diestros tiradores y asépticos cuerpos forzudos, dejando en anecdótica cualquier tipo de instrucción emocional o anímica. Aunque más histriónica, la aportación de Sennett Devermont, asumiendo su papel de hombre “en directo” que recoge las irregularidades de los agentes, resulta especialmente llamativa al poner en evidencia la omisión de normas de conducta como la visibilidad de la placa, la activación de las cámaras de grabación personalizadas o el talante dialogante. Episodios actuales que son debidamente circunscritos a toda una ideología surgida en la oscura época de Reagan donde el discurso del miedo encontraba réditos en forma de votos pero también en un pingüe negocio para la privatización de las cárceles. Genealogía de lo que el sociólogo francés Loïc Wacquant ha descrito como la penalización de la miseria.

No está exenta “Reimagining Safety” de ofrecer, más allá de una radical postura abolicionista, representada en grado máximo por uno de los portavoces más significativos del Black Lives Matter, Hawk Newsome, todo un programa de medidas malintencionadamente señaladas como utópicas, pese a que en ningún momento se presentan como un ejercicio abracadabresco de hacer desaparecer todo rastro del estamento policial. Lo que sí demandan los diversos intervinientes es la necesidad de desproveer de exageradas inyecciones de dinero, una oposición por parte de los poderes públicos que sin embargo no han dudado en llevar a cabo recortes en otros ámbitos más trascendentales (salud, educación, asistencia…), a una institución sumergida en una carrera de militarización. Vocación represiva rechazada frontalmente por una propuesta que persigue crear una tupida, diversa y especializada madeja de servicios sociales capacitada para lidiar con las necesidades que demande cada intervención, una labor para la que no parecen los más adecuados individuos cargados de todo tipo de armamento y feroz actitud.

Pero el visionado de este documental no puede ser entendido simplemente como un ejercicio acomodaticio sobre el que posar nuestros ideales, puesto que también exhorta al espectador a una reformulación de su imaginario particular, y es que pese al tono dulce y amigable de Nikki Blak, sus palabras retumban al demandar un aprendizaje en nuestra vida cotidiana. Más allá de la innegociable necesidad de abordar desde estamentos públicos el germen de cualquier conflictividad, sea relacionado con la pobreza, adicciones o enfermedades mentales, también se reclama una conciencia comunitaria y humana que borre de nuestro aprendizaje, bien amasado por medios de comunicación y la cultura de masas, la imagen del agente como la inmediata respuesta a cualquier problema, aceptando que una mando tendida y una voz empática siempre funcionará mejor que blandir un arma. En definitiva se trata de desaprender ese espíritu justiciero, en el sentido más peyorativo del término, de nuestra innata forma de actuar, porque ese policía con ánimo de intimidar que todos llevamos dentro debería ser el primero que buscásemos erradicar.

Kepa Arbizu.


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