«Compra ahora: La conspiración consumista”, de Nic Stacey. Gastar hasta morir
Con una puesta en escena irónicamente colorista y dinámica, este documental, a través de diversos intervinientes, desvela las maquiavélicas campañas de marketing utilizadas por las grandes firmas para aumentar hasta puntos insostenibles la constante venta de todo tipo de productos.
Toda la historia del arte está suspendida sobre inevitables contradicciones, siendo su capacidad para trasladar un mensaje lo suficientemente cautivador la única herramienta infalible para esquivarlas con mayor o menor fortuna. Solo así es posible celebrar la potencialidad de obras firmadas por personalidades absolutamente censurables o incluso relegar a la mínima expresión paradojas como la encarnada por la cinta producida por Netflix, «Compra ahora: La conspiración consumista». Una ácida y lúcida enmienda a la totalidad del depredador sistema global de ventas, una característica que no le queda lejana a una plataforma que incita a engullir productos, en este caso culturales, de usar y tirar. Por eso, ese conflicto entre temática y hogar empresarial se evapora al encontrarnos un contenido expresado con rigor y originalidad, lo que no le resta en absoluto convertirse en una certera estocada a una “religión” invocada exclusivamente a través de una ley que tiene su único libro sagrado en el que contabiliza los beneficios.
Dirigida por Nic Stacey, asiduo realizador a la hora de mirar con naturaleza didáctica al universo bajo el formato de documental, vocación demostrada en «Los planetas» o «El mundo según Jeff Goldblum»por ejemplo, en esta nueva entrega sin embargo se remanga dispuesto a descender al barro terrenal, para, de manera tan irónica como certera, servirse de una escenografía colorista, naíf y dinámica, reflejo claro del idioma de las redes sociales, que sin embargo esconde bajo sus nubes de algodón y ese lenguaje pretendidamente infantilizado una realidad estremecedora. Un descenso a los infiernos narrada por esa sugerente voz femenina que las plataformas quieren presentarnos como oráculo y que sin embargo es una guía perfectamente amaestrada para intentar convencernos de que, como cantaba la irreverente banda de rock Cucharada, necesitamos comprar todo aquello que no necesitamos. Un perfecto lavado de cerebro que cuenta con un plan maquiavélico pergeñado por grandes marcas y que precisamente es desvelado por los intervinientes en esta cinta, significativos empleados de afamadas firmas que de sus manos o cerebros han salido muchas de las campañas encargadas de inocular ese virus consumista.
Sin esconder su nombre, ni el de quienes pagaban sus adineradas cuentas, un listado por el que aparecen sospechosos habituales como Adidas, Apple o Amazon, todos guardan en común ser presentados como si la cámara se convirtiera en su propia reunión de ex adictos. Abducidos en su momento por el papel protagonista ostentado en el cambio de narrativa que vivía el sector comercial, ese éxito sin embargo se fue transformando en una pesadilla que atentaba contra su conciencia. Por eso todo lo que que aquí se cuenta, soportado por material visual que atestigua de la veracidad de los “delatores”, hace que lo narrado adquiere un carácter todavía más relevante y desgarrador, siendo enunciado por algunos de los pioneros y mayores estrategas en trasladar las costumbres comerciales hasta la fácil pulsación de una tecla para, ya sea desde el baño, en pleno lecho durmiente o de camino al trabajo, hacernos de manera inmediata con ese objeto de deseo convertido en esencial desde hace un segundo. Pero toda esa estrategia no puede ser entendida sin una arquitectura ideológica global que equipara el éxito personal con la posesión, o mejor dicho con la acumulación. Porque quizás nadie necesite otra nueva sudadera, o el más actualizado de los teléfonos móviles, ¿pero quién puede decirle que no a su equipo deportivo favorito o al cantante de moda que roba nuestros sueños?
