Colombia Plural •  Internacional •  09/04/2018

La molesta presencia de ONU Derechos Humanos en Colombia

En menos de un mes el nuevo representante del Alto Comisionado de la ONU para los DDHH en el país ha estallado. Alberto Brunori recoge las tensas relaciones de esta oficina con el Estado desde su apertura en 1997. Esta es la historia.

La molesta presencia de ONU Derechos Humanos en Colombia

Alguien que estuvo muy cerca de Anders Kompass durante los tres años que fue el representante del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos (HCHR-Colombia, por sus siglas en inglés) relata a Colombia Plural por qué fue sacado de ese puesto el 14 de junio de 2002: “Se le ocurrió cumplir estrictamente su mandato y eso le costó el puesto”. Hace un año, en marzo de 2017, 200 organizaciones pedían que Todd Howland, el entonces representante del mismo organismo, no fuera trasladado, aunque oficialmente no había ninguna información al respecto. “El rumor era fuerte porque el Gobierno estaba muy molesto con las denuncias de Howland sobre cómo el Congreso estaba destrozando el marco de la justicia transicional pactado en La Habana [entre el Gobierno y las FARC]”, relata otra fuente cercana a lo acontecido. De hecho, parte de los problemas de Howland se acrecentaron cuando llegó Jean Arnault, el jefe de la Misión de la ONU para acompañar el proceso de paz, mucho más ‘complaciente’ con los incumplimientos oficiales.

Un año después de esos rumores, en marzo de 2018, Howland salió del país de forma precipitada, cuando le correspondía presentar su último y durísimo informe sobre la situación de los derechos humanos en el país. Los informes de Kompass tampoco gustaban al Gobierno, como no gustaron las denuncias de otros de los seis representantes que ha tenido el país desde que el Alto Comisionado de la ONU abriera oficina en el país, en 1997.

Ahora, Alberto Brunoni, el nuevo representante de la oficina desde el 21 de marzo, ya ha estallado, porque el Gobierno le esté dando credenciales temporales que, de momento, sólo le permitirían estar en el país hasta diciembre de 2018. Lo ha denunciado en una entrevista concedida a El Espectador en la que además, cuando le recuerdan que algunos sectores lo consideraban incómodo en Guatemala, su destino más delicado (entre junio de 2010 y septiembre de 2016), advierte: “Soy una persona franca y respetuosa de las autoridades. Lo que sí no respeto son a los violadores de derechos humanos y a los corruptos condenados”. Con esos principios, en Colombia va a tener serios problemas de relaciones.

¿Qué ocurre con el HCHR en Colombia?

La hemeroteca es terca y, cuando se evidencian estos roces, salen del armario del tiempo las declaraciones de Juan Manuel Santos, premio Nobel de Paz y presidente de la República, cuando el julio de 2013, antes de recibir en Colombia a la Alta Comisionada de la ONU, aseguró: “Le voy a decir (a Navi Pillay) que estamos discutiendo si realmente vale la pena prolongar ese mandato [de la oficina del HCHR] o si se hace que sea por muy corto tiempo, porque el país ha avanzado lo suficiente para decir no necesitamos más oficinas de DD.HH. de las Naciones Unidas en nuestro país. (…) Ya es responsabilidad nuestra y somos lo suficientemente maduros para saber que el respeto por los Derechos Humanos es una obligación de todos y cada uno de los ciudadanos pero sobre todo del Estado colombiano”. Santos también defendió al Ejército colombiano como un garante de esos derechos humanos.

No han dicho lo mismo los sucesivos informes anuales del HCHR en Colombia y no parece que ese sea el resultado del Examen Periódico Universal sobre derechos humanos al que se somete el país el próximo 10 de mayo. Las organizaciones sociales y defensoras de DDHH ya han avisado que el país “se raja” en la mayoría de apartados de este peculiar examen de la ONU.

La realidad es que la oficina del HCHR en Colombia siempre ha sido incómoda para el poder.

Lo fue para Ernesto Samper, que chocó con la primera directora de la oficina del HCHR en Bogotá, Almudena Mazarrasa, quien denunció el crecimiento de los paramilitares, la legitimación de las Convivir y el impacto del narcotráfico en el accionar de los grupos armados. Ese tipo de aseveraciones se tradujeron en la salida de Mazarrasa y la llegada de Kompass, quien chocó con el Gobierno de Andrés Pastrana.

