“Medicina letal”, de Peter Berg. El opio del pueblo en una pastilla
Distribuida por la plataforma Netflix, esta miniserie se basa en los datos de diferentes artículos de investigación para ficcionar de manera ágil y perturbadora sobre los efectos causados por una droga legal, llamada OxyContin, que durante los primeros años del siglo XXI arrasó Estados Unidos dejando casi medio millón de muertes.
Cualquier Administración Pública que pretenda ejercer un buen y legítimo gobierno debe aspirar a conquistar la confianza de la ciudadanía, un propósito que en la actualidad pasa indefectiblemente por acotar y mantener una relación extremadamente transparente respecto a las ambiciones del sector privado, sobre todo con aquel encargado de cuestiones relacionadas con los derechos básicos, por ejemplo el de la salud. Un contexto concreto en el que asoma el nombre de las industrias farmacéuticas, entes que, precisamente derivado de un currículum preocupantemente oscuro, cada vez se comportan bajo una mayor opacidad por mor de unos demasiado laxos controles por parte de las autoridades competentes. El visionado de la miniserie “Medicina letal”, auspiciado por la plataforma Netflix, creada por Micah Fitzerman-Blue y Noah Harpster y dirigida por Peter Berg, no resulta precisamente halagüeña en ese sentido, más bien al contrario significa una escalofriante radiografía del sector extensible a todo un entramado capaz de enfangar a empresas y entidades gubernamentales.
El OxyContin, un potente opiáceo comercializado por Purdue Pharma y hasta hace poco fácilmente adquirible en las consultas de Estados Unidos, fue causante durante los primeros años del actual siglo de una auténtica masacre contabilizada, según datos oficiales, en más de trescientos mil fallecidos, una cifra todavía más elevada si nos fijamos en los severos procesos de adicción que produjo. Es precisamente la turbia biografía de esa pequeña -pero letal- pastilla la que describe una producción audiovisual que, además de exhibir su macabra naturaleza, se adentra en los detalles burocráticos que facilitaron su nacimiento, componiendo una enmienda a la totalidad del propio mercado y sus reguladores, preocupados exclusivamente por mantener a pleno rendimiento una maquinaria encaminado a favorecer sus intereses a pesar de ser culpable de triturar con terrorífica naturalidad expectativas y vidas humanas.
Sirviéndose como núcleo informativo de los textos de investigación “La familia que construyó un imperio del dolor”, publicado en The New Yorker por Patrick Radden Keefe , y “Pain Killer: un imperio del engaño y el origen de la epidemia de opioides de Estados Unidos”, de Barry Meier, la puesta en escena definitiva llevada a cabo por la serie responde al formato de ficción, lo que la emparenta íntimamente con “Dopesick”, encargada de abordar la misma temática aunque bajo un relato más sobrio y académico. Manejándose desprejuiciadamente a la hora de mezclar géneros (el humor, la intriga, el drama..) y valiéndose de muchos de los elementos habituales en este tipo de creaciones, ya sea la ruptura temporal de la narración o una ambientación por momentos cercana al videoclip, siendo en este caso la música, al margen de un ingrediente dinamizador, un potenciador del argumento, valgan como ejemplo las explicitas simbologías que representan temas como “Psycho Killer” o “Heroin”, dichas herramientas le permiten desprenderse de la ortodoxia y pulcritud de un documental al uso para conseguir llamar la atención de un público mayoritario, sin que eso restrinja su valor moral.
Sabedor el espectador desde el primer momento que lo expresado en pantalla, protagonizado por un fantástico Matthew Broderick, en su papel de factótum de la empresa, se basa en documentos contrastados, en todo momento es igualmente advertido de que muchos de los hechos y personajes pertenecen a la imaginación creativa, un aviso que al contrario que en otras producciones donde adopta la forma de un aséptico subtítulo que tiende a evaporarse, aquí, en cada uno de la media docena de capítulos, dicha notificación es entonada compungidamente por diversos familiares de afectados reales por dicha medicina, lo que otorga una total validez y respaldo a la apuesta emprendida.
