“El Conde”, de Pablo Larraín. El mordisco de las dictaduras
La nueva película del cineasta chileno convierte la figura de Augusto Pinochet en un vampiro al que somete a un juicio sumarísimo bajo una osada pero efectiva mezcla entre la comedia satírica y el cuento de terror.
Tomando como punto de partida la definición popular que se le atribuye al concepto de vampiro, una criatura que sobrevive gracias a la sangre de los vivos, no es difícil trazar toda una extensa simbología respecto a la propia condición que adopta cualquier dictador de turno. Una asimilación que valida la analogía expresada por la nueva película de Pablo Larraín, “El Conde”, estrenada casi simultáneamente en salas y en la plataforma Netflix. Si el realizador ya había puesto su cámara al servicio de retratar ciertos aspectos relacionados con el (ilegítimo) gobierno de Augusto Pinochet, por ejemplo en “No” o “Post Mortem”, en esta nueva obra se enfrenta directamente a su figura, eso sí, alterando su biografía para transformarlo en una criatura inmortal que, surgida desde la Francia de Luis XVI bajo el nombre de Claude Pinoche, busca reencarnarse a lo largo de la historia en diversos sátrapas absolutistas.
Cabe anticipar que nos encontramos ante un film en el que nada de lo contenido en él aparece de forma casual, desprovisto de un significado, todo guarda su propia razón de ser, lo que no necesariamente significa que esa variedad de elementos encuentren un aritmético encaje, posiblemente porque no exista forma humanamente posible de cerrar de manera impoluta un círculo trazado con el ambicioso y anárquico desafío de aglutinar la comedia -expresada bajo diversos acentos-, el terror y el discurso político. Una falta de perfección que sin embargo no le resta a la propuesta ni su espíritu osado ni, lo más importante, el carácter fascinante que encierra y sus no pocos atinados hallazgos argumentales y formales.
Situados frente a una mansión desvencijada, donde la memorabilia fascista convive con los utensilios propios de un anciano desahuciado, contemplamos a un decrépito Augusto Pinochet, interpretado de forma sobresaliente por Jaime Vadell, uno de los actores fetiches del director, que es introducido al ritmo de la marcha Radetzky, pieza por la que sentía especial predilección y utilizada para engrandecer sus desfiles. Narrado por una elogiosa voz en off en lengua inglesa, aspecto nada arbitrario dada la buena relación con Gran Bretaña en su momento y que adquirirá una especial trascendencia al final del metraje, la historia encuentra su clara ascendencia en el cuento de terror clásico de trazas expresionistas, aunque en no pocas ocasiones derive en una manifestación majestuosa, y explícita en su articulación violenta, más afín a una superproducción de superhéroes, o supervillanos mejor dicho. Ya desde esa atractiva localización escogida, ubicada en un páramo solitario y alejado de la civilización, se transmite un ambiente que, apoyado el uso de un imponente blanco negro, y con una gama infinita de grises, como diría el crítico Carlos Pumares, nos traslada hasta un entorno de turbadora belleza que igual se asoma a la inmensidad de Dreyer como a esa intrigante naturaleza que contienen las realizaciones de Robert Eggers en la cualidad.
Un desolador contexto donde el tirano pretende pasar unos últimos días de existencia que misteriosamente nunca acaban de llegar. Sumido en esa anómala percepción de la realidad que todo cacique parece acoger en su crepúsculo, su conciencia, orgullosa de sus tareas como asesino y torturador, no le permite sin embargo aceptar que su nombre quede para la historia manchado, como si la marca de la sangre no dejara huella, por los delitos económicos y fiscales. Paradoja de la que se vale el realizador para tensar su pulso humorístico, unos ademanes de comedia que irán desde la sátira cáustica que podría firmar Rafel Azcona a los arranques diseñados bajo el genial espejo deformado y surrealista de Luis Buñuel. Un entramado ácidamente caricaturesco con el que es recibida la llegada de los familiares de Pinochet, que si bien no se muestran sedientos de sangre humana sí lo hacen de encontrar sus réditos económicos, emprendiendo la búsqueda de una fortuna oculta y originada por el latrocinio.
La constante cohabitación de diverso géneros también servirá para abastecer a la cinta de algunos de sus personajes más identificativos, perfiles canónicos que sin embargo pierden su posible estandarización al ser introducidos en un desenfreno coral que les hace adoptar atractivos matices. Por dicha coreografía desfilarán una monja, interpretada magistralmente por Paula Luchsinger, dotada de un angelical rostro que concentra toda la hipocresía de la Iglesia Católica en sus ladinas intenciones, o esa mano derecha, nunca mejor dicho, de la que todo protagonista maléfico se hace acompañar, a medio camino por sus funciones entre el arquetípico Igor o el punto de apoyo que representa Alfred para Batman y aquí convertido en un macabro esbirro de la más baja catadura moral. Todos ellos impulsan un torrente narrativo al que se incorporará el aspecto carnal y libidinosos que toda buena y clásica historia de vampiros debe tener. Y “El Conde” sin duda lo es, aunque también es otras muchas cosas más, quizás demasiadas, o precisamente su viaje resulta tan particular y subyugante por esa aliteración de tonos que finalmente lograr encontrar su espacio en el desarrollo global.
Dejarse seducir, algo que resulta muy fácil, por el carácter formal de esta película sería obviar la parte casi documentalista que contiene, y que pese a no cejar en su empeño en estructurarla entorno a las risas, igualmente contempla la aspiración de no dejarnos dormir dada su heladora enumeración de atrocidades. Porque la máxima de “El Conde” es dibujar la dictadura como un único monstruo que encuentra diferentes rostros y formas con las que mostrarse a lo largo del tiempo, y que, al igual que los vampiros, necesita de la sangre ajena -preferiblemente joven- para subsistir. Una vez más, es la propia realidad, como el abominable discurso de un diputado de Vox en el Parlamento Europeo en el que entendía la muerte de Salvador Allende como un método para acabar con el terror marxista-leninista, la que nos demuestra lo poco de ficción que hay en la nueva película de Larraín. Porque la sombra que despliega esa alada e imperecedera figura que el director retrata, no es sino la amenazante capacidad de reproducción de la que hacen gala las dictaduras, siendo su “mordedura” el germen necesario para que en cualquier momento y lugar, quizás en este mismo instante, crezca una nueva reencarnación ávida de obtener su bastón de mando y dar placer a sus fauces sedientas de vidas ajenas.