Así que Pastrana tampoco se llevó bien con esta dependencia de la ONU. Pastrana “justificaba” la grave situación de los derechos humanos por el conflicto armado y no entendía por qué el Gobierno tenía más responsabilidad que la guerrilla en la violación de los mismos. Sandra Borda, de la Universidad de Los Andes, describía en un artículo de 2012 la estrategia de su gobierno como “de negación de la responsabilidad del Estado en las violaciones [de derechos humanos]. En consecuencia, el gobierno de Pastrana reemprendió una campaña sistemática de descalificación de los informes de la oficina del Alto Comisionado [de la ONU] y de las organizaciones no gubernamentales”.

También fue incómoda para el presidente Álvaro Uribe, cuando en 2004, el informe de la oficina le recordaba que incumplía las 27 recomendaciones de la ONU en materia de derechos humanos y, por supuesto, le recordaba que se denominada como “política de seguridad democrática” iba en contravía de esos derechos, lejos de garantizarlos, como defendía el Gobierno. Unos meses antes, Uribe había arremetido contra las organizaciones de derechos humanos, sin ponerles nombre ni apellidos: “Unos críticos teóricos que respetamos pero no compartimos su tesis de la debilidad. Unas organizaciones serias de derechos humanos, que respetamos y acogemos, con las cuales mantendremos permanente diálogo para mejorar lo que hay que mejorar. Y unos traficantes de derechos humanos que se deberían quitar de una vez por todas su careta, aparecer con sus ideas políticas y dejar esa cobardía de esconder sus ideas políticas detrás de los derechos humanos”.

Tampoco le gustó a Marta Lucía Ramírez, la entonces ministra de Defensa, cuando Michael Frühling, quien sucedió a Kompass al frente de la oficina, aseguró en una carta al Congreso que el proyecto de ley antiterrorista que se trataba era incompatible con las normas internacionales que Colombia se había comprometido a cumplir. Tampoco fueron del agrado del Gobierno las opiniones negativas de la oficina del HCHR sobre la Ley de Justicia y Paz o las denuncias permanentes sobre los asesinatos de sindicalistas o, al final del periodo de Frühling, sobre los llamados “falsos positivos”.

Fueron los años más duros de relaciones, con la presión del Gobierno de Uribe para la salida de James Lemoyne, el enviado especial a Colombia del secretario general de la ONU –lo que consiguió en 2004- e, incluso, cuando hubo intentos diplomáticos para cerrar la oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos en el país, algo que no ocurrió por las presiones de la Unió Europea, que logró que se renegociara la presencia en el país en 2010.

Según explica Sandra Borda Guzmán, “una de las grandes paradojas de la política exterior colombiana en materia de derechos humanos reside en una doble tendencia que aboga, por un lado, por la negación sistemática de la existencia de un problema serio y grave de violación a los derechos humanos en el país, y por el otro, intenta convencer a la comunidad internacional de que se han dado pasos sustanciales para solucionar un problema que, en primera instancia, no se admite que existe”.

La acreditación de Brunori

La bipolaridad oficial del Gobierno colombiano respecto a los derechos humanos vuelve ahora, en abril de 2018, cuando se produce el cambio del estadounidense Todd Howland –un personaje incómodo por sus críticas al sistema político colombiano y al poco interés real por impulsar la paz acordada con las FARC- por el italiano Alberto Brunoni. Brunoni tiene un perfil alto y llega avalado por su experiencia en Guatemala, donde se enfrentó al establecimiento tanto en asuntos de corrupción como en materia de las violaciones a los derechos humanos. Lo mismo hizo después desde su posición como responsable del HCHR para Centroamérica, desde donde llega a Colombia.

No parece razonable que a un gobierno presidido por un Premio Nobel de Paz le costara ratificar su nombramiento, cosa que ocurrió el 21 de marzo después de la presión de la sociedad civil, con una carta exigiéndolo firmada por 400 organizaciones nacionales, y que, ahora, no le dé una credencial hasta el 31 de octubre de 2019, que es, al menos, hasta cuando está acordado el mandato de la Oficina en Colombia, en la que trabajan unas 150 personas con presencia permanente en 15 departamentos. En este momento, Colombia es el país donde el HCHR despliega su mayor misión en el mundo.

 


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