Partiendo de los orígenes de la estirpe Sackler, dueños de Purdue Pharma, su fundador, Arthur, máximo representante junto a sus hermanos Mortimer y Raymond, se nos presenta como un doctor especializado en psiquiatría y habituado a realizar lobotomías que decide convertir esa intrusiva y horripilante intervención en un proceso en apariencia más placentero, logrando hacerse con la distribución del Valium. Los descomunales beneficios obtenidos le convertirán en una de esas estrellas de ostentosa vida y gusto por la filantropía como parte de la construcción de su legado. Tras su muerte, a pesar de aparecer reencarnado a lo largo del metraje en un repulsivo Pepito Grillo, será su sobrino Richard quien tome el relevo con la firme y necrológica disposición a llegar todavía más lejos, buscando un opiáceo lo suficientemente contundente como para borrar de la población cualquier atisbo de dolor, y por lo tanto preocupación, convirtiéndoles en seres aptos para desenvolverse gráciles por el opresivo puzle que propone el capitalismo. La manera de instaurar ese bálsamo mágico se iniciará bajo una estrambótica y hortera, pero eficaz, campaña de marketing, a la que no le faltan peluches, bonos de descuento y todo tipo de artificios publicitarios. Una estrategia llevada a cabo por un ejército de “cheerleaders” que se cuelan en las consultas de esa América rural donde el médico, al igual que el cura, todavía sigue ejerciendo como confesor y persona de confianza a la que no se le puede negar la recomendación de una pastilla que en su prospecto, perfectamente elaborado bajo mentiras, o medias verdades, llama a la tranquilidad por su escaso nivel de adicción.
Precisamente la renuncia a cualquier encorsetamiento estilístico propicia que los personajes que encabezan la trama adquieran una importancia capital a la hora de representar los diversos vericuetos que acoge este entramado. Todos ellos discurren a través de carreteras paralelas -algunas llegarán a confluir- formando un paisaje común donde habitan el esforzado trabajador de un taller necesitado de estar siempre a punto para defender su sustento; las visitadoras convertidas en cínicas modelos de pasarela atraídas bajo los lujos de una vida de ensueño y la esencial figura de la Fiscal del Estado que, magistralmente interpretada por Uzo Aduba, se yergue sobre uno de esos perfiles carismáticos, convertida casi en protagonista de “Ley y Orden” en su determinación por encontrar el resquicio con el atacar al fuerte emporio y poseedora un agrio pero irónico carácter que además esconde en su pasado familiar el drama del efecto de las drogas. Un plantel que, de una manera u otra, se encuentra bajo el paraguas de ese siniestro emprendedor excelentemente desmitificado en su faceta humana, transformando a ese hombre de negocios serio y educado que se ha inoculado en el imaginario colectivo en un burdo y bufonesco, aunque no por eso menos peligroso, sujeto.
“Medicina letal” no es solo la vergonzosa y estremecedora historia de un hecho particular, ni incluso el sonrojante reflejo amoral de una empresa farmacéutica y la permisividad de las instituciones públicas. Es todo eso y mucho más, de ahí su trascendencia, porque por encima de todo funciona como una cámara que empieza enfocando desde cerca un hecho concreto para paulatinamente ir abriendo el plano hasta dejar al descubierto todo un sistema regido de forma dictatorial por un mercado que sólo se postra ante los beneficios, el dinero y el poder. Más allá de esos dogmas todo lo demás son meros datos anónimos; leyes a las que una llamada de madrugada puede silenciar; consideraciones totalmente parciales según la procedencia del status de quien realiza el hecho delictivo o la obtención de cualquier permiso fraguado tras las puertas mudas y ciegas de un hotel de lujo. Puede que no haya tras la visión de esta serie ningún sentimiento de triunfo, más bien se impone el de desolación y corrupción generalizada, pero también nos deja el regusto de que la historia, que no los tribunales, ha dictado sentencia, y si otros magnates han conseguido salir indemnes y siguen siendo utilizados como referentes de individuos modélicos, la familia Sackler y todo su legado ha quedado marcado por un rastro de sangre y sufrimiento para la posteridad. Y eso no hay juez, político o periodista que pueda llegar a borrarlo.