Las marquesinas, los grandes edificios, nuestras redes sociales o cualquier estímulo que nos rodea hoy en día está atravesado por una pulsión, directa o implícita, que alienta al consumo, y para vender más, aunque suene a perogrullada, se necesita producir más. Y esta ecuación es la más grave y la que convierte el documental, aunque no pierda sus texturas coloristas y sus caras sonrientes, en un auténtico cuento de terror que, posiblemente, tiene su germen en aquella firma de bombillas que imaginó que si sus productos duraban menos tiempo sería necesario renovarlos de manera más habitual. Acababa de nacer la obsolescencia programada, o lo que es lo mismo, esa bomba de relojería que delimita la vida de un producto. Ya no se trata solo de que el relato de las empresas busquen vínculos con el comprador que les incite a consumir, ahora los objetos adquiridos tienen una duración tan escuálida que resulta indispensable estar en la continua búsqueda de un relevo, y para que eso suceda sin margen al error, nada como idear componentes que no puedan ser arreglados, o dificultarlo de tal manera que sea más rentable hacerse con uno nuevo. Y si todo eso falla, y así lo demuestra un activista “reparador”, y alguien osa a intentar dar libertad a los conocimientos que puedan facilitar esa recomposición, entonces las leyes se presentarán en su hogar para culparle de atentar contra las empresas.
En ese constante ajetreo de producción, donde la máxima sigue siendo una mediática y apabullante campaña de presentación del producto, que hace del calendario una concatenación de fechas señaladas (Navidad, San Valentín, Día del Padre, Halloween…) merecedoras de exclusivos artículos, significa en paralelo un exagerado número de ellos que envejecen demasiado pronto y que deben de ser retirados del mercado. Así entra en escena el capítulo más aterrador y devastador a nivel global: la forma de proceder con todos esos residuos generados. Un aspecto que transforma la condición del documental hasta convertirlo en escalofriante, por los hechos y por la cantidad de datos que se manejan y los no pocos testimonios recogidos por cámaras ocultas y estudios presentados por expertos. La ya inhumana y displicente política de muchas empresas de vaciar, estropear o rajar los artículos que se apilan en la basura para no ser recogidos por extraños que no pasan por caja, se vuelve solo un delito de faltas cuando se investiga el proceder de grandes firmas -sobre todo pero no unicamente- tecnológicas y de ropa, donde el menor pecado resulta ya el dispendio cuando su obra envenena el planeta hasta convertirse en un actor clave en el cambio climático.
Uno de los dogmas esenciales de las grandes empresas es intentar crear cortinas de humo que consigan que la mirada del consumidor se dirija hacia un punto concreto invisibilizando todo lo que hay alrededor, espacio alumbrado precisamente por este documental. De ahí que campañas diseñadas meticulosamente para acercarse al entorno medioambiental, un lavado y aclarado en verde de cara definido bajo el término anglosajón “greenwashing”, o incluso declaraciones grandilocuentes como las de Jeff Bezos, se desvanecen cuando los chips -que actúan cual GPS- escondidos por activistas en ciertos aparatos electrónicos desahuciados desvelan un recorrido que, saltándose las leyes que impiden lanzar vertidos tóxicos fuera de la jurisdicción nacional, cruzan fronteras destino a lugares de laxos reglamentos. Los quince millones de piezas de ropa apartados del mercado occidental que llegan semanalmente a Ghana, con una población de 30 millones, significan ahogar a un país que se ve obligado a deshacerse de la mayoría, expulsando, entre otras cosas, el maléfico poliéster, uno de los elementos más venenosos para el aire, mientras que los barracones de elementos electrónicos que llegan a países en vías de desarrollo, y que no cuentan con leyes que controlen el modo correcto de manejar ese trabajo de descomposición, escenifican el clásico relato explotador que en este caso además “dona” a la atmósfera un manto de polución. Nada, que por otra parte, no se pueda obviar con un anuncio de una burbujeante bebida azucarada cantando entre verdes prados sobre su intención de cuidar la naturaleza.
«Compra ahora: La conspiración consumista» nos conmina a ser responsables, a acudir al mercado bajo unos parámetros medidos por la verdadera necesidad y bajo la preocupación respecto al deterioro del medio ambiente. Pero lejos de esa culpabilidad individual, el gran problema radica en esas grandes corporaciones que han hecho su leitmotiv la producción desmesurada, un fin en sí mismo sostenido por un extenso entramado que propicie la compra compulsiva. Un paisaje incapaz ya de retener más basura bajo la alfombra ni de soportar la huella tóxica dejada por todo ese proceso. Si en la película «El planeta de los simios» la aparición de la Estatua de la Libertad varada en una remota playa nos advertía de la cercanía de aquel escenario apocalíptico, no es de extrañar que en un futuro, menos lejano de lo que nos gusta creer, si hacemos el ejercicio de levantar la vista de nuestra enésima adquisición entregada en mano, sólo podamos contemplar ya las ruinas de un territorio desolado: nuestro planeta.
Kepa Arbizu.